Catalina Tamayo
Domingo, 22 de Septiembre de 2019

A propósito de los secretos

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“He descubierto que las personas no son más que una capa tras otra de secretos. Crees que las conoces, que las entiendes, pero sus motivos siempre permanecen ocultos, enterrados en sus corazones” (Verónica Roth)

 

Solo yo sé lo que hay en mi corazón, y acaso tú, Dios mío, que lo conoces todo, también lo sepas; pero nadie más lo sabe, ni siquiera los más cercanos, los íntimos. Porque hay cosas que son solo de uno, y no se cuentan nunca, pase lo que pase. Son secretos. No hay hombre o mujer que no tenga los suyos. Tampoco hay nadie que no se lleve alguno a la tumba. El cementerio está lleno de secretos. Si se desvelaran algunos de estos secretos, se rajaría el mundo, se apagaría el sol, se caerían las estrellas del cielo, y la luna. Entonces, cuánto desencanto, cuánto dolor y cuánta rabia, o cuánto alivio, según. Hay cosas que es mejor no saber: ojos que no ven, corazón que no siente.

 

Pero yo sé lo mío, y con eso ya me basta, no quiero saber lo de otros, aunque reconozco que en ocasiones, como cualquiera, ardo en deseos de saberlo. Todos somos curiosos.

 

Conozco bien mis fatigas, mis desvelos, todas mis heridas, las que no pasan de rasguños, y las profundas, que no acaban de cerrarse, de dejar de supurar, por más que pasa el tiempo, como si nunca fueran a cicatrizar y siempre tuvieran que doler.

 

No ignoro mis sueños, los que se tienen despierto, en pleno día, con los ojos abiertos, mirando sin ver, ciegos, y que seguramente nunca se cumplan, mueran dentro de mí, o se cumplan tarde, a destiempo, cuando ya da lo mismo; incluso peor aún, cuando hubiera sido mejor que no se cumplieran. Pues cuántas veces los dioses castigan a los hombres haciendo que se cumplan sus sueños.

 

En mis entrañas, entre sus entretelas, bien ocultas, están las verdaderas razones de por qué he hecho algunas cosas y dejado de hacer otras. Son razones que algunos ni siquiera sospechan, y los que las sospechan, los más perspicaces, nunca tendrán la certeza de conocerlas, aunque las proclamen como si estuvieran seguros de ellas, logrando que los incautos y los maliciosos se las crean sin más, simplemente porque les hacen gozar. También se hallan las razones por las que a veces, sin causa aparente, de pronto, me quedo callado, vuelto sobre mí, distante, lejano, ausente, como languideciendo en una vaga tristeza; y las razones por las que me alegro, camino erguido, con la cabeza alta, mirando al frente, poderoso, capaz de todo, dispuesto a comerme el mundo, ese mundo que siempre acaba comiéndonos a todos.

 

También me doy cuenta de las trampas que con frecuencia me hago: mis autoengaños, que, cuando alguien me desenmascara, me resisto a reconocer, en parte por vanidad, en parte por supervivencia, y recurro una y otra vez, cuántas veces sean necesarias, a las justificaciones ad hoc, para que nada parezca lo que es.

 

Tampoco paso por alto mis inquietudes y mis miedos, los lestrigones y cíclopes que me asaltan algunos días y me acosan hasta ponerme al borde del abismo, a punto de caerme, pero que a menudo en realidad no son nada, sino pura niebla, humo sin más, que en cuanto me doy cuenta de ello, de que yo los llevo dentro del alma, se desvanecen, como la noche al amanecer, con el primer claror.

 

Solo yo sé a quién amo y a quién odio; a quien amo en silencio, desde dentro, desde muy hondo, desde lejos, contra el tiempo; a quien siempre amaré, ciegamente, más allá de lo razonable, como se ama de verdad; y a quién odio, aunque sea mínimamente, a menudo sin entender del todo el porqué, siempre con pesar, con vergüenza.

 

Todas estas cosas, y algunas otras, que solo yo conozco, ningún mortal más, a veces, oprimen mi pecho, me duelen, y entonces, para aliviar ese dolor, cuando estoy solo, en medio de la noche, en su silencio, me las cuento a mí mismo, como si yo fuera otro, siempre en voz baja, casi en susurros. Y al contármelas, me quedo vacío, y me vuelvo ingrávido, liviano, etéreo, como la hoja amarilla del chopo que en otoño, apenas desprendida de la rama, la brisa del atardecer mece, sube y baja, lleva y trae, hasta dejarla finalmente en algún lugar indeterminado, acaso en el mismo sendero, o entre los hierbajos de la orilla del río, libre de la pisada del caminante, protegida, al menos durante un tiempo.

 

Y así, pensando que soy una hoja amarilla a merced del viento, un viento en el que confío, me quedo dormido, plácidamente dormido.

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