El fútbol como arma de educación
![[Img #46121]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/09_2019/5736_dsc_0180.jpg)
En el partido del miércoles, entre el Atlético Astorga y el Real Ávila, había dos niños como de unos siete años que apoyados sobre la baranda decían de ir a jugar y cosas por el estilo. Apenas sí atendían al partido; de pronto uno de ellos, el más deslenguado, gritó sin venir a cuento al árbitro, y dijo: “árbitro, cabrón”. No había ocurrido absolutamente nada discutible hasta ese momento. Desde la grada recién cubierta alguien gritaba cada cierto tiempo lo que pretendía ser un insulto al equipo rival: ‘rojos’ se oyó en una primera ocasión, ‘podemitas’ en otro momento. “La prescripción llega de repente, como un rayo que cae de un cielo sereno, y dice: tú eres un rojo, un blanco, un negro, un ruso, un judío, un alemán, un coreano, un podemita, eres en cualquier caso, mucho peor que un perro.”
Ese niño, que grita sin ton ni son, ‘árbitro cabrón’, no es reconvenido por ningún adulto y parece decir lo que oye ladrar en la cocina. Se cree ya un macho, por lanzar esa palabreja que utilizan sus mayores sin venir a cuento o viniéndolo, y que a menudo no significa más que la propia impotencia en el uso de la razón, en un juicio sumarísimo que no admite consideraciones.
El adulto que desde la grada profiere el improperio convirtiendo una palabra apenas cargada moralmente en un insulto es un ‘guerracivilista’; si girase la ruleta y mañana esos a quienes insulta se encontraran fuera de la ley no dudaría en denunciarlos, perseguirlos, o en adoptar la bandera negra de los verdugos. Parece incapaz de entender posturas diferentes a la suya, ni se le pasa por el magín la idea de que tal vez en la propia grada pudiera haber alguien contra los que grita. Se siente apoyado por la masa. Cree que si le afearan el grito saldría la multitud en su defensa. Piensa que el partido se juega en las gradas y que los de casa van todos con él, a ser posible el árbitro en una cuneta o desaparecido.
No dejan de ser unos cobardes que insultan a los jueces en un partido de fútbol porque saben que no tendrá consecuencias.
Ese mismo día se supo que Sahar Khodayari, una joven iraní, se había quemado a lo bonzo tras serle impuesta una pena por colarse a un partido de su equipo favorito; resultando ser también, tal vez sin pretenderlo, una manera de mostrar al mundo la situación de la mujer en su país.
En España los menores podrían hacer lo mismo si se les prohibiera entrar a los estadios de fútbol; solo que aquí no sería por discriminación, sino la manera de evitar que adquieran esa desconsideración y hasta deshumanización del rival, para con los árbitros, los linieres, el equipo contrario y con los aficionados desplazados del equipo visitante.
No estaría de más que hubiera un sistema de puntos, como el de los conductores de vehículos, que se los fuera detrayendo ante esos comportamientos ofensivos y penales, y que una vez puestos a cero estuvieran en la obligación de acudir a un programa educativo, de querer volver al estadio.
El fútbol como todo deporte en equipo, si bien entendido, es en sí mismo educativo, con grandes valores como el del trabajo colaborativo, el sentido de pertenencia, el compañerismo, la actividad física, etcétera. Valores que serían fáciles de recuperar con un poco de cuidado en competiciones como la nuestra. Pero todos esos valores están siendo pervertidos por los usos que se toleran en este y en otros deportes: los sueldos astronómicos de los jugadores de élite, el sentido de pertenencia como arma de exclusión -al modo en que lo hacen los hooligans o los nacionalistas y hasta los menores que lo entienden como algo natural-, la agresión irracional e injusta sobre quién juegue del otro equipo, etcétera. Para que el fútbol recobre eso que le es propio habrá que desapropiárselo a esos furibundos irracionales que entienden el deporte como guerra sin normas, y que no les disgustaría que fuera de verdad (la guerra).
En el partido del miércoles, entre el Atlético Astorga y el Real Ávila, había dos niños como de unos siete años que apoyados sobre la baranda decían de ir a jugar y cosas por el estilo. Apenas sí atendían al partido; de pronto uno de ellos, el más deslenguado, gritó sin venir a cuento al árbitro, y dijo: “árbitro, cabrón”. No había ocurrido absolutamente nada discutible hasta ese momento. Desde la grada recién cubierta alguien gritaba cada cierto tiempo lo que pretendía ser un insulto al equipo rival: ‘rojos’ se oyó en una primera ocasión, ‘podemitas’ en otro momento. “La prescripción llega de repente, como un rayo que cae de un cielo sereno, y dice: tú eres un rojo, un blanco, un negro, un ruso, un judío, un alemán, un coreano, un podemita, eres en cualquier caso, mucho peor que un perro.”
Ese niño, que grita sin ton ni son, ‘árbitro cabrón’, no es reconvenido por ningún adulto y parece decir lo que oye ladrar en la cocina. Se cree ya un macho, por lanzar esa palabreja que utilizan sus mayores sin venir a cuento o viniéndolo, y que a menudo no significa más que la propia impotencia en el uso de la razón, en un juicio sumarísimo que no admite consideraciones.
El adulto que desde la grada profiere el improperio convirtiendo una palabra apenas cargada moralmente en un insulto es un ‘guerracivilista’; si girase la ruleta y mañana esos a quienes insulta se encontraran fuera de la ley no dudaría en denunciarlos, perseguirlos, o en adoptar la bandera negra de los verdugos. Parece incapaz de entender posturas diferentes a la suya, ni se le pasa por el magín la idea de que tal vez en la propia grada pudiera haber alguien contra los que grita. Se siente apoyado por la masa. Cree que si le afearan el grito saldría la multitud en su defensa. Piensa que el partido se juega en las gradas y que los de casa van todos con él, a ser posible el árbitro en una cuneta o desaparecido.
No dejan de ser unos cobardes que insultan a los jueces en un partido de fútbol porque saben que no tendrá consecuencias.
Ese mismo día se supo que Sahar Khodayari, una joven iraní, se había quemado a lo bonzo tras serle impuesta una pena por colarse a un partido de su equipo favorito; resultando ser también, tal vez sin pretenderlo, una manera de mostrar al mundo la situación de la mujer en su país.
En España los menores podrían hacer lo mismo si se les prohibiera entrar a los estadios de fútbol; solo que aquí no sería por discriminación, sino la manera de evitar que adquieran esa desconsideración y hasta deshumanización del rival, para con los árbitros, los linieres, el equipo contrario y con los aficionados desplazados del equipo visitante.
No estaría de más que hubiera un sistema de puntos, como el de los conductores de vehículos, que se los fuera detrayendo ante esos comportamientos ofensivos y penales, y que una vez puestos a cero estuvieran en la obligación de acudir a un programa educativo, de querer volver al estadio.
El fútbol como todo deporte en equipo, si bien entendido, es en sí mismo educativo, con grandes valores como el del trabajo colaborativo, el sentido de pertenencia, el compañerismo, la actividad física, etcétera. Valores que serían fáciles de recuperar con un poco de cuidado en competiciones como la nuestra. Pero todos esos valores están siendo pervertidos por los usos que se toleran en este y en otros deportes: los sueldos astronómicos de los jugadores de élite, el sentido de pertenencia como arma de exclusión -al modo en que lo hacen los hooligans o los nacionalistas y hasta los menores que lo entienden como algo natural-, la agresión irracional e injusta sobre quién juegue del otro equipo, etcétera. Para que el fútbol recobre eso que le es propio habrá que desapropiárselo a esos furibundos irracionales que entienden el deporte como guerra sin normas, y que no les disgustaría que fuera de verdad (la guerra).