Ensayo
La circunnavegación de la tierra y sus aportes al conocimiento
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“Un tercer fenómeno digno de mención es aquel desbordamiento del espíritu, aquel afán del hombre por conocer la tierra. El espíritu caballeresco de los heroicos nautas portugueses y españoles encontró un nuevo camino hacia las Indias Orientales y descubrió América. (…) El hombre averiguó que la tierra era redonda, o sea, algo cerrado para él. (…) Estos tres hechos, la llamada restauración de las ciencias, el florecimiento de las bellas artes y el descubrimiento de América y del camino de las Indias Orientales, son comparables a la aurora que tras largas tormentas anuncia de nuevo por vez primera un bello día. Este día es el día de la universalidad, que irrumpe al fin, después de la luenga y pavorosa noche de la Edad Media”. (Hegel. Lecciones sobre la filosofía de la historia universal)
Introducción
Como el viaje de Colón, el viaje de Magallanes y Elcano, fue un viaje militar, misionero y, ante todo, comercial, más aún, gastronómico. No obstante, eso no impidió que fuera también un viaje científico, aunque, eso sí, sin pretenderlo en absoluto. Lo que lo hizo científico fue principalmente el haber conseguido dar por primera vez la vuelta al mundo.
Este viaje, sumamente largo y lleno de peligros, además de extremadamente penoso, se hizo con la pretensión de tomar posesión de las islas del Maluco, de evangelizar a sus gentes y a las de las tierras con las que se topasen, y de obtener en esas islas perfumes y perlas, pero sobre todo clavo, según señala Pigafetta, su cronista, y otras especias, como pimienta, canela o nuez moscada, que en Europa se pagaban a precio de oro. Pero en ningún caso se buscó la circunnavegación de la Tierra. Si se hizo, fue faltando al primer asiento de las órdenes regias, que mandaba regresar a España de las islas Molucas no por el hemisferio luso, por donde regresó la nao Victoria, aunque siguiendo un derrotero distinto al derrotero índico que habitualmente tomaban los portugueses, para así evitar ser detenida o capturada por estos, sino por el mismo camino por donde se había venido, por el camino del Pacífico, sin entrar en los dominios de Portugal, como posteriormente lo intentó la nao Trinidad, la capitana, una vez reparada y carenada, sin conseguirlo.
Sin embargo, es este inesperado carácter científico lo que principalmente ha hecho que este viaje haya pasado a la historia, y con él, el hombre que lo culminó, Juan Sebastián Elcano. Su importancia científica se advirtió ya desde el mismo momento en España, y por eso el rey Carlos I le concedió a Elcano un escudo de armas coronado con un globo terráqueo ilustrado con la leyenda en latín Primus circumdedisti me, que significa “el primero que me rodeaste”. Sí, precisamente por esto, el viaje de Magallanes y Elcano es recordado, aunque siempre en un grado mucho menor de lo que le corresponde.
Este viaje alrededor del mundo fue científico porque permitió conocer empíricamente algunas cosas sobre la Tierra de las que a partir de entonces ya no habrá razón para dudar, y de hecho, al menos, ningún científico importante lo hará. Este nuevo conocimiento sobre la Tierra implicó como mínimo dos consecuencias científicas. Una, la confirmación empírica de una idea sobre la Tierra: la Tierra es redonda. Otra, la refutación empírica de tres ideas también sobre la Tierra: la idea de que la Tierra es mucho más pequeña de lo que realmente es, la idea de que la Tierra es inmóvil y la idea de que en las antípodas de la Tierra no habitan seres humanos.
I
La primera vuelta al mundo confirmó empíricamente la idea de que la Tierra no es plana sino redonda como una esfera. Lo nuevo no fue esta idea, sino el que esta idea haya sido demostrada empíricamente. Es cierto que en la Antigüedad, Eratóstenes de Cirene, geógrafo griego del siglo III a. C., ya había demostrado matemáticamente que la Tierra es redonda, al medir su circunferencia con un margen de error mínimo, casi despreciable; pero hasta que Elcano no la rodeó, palmo a palmo, no se supo de manera práctica y operativa que era realmente redonda. Solo hasta entonces esta idea de que la Tierra es redonda como una pelota no fue un hecho de experiencia. Con esto, a partir de entonces ya no resultaba razonable dudar de la esfericidad de la Tierra.
No fue nueva esta idea, porque en el siglo XV y XVI, en la era de los primeros grandes descubrimientos geográficos, casi todos los cosmógrafos y cartógrafos daban por hecho que la Tierra era redonda. Incluso entre los mismos marineros, a pesar de todas la leyendas terribles que circulaban sobre el océano Atlántico, como que si se navegaba hacia el oeste de este océano llegaba un momento en que ese mar plano como la Tierra se acababa y los barcos se precipitaban hacia un vacío que nadie sabía qué era, había algunos que ya desde la Antigüedad también lo pensaban basándose en la observaciones cotidianas. Casi todos los días que navegaban podían ver cómo los detalles de la costa o los mástiles de otros barcos iban gradualmente surgiendo o hundiéndose en el horizonte con la distancia, según se fueran acercando o alejando. De hecho, esta idea de que la Tierra es redonda fue el fundamento principal del proyecto de Magallanes, como lo había sido del de Colón, quien también había pretendido llegar por el poniente a las islas de la Especiería, solo que tuvo la mala suerte de encontrarse con el continente americano, que le cerró el paso. Cuando Elcano acabó esta primera circunnavegación del mundo en 1522, no fue necesario proclamar a los cuatro vientos que la Tierra era redonda, porque apenas había nadie en ese momento que se cuestionara la forma de la Tierra: si era redonda como una esfera o plana como un plato. Casi todo el mundo daba por hecho que era redonda, aunque el Bosco, quizá influido por una lectura literal de la Biblia, en 1505 haya dibujado una Tierra plana en el exterior de su tríptico El jardín de las delicias.
Los cosmógrafos y cartógrafos de entonces, lo mismo que Colón y Magallanes, y tantos otros navegantes, tomaron esta idea de los libros de los sabios de la Antigüedad y de la Edad Media. No obstante, existe la idea, socialmente aceptada, en este siglo XXI, de que durante la Antigüedad y la Edad Media se creía de manera generalizada que la Tierra era plana, incluso hay quien piensa todavía ahora que en la época de Colón había algunas personas que ponían en duda que la Tierra fuera redonda. Incluso, según el historiador Jeffrey Burton Russell, “muchos libros autorizados de historia de la astronomía que todavía se estudian en las escuelas afirman que la Edad Media no tuvo conocimientos de Ptolomeo y que la teoría de Cosmas fue la que dominó hasta el descubrimiento de América”. Ptolomeo concebía la Tierra redonda; en cambio, para Cosmas era plana como el Arca de la Alianza, un paralelogramo encerrado por cuatro océanos.
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Esto se debió a que ya algunos historiadores del siglo XIX difundieron esta idea de que en los siglos pasados se había creído que la Tierra era plana. Entre esos historiadores, se encuentra Washington Irving, que en su obra La vida y viajes de Cristóbal Colón defendió que en la Edad Media la mayoría de la gente pensaba que la Tierra era plana porque los marineros tenían miedo de caer más allá del borde del mundo. Una idea que posteriormente también popularizaron los historiadores de finales del XIX y principios del XX influidos por la aceptación que se estaba produciendo entonces de la teoría de la evolución. Para algunos historiadores actuales, como Stephen Jay Gould, Ronald Numbers y sobre todo Jeffrey Burton Russell, la teoría de la evolución transformó la mente de los hombres en el sentido de que hizo ver el pasado –la Antigüedad y la Edad Media– como una época de precariedad intelectual en la que de la misma manera que se creía que el hombre procedía de Adán y Eva también se creía que Tierra era plana.
Pero esa idea es falsa. En la Antigüedad el hombre ya sabía que vivía en un planeta redondo como una esfera. Pitágoras fue el primero que sostuvo que la Tierra es una esfera. Fue en el siglo VI a. C. y lo argumentó de esta manera: puesto que los cuerpos celestes son divinos, son perfectos; y como las figuras geométricas perfectas son la esfera y el círculo por ser simples y homogéneas, tienen que ser esféricos. Entonces, la Tierra, como es igual que los demás cuerpos celestes, ha de ser también una esfera. Aunque algunos presocráticos, como Tales de Mileto y los pitagóricos, creían que la Tierra era plana, casi todos ellos eran partidarios de una Tierra redonda, y después del siglo V a. C. ningún filósofo griego importante puso en duda esto. Aristóteles, que sacralizó la esfera, argumentó que la Tierra no podía ser plana porque los viajeros que viajan hacia el sur veían las constelaciones de ese hemisferio subir su posición en el horizonte y que en los eclipses la sombra que la Tierra proyecta sobre la Luna no tiene forma de elipse, como la tendría si fuera plana, sino que es circular. Eratóstenes, en el 240 a. C., como ya se ha indicado, al medir la circunferencia de la Tierra, demostró matemáticamente que esta era una esfera. En el siglo II a. C. Crates de Malos construyó un globo terráqueo. El historiador Plinio el Viejo, en su Historia Natural, escrita en el año 74 d. C., apostilla que todos los hombres del mundo están de acuerdo con la idea de que la Tierra tiene forma esférica. Un poco después, en el siglo II d. C., Ptolomeo en el Almagesto afirma que la Tierra es una esfera arguyendo que cuando se navega hacia una montaña, esta se va elevando del mar, porque está oculta por la superficie curva del agua. De este mismo siglo es el Atlas Farnesio, cuyo autor es desconocido. Se trata de la primera representación escultórica de la Tierra, donde la Tierra es representada no como un disco plano sino como una esfera, soportado en la espalda por el titán Atlas. Y en el siglo IV, ya tocando el fin de la Antigüedad, el enciclopedista Macrobio, en su Comentario al sueño de Escipión, describió la Tierra como un globo pequeñísimo en comparación con el resto del universo.
El cristianismo, tanto en la Antigüedad como en la Edad Media, también aceptó que la Tierra es redonda. Es cierto que la Biblia deja entrever que la Tierra es plana, pues, por ejemplo, en Daniel 4:11, se dice que “crecía este árbol y su copa llegaba hasta el cielo, y se le alcanzaba a ver desde todos los confines de la Tierra”, y que varios autores cristianos –Lactancio (245-325), Cirio de Jerusalén (315-386), Juan Crisóstomo (344-408) y, sobre todo, el moje Cosmas Indicopleustes, quien en el siglo VI, escribió en su Topografía Cristiana que el Arca de la Alianza representaba el universo y que por lo tanto la Tierra era plana como un paralelogramo encerrado por cuatro océanos–, convencidos de que las Sagradas Escrituras eran la fuente del conocimiento del mundo y de que estas había que tomarlas literalmente, se opusieron a admitir que la Tierra era redonda. Pero estos autores fueron corregidos inmediatamente por otros autores cristianos, como Basilio el Grande, Ambrosio Aureliano y Agustín de Hipona. Este último, en un comentario a Libro del Génesis, se refirió a la Tierra como “la mole esférica y acuosa que tiene el día por un lado con la presencia de la luz, y la noche por el otro con su ausencia”. Además, la escasez de referencias a sus ideas sobre la Tierra plana en los escritos medievales posteriores indica la escasa influencia que tuvieron estos autores. Así, Umberto Eco en su obra Historia de las tierras lejanas y lugares legendarios afirma, refutando lo que dicen esos libros de texto de los que habla el historiador Burton Russell, que “el texo de Cosmas (Topografía Cristiana), escrito en griego (lengua que en la Edad Media cristiana solo conocían algunos pocos traductores interesados en filosofía aristotélica), no se dio a conocer en el mundo occidental hasta 1706 y se publicó en inglés en 1897. Ningún autor medieval lo conocía”.
No cabe duda de que la mayoría de los pensadores, cristianos o no, de toda la Edad Media sostenía que la Tierra tenía forma esférica. Esto se puede ver en La consolación de la filosofía de Boecio (480-524), en las Etimologías de Isidoro de Sevilla (560-636), en el El devenir del tiempo de Veda el Venerable (672-735), en el Elucidarium de Honorio de Autun (1080-1153), en la General Estoria de Alfonso X el sabio (1221-1284) y en la Suma teológica de Tomás de Aquino (1225-1274). En la Suma se puede leer que “tanto el astrónomo como el físico pueden concluir que la Tierra es redonda”. Por si esto no fuera suficiente, el Codex Vindobensis, Biblia francesa del siglo XIII, contiene grabados en los que se ve a Dios dándole forma esférica a una masa de materia amorfa y primigenia. Está claro, Dios no había creado un disco plano sino una esfera perfecta. Y en el libro Tratado de la Esfera de Sacrobosco (1195-1256), que fue el tratado de astronomía más importante de la Edad Media y de lectura obligatoria para los estudiantes de todas las universidades europeas, se describe el mundo como una esfera. Incluso Dante en la Divina Comedia presenta a la Tierra de forma esférica. Otra prueba, en este caso gráfica, es el globo crucífero: una joya que representa un globo terráqueo rematado con una cruz y que simboliza el dominio de Cristo sobre la Tierra. Se usaba en la coronación de los emperadores durante la Edad Media para significar que Dios concedía al emperador, como su vicario, el poder que Él tenía sobre la Tierra. Seguramente, ya desde el siglo VIII ningún cosmógrafo se atrevía a cuestionar la esfericidad de la Tierra. Hasta los altos cargos de la iglesia católica también aceptaban que la Tierra era una esfera, como se prueba al adquirir el cardenal Alejandro Farnesio a principios del silgo XVI ese Atlas que por ello llevaría su nombre.
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Pero esto no solo era así en el mundo cristiano, también lo era en el mundo musulmán. Pues los eruditos musulmanes, salvo alguna excepción, como as-Suyuti a principios del siglo XVI, también aceptaron esta idea de que la Tierra es una esfera, y los matemáticos se sirvieron de ella para desarrollar una trigonometría esférica con el fin de determinar la dirección hacia la que se debía rezar y para calcular la distancia más corta entre La Meca y cualquier otro lugar de la Tierra.
Por último, tanto la cosmología de Aristóteles como la astronomía de Ptolomeo, que desde los siglos XII y XIII hasta Copérnico dominaron todo el ámbito del saber relacionado con los cuerpos celestes, contenían una Tierra esférica, no plana.
Como se ve, son numerosas las pruebas que hay de que en la Antigüedad y en la Edad Media casi todo el mundo ya pensaba que la Tierra era una esfera. Sin embargo, hasta que no se rodeó de manera efectiva y no se confirmó empíricamente que era una esfera, no se disolvió la distinción Oriente-Occidente, válida solo en el plano; no se supo a ciencia cierta que yendo hacia el occidente se puede venir por el levante y, viceversa, que marchando por el oriente se puede volver por el poniente, como hizo Martín Ignacio de Loyola, el primero en realizar la doble vuelta; ni cayó esa vieja idea de que hay un centro u ombligo (el omplalós era Jerusalén o Roma) y un fin de la Tierra (finis terrae). Solo entonces, aparece la primera globalización de la historia. Sin duda, esto fue un gran paso de lo antiguo a lo moderno. Y lejos de ser una hipérbole es una realidad eso que dice el poeta italiano Ariosto de que en el imperio español, tras la anexión de Portugal en 1580, no se puede poner el sol, porque los límites del mundo se confunden con los límites de este imperio. Con ello, no obstante, se genera un problema capital entre Portugal y España, que es el problema de determinar el antimeridiano, no previsto en el Tratado de Tordesillas, cuando en 1494 estas potencias establecieron sobre el plano del mapa el meridiano, y que se resolverá provisionalmente en 1529 con el Tratado de Zaragoza, un tratado menos conocido.
II
Pero, al rodear la Tierra, esta es medida, y por primera vez se conoce su verdadero tamaño. Con esto, por una parte, también se confirma empíricamente que es tan grande como Eratóstenes había demostrado matemáticamente que era; pero, por otra, se refuta, también empíricamente, la idea que tenían casi todos los cosmógrafos antiguos y medievales, influidos por Ptolomeo, de que la circunferencia de la Tierra es mucho menor de lo que es en realidad.
No cabe duda de que el proyecto de Magallanes, como el de Colón, se basó en un dato verdadero y en un dato equivocado. El dato verdadero es que la Tierra es una esfera y el dato equivocado es que el tamaño de esta esfera es mucho menor de lo que realmente es.
Para Colón la Tierra no podía ser tan grande como en realidad era porque estaba convencido de que el océano Atlántico solo tenía 1125 leguas de anchura y que en la otra orilla sus aguas bañaban la tierra de las Indias Orientales. En cambio, los cosmógrafos portugueses, y posteriormente también los españoles, cifraron la anchura de este océano entre Europa y Asia en más del doble, exactamente en 2495 leguas. Con todo, se quedaron muy cortos. En este aspecto de la dimensión de la Tierra, los cosmógrafos también se fiaron de Ptolomeo y tomaron esta medida de la Geografía, donde este científico estableció unas dimensiones del tamaño de la Tierra muy inferiores a las reales. Ptolomeo cometió este error porque se basó en las estimaciones de Posidonio, filósofo, astrónomo y geógrafo griego del siglo II y I a. C., y de Marino de Tiro, geógrafo y cartógrafo fenicio del siglo I y II d.C. En cambio, no se hubiera equivocando, o al menos no se hubiera equivocado tanto, si hubiera tenido en cuenta el cálculo de Eratóstenes, quien, como ya se ha indicado, en el siglo III a. C. había conseguido medir la circunferencia de la Tierra con tan solo un error de 1,5%.
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Además, Colón se ratificó en su concepción del tamaño de la Tierra cuando constató que su flota, como llevada en volandas por los vientos alisios, solo había tardado cinco semanas en llegar a las supuestas Indias. Y posteriormente, se reafirmó aún más en esta concepción, cuando vio que su segundo viaje lo había hecho todavía en menos tiempo, en tres semanas, si bien, no desde la península sino desde Canarias. El marino genovés pudo haber razonado así: si las Indias, las tierras lejanas a las que había llegado Marco Polo, estaban tan cerca de la costa oeste de Europa y la Tierra era redonda, esta no podía ser muy grande, menos aún de lo que había dicho Ptolomeo.
Con esto, y sobre todo con el dato de que el marino portugués Vasco de Gama había tardado nada menos que diez meses en llegar a la India navegando peligrosamente contra vientos y corrientes desfavorables, “parecía que Castilla le había ganado la partida a Portugal en abrir una ruta corta y segura hacia las Indias”.
Sin embargo, la Tierra de Magallanes era mayor que la Tierra de Colón, puesto que para entonces ya se sabía que este, aunque él nunca lo admitiera, no había llegado a las Indias sino que se había tropezado con un nuevo continente. Más grande sí, pero en ningún caso nunca tan grande, como más tarde, al final del viaje, comprobó Elcano. Pensó que no podía ser tan grande porque estaba persuadido de que las islas de la Especiería si estaban más allá de la India no debían de estar muy lejos del nuevo territorio americano y de que la costa oeste americana estaba bañada por el mar Índico, que no era otro que el mar del Sur que había descubierto en Panamá Vasco Núñez de Balboa en 1513.
Magallanes convenció a Carlos I de su empresa principalmente con tres razones. La primera, que la ruta hacia el oeste era posible, estaba basada en la existencia de un paso por el continente americano que comunicaba el Atlántico con el Índico. En cambio, las otras dos, que esta ruta del oeste era más corta y que las islas Molucas debían de estar en la parte española del mundo que había fijado el Tratado de Tordesillas, se fundamentaban precisamente en esta concepción de que Tierra era mucho más pequeña de lo que luego resultó ser realmente.
Pero en cuanto se pasó el estrecho, posteriormente llamado el estrecho de Magallanes, ese mundo pequeño de Colón, el del mismo Magallanes, el de los cosmógrafos de finales del siglo XV y principios del XVI, el de Ptolomeo y Aristóteles, y el de otros geógrafos antiguos, excepto el de Eratóstenes, se desmoronó. Se desmoronó porque se descubrió que había un mar entre América y Asia, que no era el mar Índico, como se pensaba, sino un océano totalmente desconocido para Europa, al que llamaron el océano Pacífico, por lo calmadas que estaban sus aguas, que este mar era tan enorme que ocupaba nada menos que los dos tercios de la superficie del Planeta, y que, como consecuencia, esas islas a donde se dirigían, las islas Molucas, estaban muchísimo más alejadas del continente americano de lo que se había supuesto, incluso pudiera ser que en la parte portuguesa. En cambio, se alzó el mundo de Eratóstenes, un mundo casi igual al nuestro, como después comprobó Elcano.
Con esta circunnavegación, también se refutó empíricamente la idea de que la Tierra es inmóvil. A partir de entonces, ya no era posible negar la idea de que la Tierra se movía.
Pero esta idea de que la Tierra se movía tampoco fue una idea nueva. En la misma Antigüedad ya había habido algunos autores que habían defendido el movimiento de la Tierra. El pitagórico Filolao en el siglo V a. C. sostuvo la existencia de un fuego central alrededor del cual giraban el cielo de las estrellas fijas, los cinco planetas, el Sol, la Luna y la Tierra. Posteriormente, en la segunda mitad del siglo IV a. C., Heráclides de Ponto, al problema que había planteado Platón de determinar el movimiento uniforme y regular de los planetas, dio en Atenas una solución muy distinta a la que había dado Eudoxo, y también Aristóteles: los planetas Venus y Mercurio giran alrededor del Sol y no de Tierra, y esta, rota cada día sobre su propio eje, haciendo que parezca que quien gira diariamente es el cielo estrellado. Sabemos por Arquímedes que, un poco más tarde, en el siglo III a. C., Aristarco de Samos propuso la “hipótesis de que las estrellas fijas y el Sol permanecen inmóviles y que la Tierra gira alrededor del Sol trazando un círculo y siendo el Sol el centro de su órbita”.
No obstante, esta no fue la idea predominante en la astronomía de la Antigüedad y de la Edad Media. De hecho, la idea de que la Tierra era inmóvil se había convertido en un axioma, tanto en la cosmología de Aristóteles como en la Astronomía de Ptolomeo, los dos saberes que, como ya se ha referido, habían acabado ocupando todo el ámbito de conocimientos sobre las cosas celestes de finales del Medievo. La cosmología de Aristóteles, ligeramente remodelada con algunos elementos cristianos, nos decía cómo era el mundo, explicaba las cosas, pero era incapaz de predecir nada. En cambio, la astronomía de Ptolomeo tan solo pretendía predecir, salvar los fenómenos, sin importarle en absoluto cómo fuera la realidad. En el estudio de las cosas del cielo, al aceptar a la vez la cosmología de Aristóteles y la astronomía de Ptolomeo, se originó una esquizofrenia intelectual.
No obstante, esta esquizofrenia, o sea, esta separación entre la explicación cosmológico-teológica y la predicción astronómico-matemática, permitió a los estudiosos del siglo XIV y comienzos del siglo XV explorar minuciosamente esta predicción astronómico-matemática, exponiendo sus ideas más audaces, siempre como hipótesis, nunca como representaciones de la realidad, sin dejar de asentir a la explicación cosmológico-teológica, esto es, sin comprometer su fe. Entre esos estudiosos se encuentran Oresme y Buridán, ambos pertenecientes a la escuela de físicos de París. Así examina Oresme la suposición de que la Tierra se mueve: “Afirmo, por tanto, que si la más alta (o celeste) de las dos partes del universo mencionadas más arriba se moviese hoy con un movimiento diurno, tal como ocurre, mientras que la parte inferior (o terrestre) permaneciese en reposo, y mañana, por el contrario, se moviese diurnamente la parte inferior, mientras que la otra, o sea, los cielos, permaneciese en reposo, seríamos incapaces de notar ningún cambio, sino que todo parecería igual hoy y mañana”. En este pasaje, Oresme no defiende que la Tierra se mueva realmente, sino que si se moviese, “…todo parecería igual hoy y mañana”. De esta manera, a finales del Medievo, el movimiento de la Tierra era ya, al menos, una posibilidad lógica, solo que Dios no quiso darle la existencia, hacerla realidad.
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Pues bien, la vuelta al mundo del Elcano refutó este axioma, porque demostró empíricamente que la Tierra da una vuelta diaria sobre su propio eje, y esa hipótesis, esa mera posibilidad, nunca un hecho, del movimiento de rotación de la Tierra de Oresme, aunque seguramente con sospechosos matices cosmológicos, se convirtió en una realidad, en un hecho ya incuestionable contra el que no deberían haber valido los argumentos de autoridad. Ya entonces, se podría haber hablado no de si la Tierra se moviese… sino de que realmente la Tierra se mueve. Efectivamente, Dios había querido que esa posibilidad lógica de movimiento de la Tierra tuviera existencia, fuera real.
Los marineros de la nao Victoria se dieron cuenta de ello veinte años antes de que lo dijera Copérnico en su famosa obra De rebolutionibus, precedida como precaución del prólogo de Osiander, y casi un siglo antes de que lo demostrara Galileo. Esto ocurrió cuando llegaron a las islas de Cabo Verde. Ese día en los diarios de a bordo de Pigafetta y Francisco Albo figura que es miércoles, pero los portugueses de la isla de Santiago les aseguran que es jueves, lo cual les hizo caer en la cuenta de que la Tierra, recién rodeada, no solo es esférica, sino que también gira sobre sí misma diariamente en el sentido de este-oeste. El propio Pigagetta lo explica de esta manera: “habiendo navegado siempre al occidente, siguiendo el curso del sol, al volver al mismo sitio teníamos que ganar veinticuatro horas; basta con reflexionar para convencerse”. Se trata de lo siguiente: si la Tierra permaneciese inmóvil, y fuera el resto del universo el que girase a su alrededor, no se produciría tal retraso respecto al Sol. Este hecho, que explica magistralmente el cronista italiano, los españoles de aquella época lo reflexionaron y lo comprendieron perfectamente, y prueba de ello es el experimento imaginario que hace Pedro Mártir de Anglería (1457-1526) en su obra Décadas del Nuevo Mundo, escrita ente 1494 y 1525: “Del mismo modo, si ambas flotas, digo la castellana y la portuguesa, zarparan de las Gorgonas (Cabo Verde) en un mismo día, y navegaran, la castellana al Occidente, la portuguesa al Oriente, volviendo popas contra popas, y en el mismo espacio de tiempo regresaran por estas opuestas vías en un mismo instante a las Gorgonas, si aquel día era jueves en estas, para los castellanos que habrían consumido un día entero teniendo los días más largos, sería miércoles, mas para los portugueses a quien le sobraría un día por haberlos tenido cortos, el mismo día sería viernes”.
No hay excusas que valgan, es un hecho que los dieciocho tripulantes de esta nao Victoria fueron los primeros que constataron de manera física, los primeros que experimentaron en sus propias carnes, que la Tierra, además de ser redonda y mucho más grande de lo que se había pensado, también se movía.
Por último, también es un hecho empírico que estos marineros refutaron definitivamente la idea de que en las antípodas de la Tierra no habitan seres humanos.
La palabra antípoda es una palabra griega que etimológicamente significa pie opuesto: el que tienen los pies opuestos a los de otro. Aparece por primera vez en el Timeo de Platón y con ella se designaba a las tierras y sus habitantes que estaban al otro lado de lo que se llamaba ecúmene. Con el término ecúmene se designa el conjunto de tierras que se conocían en la Antigüedad y en la Edad Media, esto es, las tierras de Europa, algunas de Asia y las del norte de África, que se las ubicaba en el hemisferio norte de la esfera. Esas tierras habitadas. A las antípodas, otros autores, como Aristóteles y Eratóstenes, le dieron el nombre de terra australis ignota. En fin, las antípodas, situadas en la zona austral, se hallaban diametralmente opuesto al ecúmene. Se trata de las tierras que están al otro lado del mundo.
En el momento en que se admite que la Tierra es redonda, la pregunta por las antípodas se hace inevitable: cómo eran esas tierras, si estaban habitadas, y si estaban habitadas, cómo eran sus habitantes. Puesto que en la Grecia clásica, como se ha visto, se comenzó a creer que la Tierra era esférica, este problema existe desde entonces. Por lo general, en la Antigüedad y en la Edad Media se creía en la existencia de las antípodas. El problema que se planteaba era si estaban o no estaban habitadas y, si estaban habitadas, cómo eran esos habitantes. En el siglo II a. C. Crates de Malos, según Umberto Eco, “suponía que los continentes meridionales (las antípodas) estaban habitados pero que no eran accesibles desde nuestras Tierras”. Por lo general los doctos, como Agustín de Hipona, consideraban que estas tierras estaban habitadas no por seres humanos sino por seres extravagantes, anormales. Su extravagancia consistía en ser contrarios a los del hemisferio norte, incluso, para algunos autores, eran seres pegados literalmente a sus suelas, como si a cada hombre de ecúmene le correspondiese otro de las antípodas. Los mapas de entonces reflejaban el hemisferio norte, mientras que el sur, como no se conocía, quedaba muy desdibujado, lo cual propiciaba este tipo especulaciones sobre sus habitantes. “Es raro que lo maravilloso exista dentro de los límites de nuestro horizonte: casi siempre nace allí donde no alcanza nuestra vista”, dice Lacarra. Agustín fundamentaba su consideración en dos razones. La primera, de orden teológico, es la universalidad de la salvación: si en las antípodas habitan seres humanos, estos no conocen el evangelio. Pero si algunas personas no conocen el evangelio, entonces la salvación no será universal. La segunda, de tipo físico, dice que nadie ha podido viajar a esas tierras, porque para ello tendría que haber atravesado el ecuador, lo que significaba entrar en las aguas caldas que bullen hasta el punto de calcinar a los barcos.
Enseguida, los partidarios de que la Tierra era plana, Lactancio y Cosmas, encontraron en esta suposición de que las antípodas estaban habitadas un argumento para refutar la idea de que la Tierra no podía ser una esfera: si la Tierra fuera una esfera, los habitantes de las antípodas vivirían con la cabeza abajo y los pies arriba sin precipitarse al vacío, y eso no puede ser, porque esos habitantes estarían viviendo contra la naturaleza, lo cual sería algo irracional.
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Sin embargo, el mismo Macrobio en el Comentario al sueño de Escipión demuestra que es muy razonable creer que en las antípodas habiten seres humanos. “Si entre nosotros consideramos abajo donde está la tierra y arriba donde está el cielo (cosa que solo el decirla nos resulta ridícula), también para ellos arriba será aquello hacia lo que desde abajo levantan los ojos, y nunca podrán caer a las regiones que están sobre ellos. Incluso afirmaría que los menos instruidos entre ellos saben lo mismo a propósito de nosotros y no pueden creer que podamos vivir en el lugar donde estamos, convencidos de que si alguien intenta mantenerse en pie en la región que hay debajo de ellos acabaría cayendo. Sin embargo, ninguno de nosotros ha temido nunca caer al cielo: por tanto, ninguno de ellos caerá hacia arriba; porque hacia la tierra son atraídos todos los graves, por una fuerza que le es propia”.
A pesar de ser esta la idea general que se aceptaba en la Edad Media, si creemos a Umberto Eco, en el siglo XV todavía había quien, como el teólogo Alonso Tostado, que discutía la existencia de habitantes en las antípodas. Pero toda discusión quedó casi zanjada definitivamente cuando a finales de este siglo los portugueses descendieron por la costa occidental africana y rodearon el cabo de Buena Esperanza, y también cuando Magallanes en 1520 atravesó el estrecho que lleva su nombre, a pesar de que Pigafetta en su diario haya escrito que en la Patagonia “se vislumbraron extraños habitantes que dejaban huellas enormes”; pero sobre todo cuando Elcano culminó la vuelta al mundo, sin ver en aquellas tierras opuestas a la suya monstruo alguno sino hombres como ellos, que no caían hacia el cielo, sin ver árboles creciendo hacia abajo, sin ver la lluvia, la nieve y el granizo cayendo de abajo arriba. Los hombres que habían visto en las antípodas no tenían nada de anormal, eran como los de aquí, y como las cosas suceden aquí sucedían también allí.
III
Aquellos dieciocho hombres, de aspecto astroso, medio enfermos, cuyos nombres, salvo el de Elcano, han caído injustamente en el olvido, que llegaron a Sanlúcar de Barrameda en la nao Victoria, fueron los primeros que vieron con sus propios ojos, que demostraron empíricamente, los primeros que supieron de verdad, que la Tierra efectivamente, como se venía creyendo, es una esfera. Pero una esfera mucho más grande de lo que todos los sabios, antiguos y medievales, excepto Eratóstenes, habían dicho. Además, comprobaron que esta esfera estaba rodeada de mar y habitada en toda latitud. Y más aún, supieron con toda seguridad que la esfera se movía, giraba sobre sí misma, dando una vuelta cada veinticuatro horas, cada día, como habían sostenido ya algunos autores antiguos, a los que no se creyó, porque la idea sobre las cosas del cielo que predominó siempre, como algo apodíctico, fue que permanecía inmóvil. Con ellos, lo que antes era algo imaginado, una especulación, se convirtió en un hecho empírico, tan contundente que resultaba incontestable, igual de incontestable que puede resultar la medida que toma el avezado sastre con el metro de la cintura tras haberla ceñido cuidadosamente para elaborar el traje. Lo que antes solo era posible, se convirtió en realidad. Y además, a partir de este viaje, los cartógrafos y cosmógrafos –comenzando por Nuño García de Toreno, Diego Ribero y Juan Vespucio– fueron sustituyendo la imprecisa representación de la Tierra que se tenía hasta entonces, básicamente la que había elaborado Heródoto, por una nueva configuración, ya no sustentada sobre razones teológicas sino geográficas, que es muy parecida a la que tenemos hoy en día, apenas distinta de las imágenes que nos ofrecen los satélites. Gracias a estos hombres, la Tierra no volverá a ser como antes. Por primera vez, en el mundo todo está en su sitio, ajustado a la realidad.
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También esto es un hecho de experiencia, un hecho histórico, plenamente documentado, que sin embargo en la historia de la ciencia ha pasado desapercibido, o al menos mínimamente se ha tenido en cuenta. Un hecho que fue realizado no solo por marineros españoles –aunque la mayoría sí eran españoles– sino también por marineros portugueses, italianos, franceses, flamencos y también por un marinero inglés. Aunque el peso de este hecho recayó en el portugués Magallanes más que en Elcano, la empresa que lo llevó a cabo, sin embargo, fue íntegramente española. Por esta razón, no es justo pasar por alto, como se ha venido haciendo, la contribución que los españoles, o mejor, los ibéricos –aquellos cosmógrafos y cartógrafos españoles y portugueses de principios del siglo XVI– hicieron a la revolución científica.
Al contrario, habría que defender, para ser justos, que en esta revolución jugaron un papel importante los viajes oceánicos, sobre todo ese primer viaje alrededor del mundo, de cuyos descubrimientos sobre la Tierra se beneficiaron los cosmógrafos y cartógrafos ibéricos. Estos cosmógrafos y cartógrafos, gracias a esos descubrimientos, reunieron los conocimientos cosmográficos y cartográficos más avanzados de entonces. Y se puede decir, sin temor equivocarse, que estos conocimientos constituyeron el primer socavamiento serio de la concepción del mundo que tenían los antiguos y seguían teniendo básicamente los medievales, y por ende, también, el primer cimiento que tenemos ahora del mundo.
“Un tercer fenómeno digno de mención es aquel desbordamiento del espíritu, aquel afán del hombre por conocer la tierra. El espíritu caballeresco de los heroicos nautas portugueses y españoles encontró un nuevo camino hacia las Indias Orientales y descubrió América. (…) El hombre averiguó que la tierra era redonda, o sea, algo cerrado para él. (…) Estos tres hechos, la llamada restauración de las ciencias, el florecimiento de las bellas artes y el descubrimiento de América y del camino de las Indias Orientales, son comparables a la aurora que tras largas tormentas anuncia de nuevo por vez primera un bello día. Este día es el día de la universalidad, que irrumpe al fin, después de la luenga y pavorosa noche de la Edad Media”. (Hegel. Lecciones sobre la filosofía de la historia universal)
Introducción
Como el viaje de Colón, el viaje de Magallanes y Elcano, fue un viaje militar, misionero y, ante todo, comercial, más aún, gastronómico. No obstante, eso no impidió que fuera también un viaje científico, aunque, eso sí, sin pretenderlo en absoluto. Lo que lo hizo científico fue principalmente el haber conseguido dar por primera vez la vuelta al mundo.
Este viaje, sumamente largo y lleno de peligros, además de extremadamente penoso, se hizo con la pretensión de tomar posesión de las islas del Maluco, de evangelizar a sus gentes y a las de las tierras con las que se topasen, y de obtener en esas islas perfumes y perlas, pero sobre todo clavo, según señala Pigafetta, su cronista, y otras especias, como pimienta, canela o nuez moscada, que en Europa se pagaban a precio de oro. Pero en ningún caso se buscó la circunnavegación de la Tierra. Si se hizo, fue faltando al primer asiento de las órdenes regias, que mandaba regresar a España de las islas Molucas no por el hemisferio luso, por donde regresó la nao Victoria, aunque siguiendo un derrotero distinto al derrotero índico que habitualmente tomaban los portugueses, para así evitar ser detenida o capturada por estos, sino por el mismo camino por donde se había venido, por el camino del Pacífico, sin entrar en los dominios de Portugal, como posteriormente lo intentó la nao Trinidad, la capitana, una vez reparada y carenada, sin conseguirlo.
Sin embargo, es este inesperado carácter científico lo que principalmente ha hecho que este viaje haya pasado a la historia, y con él, el hombre que lo culminó, Juan Sebastián Elcano. Su importancia científica se advirtió ya desde el mismo momento en España, y por eso el rey Carlos I le concedió a Elcano un escudo de armas coronado con un globo terráqueo ilustrado con la leyenda en latín Primus circumdedisti me, que significa “el primero que me rodeaste”. Sí, precisamente por esto, el viaje de Magallanes y Elcano es recordado, aunque siempre en un grado mucho menor de lo que le corresponde.
Este viaje alrededor del mundo fue científico porque permitió conocer empíricamente algunas cosas sobre la Tierra de las que a partir de entonces ya no habrá razón para dudar, y de hecho, al menos, ningún científico importante lo hará. Este nuevo conocimiento sobre la Tierra implicó como mínimo dos consecuencias científicas. Una, la confirmación empírica de una idea sobre la Tierra: la Tierra es redonda. Otra, la refutación empírica de tres ideas también sobre la Tierra: la idea de que la Tierra es mucho más pequeña de lo que realmente es, la idea de que la Tierra es inmóvil y la idea de que en las antípodas de la Tierra no habitan seres humanos.
I
La primera vuelta al mundo confirmó empíricamente la idea de que la Tierra no es plana sino redonda como una esfera. Lo nuevo no fue esta idea, sino el que esta idea haya sido demostrada empíricamente. Es cierto que en la Antigüedad, Eratóstenes de Cirene, geógrafo griego del siglo III a. C., ya había demostrado matemáticamente que la Tierra es redonda, al medir su circunferencia con un margen de error mínimo, casi despreciable; pero hasta que Elcano no la rodeó, palmo a palmo, no se supo de manera práctica y operativa que era realmente redonda. Solo hasta entonces esta idea de que la Tierra es redonda como una pelota no fue un hecho de experiencia. Con esto, a partir de entonces ya no resultaba razonable dudar de la esfericidad de la Tierra.
No fue nueva esta idea, porque en el siglo XV y XVI, en la era de los primeros grandes descubrimientos geográficos, casi todos los cosmógrafos y cartógrafos daban por hecho que la Tierra era redonda. Incluso entre los mismos marineros, a pesar de todas la leyendas terribles que circulaban sobre el océano Atlántico, como que si se navegaba hacia el oeste de este océano llegaba un momento en que ese mar plano como la Tierra se acababa y los barcos se precipitaban hacia un vacío que nadie sabía qué era, había algunos que ya desde la Antigüedad también lo pensaban basándose en la observaciones cotidianas. Casi todos los días que navegaban podían ver cómo los detalles de la costa o los mástiles de otros barcos iban gradualmente surgiendo o hundiéndose en el horizonte con la distancia, según se fueran acercando o alejando. De hecho, esta idea de que la Tierra es redonda fue el fundamento principal del proyecto de Magallanes, como lo había sido del de Colón, quien también había pretendido llegar por el poniente a las islas de la Especiería, solo que tuvo la mala suerte de encontrarse con el continente americano, que le cerró el paso. Cuando Elcano acabó esta primera circunnavegación del mundo en 1522, no fue necesario proclamar a los cuatro vientos que la Tierra era redonda, porque apenas había nadie en ese momento que se cuestionara la forma de la Tierra: si era redonda como una esfera o plana como un plato. Casi todo el mundo daba por hecho que era redonda, aunque el Bosco, quizá influido por una lectura literal de la Biblia, en 1505 haya dibujado una Tierra plana en el exterior de su tríptico El jardín de las delicias.
Los cosmógrafos y cartógrafos de entonces, lo mismo que Colón y Magallanes, y tantos otros navegantes, tomaron esta idea de los libros de los sabios de la Antigüedad y de la Edad Media. No obstante, existe la idea, socialmente aceptada, en este siglo XXI, de que durante la Antigüedad y la Edad Media se creía de manera generalizada que la Tierra era plana, incluso hay quien piensa todavía ahora que en la época de Colón había algunas personas que ponían en duda que la Tierra fuera redonda. Incluso, según el historiador Jeffrey Burton Russell, “muchos libros autorizados de historia de la astronomía que todavía se estudian en las escuelas afirman que la Edad Media no tuvo conocimientos de Ptolomeo y que la teoría de Cosmas fue la que dominó hasta el descubrimiento de América”. Ptolomeo concebía la Tierra redonda; en cambio, para Cosmas era plana como el Arca de la Alianza, un paralelogramo encerrado por cuatro océanos.
Esto se debió a que ya algunos historiadores del siglo XIX difundieron esta idea de que en los siglos pasados se había creído que la Tierra era plana. Entre esos historiadores, se encuentra Washington Irving, que en su obra La vida y viajes de Cristóbal Colón defendió que en la Edad Media la mayoría de la gente pensaba que la Tierra era plana porque los marineros tenían miedo de caer más allá del borde del mundo. Una idea que posteriormente también popularizaron los historiadores de finales del XIX y principios del XX influidos por la aceptación que se estaba produciendo entonces de la teoría de la evolución. Para algunos historiadores actuales, como Stephen Jay Gould, Ronald Numbers y sobre todo Jeffrey Burton Russell, la teoría de la evolución transformó la mente de los hombres en el sentido de que hizo ver el pasado –la Antigüedad y la Edad Media– como una época de precariedad intelectual en la que de la misma manera que se creía que el hombre procedía de Adán y Eva también se creía que Tierra era plana.
Pero esa idea es falsa. En la Antigüedad el hombre ya sabía que vivía en un planeta redondo como una esfera. Pitágoras fue el primero que sostuvo que la Tierra es una esfera. Fue en el siglo VI a. C. y lo argumentó de esta manera: puesto que los cuerpos celestes son divinos, son perfectos; y como las figuras geométricas perfectas son la esfera y el círculo por ser simples y homogéneas, tienen que ser esféricos. Entonces, la Tierra, como es igual que los demás cuerpos celestes, ha de ser también una esfera. Aunque algunos presocráticos, como Tales de Mileto y los pitagóricos, creían que la Tierra era plana, casi todos ellos eran partidarios de una Tierra redonda, y después del siglo V a. C. ningún filósofo griego importante puso en duda esto. Aristóteles, que sacralizó la esfera, argumentó que la Tierra no podía ser plana porque los viajeros que viajan hacia el sur veían las constelaciones de ese hemisferio subir su posición en el horizonte y que en los eclipses la sombra que la Tierra proyecta sobre la Luna no tiene forma de elipse, como la tendría si fuera plana, sino que es circular. Eratóstenes, en el 240 a. C., como ya se ha indicado, al medir la circunferencia de la Tierra, demostró matemáticamente que esta era una esfera. En el siglo II a. C. Crates de Malos construyó un globo terráqueo. El historiador Plinio el Viejo, en su Historia Natural, escrita en el año 74 d. C., apostilla que todos los hombres del mundo están de acuerdo con la idea de que la Tierra tiene forma esférica. Un poco después, en el siglo II d. C., Ptolomeo en el Almagesto afirma que la Tierra es una esfera arguyendo que cuando se navega hacia una montaña, esta se va elevando del mar, porque está oculta por la superficie curva del agua. De este mismo siglo es el Atlas Farnesio, cuyo autor es desconocido. Se trata de la primera representación escultórica de la Tierra, donde la Tierra es representada no como un disco plano sino como una esfera, soportado en la espalda por el titán Atlas. Y en el siglo IV, ya tocando el fin de la Antigüedad, el enciclopedista Macrobio, en su Comentario al sueño de Escipión, describió la Tierra como un globo pequeñísimo en comparación con el resto del universo.
El cristianismo, tanto en la Antigüedad como en la Edad Media, también aceptó que la Tierra es redonda. Es cierto que la Biblia deja entrever que la Tierra es plana, pues, por ejemplo, en Daniel 4:11, se dice que “crecía este árbol y su copa llegaba hasta el cielo, y se le alcanzaba a ver desde todos los confines de la Tierra”, y que varios autores cristianos –Lactancio (245-325), Cirio de Jerusalén (315-386), Juan Crisóstomo (344-408) y, sobre todo, el moje Cosmas Indicopleustes, quien en el siglo VI, escribió en su Topografía Cristiana que el Arca de la Alianza representaba el universo y que por lo tanto la Tierra era plana como un paralelogramo encerrado por cuatro océanos–, convencidos de que las Sagradas Escrituras eran la fuente del conocimiento del mundo y de que estas había que tomarlas literalmente, se opusieron a admitir que la Tierra era redonda. Pero estos autores fueron corregidos inmediatamente por otros autores cristianos, como Basilio el Grande, Ambrosio Aureliano y Agustín de Hipona. Este último, en un comentario a Libro del Génesis, se refirió a la Tierra como “la mole esférica y acuosa que tiene el día por un lado con la presencia de la luz, y la noche por el otro con su ausencia”. Además, la escasez de referencias a sus ideas sobre la Tierra plana en los escritos medievales posteriores indica la escasa influencia que tuvieron estos autores. Así, Umberto Eco en su obra Historia de las tierras lejanas y lugares legendarios afirma, refutando lo que dicen esos libros de texto de los que habla el historiador Burton Russell, que “el texo de Cosmas (Topografía Cristiana), escrito en griego (lengua que en la Edad Media cristiana solo conocían algunos pocos traductores interesados en filosofía aristotélica), no se dio a conocer en el mundo occidental hasta 1706 y se publicó en inglés en 1897. Ningún autor medieval lo conocía”.
No cabe duda de que la mayoría de los pensadores, cristianos o no, de toda la Edad Media sostenía que la Tierra tenía forma esférica. Esto se puede ver en La consolación de la filosofía de Boecio (480-524), en las Etimologías de Isidoro de Sevilla (560-636), en el El devenir del tiempo de Veda el Venerable (672-735), en el Elucidarium de Honorio de Autun (1080-1153), en la General Estoria de Alfonso X el sabio (1221-1284) y en la Suma teológica de Tomás de Aquino (1225-1274). En la Suma se puede leer que “tanto el astrónomo como el físico pueden concluir que la Tierra es redonda”. Por si esto no fuera suficiente, el Codex Vindobensis, Biblia francesa del siglo XIII, contiene grabados en los que se ve a Dios dándole forma esférica a una masa de materia amorfa y primigenia. Está claro, Dios no había creado un disco plano sino una esfera perfecta. Y en el libro Tratado de la Esfera de Sacrobosco (1195-1256), que fue el tratado de astronomía más importante de la Edad Media y de lectura obligatoria para los estudiantes de todas las universidades europeas, se describe el mundo como una esfera. Incluso Dante en la Divina Comedia presenta a la Tierra de forma esférica. Otra prueba, en este caso gráfica, es el globo crucífero: una joya que representa un globo terráqueo rematado con una cruz y que simboliza el dominio de Cristo sobre la Tierra. Se usaba en la coronación de los emperadores durante la Edad Media para significar que Dios concedía al emperador, como su vicario, el poder que Él tenía sobre la Tierra. Seguramente, ya desde el siglo VIII ningún cosmógrafo se atrevía a cuestionar la esfericidad de la Tierra. Hasta los altos cargos de la iglesia católica también aceptaban que la Tierra era una esfera, como se prueba al adquirir el cardenal Alejandro Farnesio a principios del silgo XVI ese Atlas que por ello llevaría su nombre.
Pero esto no solo era así en el mundo cristiano, también lo era en el mundo musulmán. Pues los eruditos musulmanes, salvo alguna excepción, como as-Suyuti a principios del siglo XVI, también aceptaron esta idea de que la Tierra es una esfera, y los matemáticos se sirvieron de ella para desarrollar una trigonometría esférica con el fin de determinar la dirección hacia la que se debía rezar y para calcular la distancia más corta entre La Meca y cualquier otro lugar de la Tierra.
Por último, tanto la cosmología de Aristóteles como la astronomía de Ptolomeo, que desde los siglos XII y XIII hasta Copérnico dominaron todo el ámbito del saber relacionado con los cuerpos celestes, contenían una Tierra esférica, no plana.
Como se ve, son numerosas las pruebas que hay de que en la Antigüedad y en la Edad Media casi todo el mundo ya pensaba que la Tierra era una esfera. Sin embargo, hasta que no se rodeó de manera efectiva y no se confirmó empíricamente que era una esfera, no se disolvió la distinción Oriente-Occidente, válida solo en el plano; no se supo a ciencia cierta que yendo hacia el occidente se puede venir por el levante y, viceversa, que marchando por el oriente se puede volver por el poniente, como hizo Martín Ignacio de Loyola, el primero en realizar la doble vuelta; ni cayó esa vieja idea de que hay un centro u ombligo (el omplalós era Jerusalén o Roma) y un fin de la Tierra (finis terrae). Solo entonces, aparece la primera globalización de la historia. Sin duda, esto fue un gran paso de lo antiguo a lo moderno. Y lejos de ser una hipérbole es una realidad eso que dice el poeta italiano Ariosto de que en el imperio español, tras la anexión de Portugal en 1580, no se puede poner el sol, porque los límites del mundo se confunden con los límites de este imperio. Con ello, no obstante, se genera un problema capital entre Portugal y España, que es el problema de determinar el antimeridiano, no previsto en el Tratado de Tordesillas, cuando en 1494 estas potencias establecieron sobre el plano del mapa el meridiano, y que se resolverá provisionalmente en 1529 con el Tratado de Zaragoza, un tratado menos conocido.
II
Pero, al rodear la Tierra, esta es medida, y por primera vez se conoce su verdadero tamaño. Con esto, por una parte, también se confirma empíricamente que es tan grande como Eratóstenes había demostrado matemáticamente que era; pero, por otra, se refuta, también empíricamente, la idea que tenían casi todos los cosmógrafos antiguos y medievales, influidos por Ptolomeo, de que la circunferencia de la Tierra es mucho menor de lo que es en realidad.
No cabe duda de que el proyecto de Magallanes, como el de Colón, se basó en un dato verdadero y en un dato equivocado. El dato verdadero es que la Tierra es una esfera y el dato equivocado es que el tamaño de esta esfera es mucho menor de lo que realmente es.
Para Colón la Tierra no podía ser tan grande como en realidad era porque estaba convencido de que el océano Atlántico solo tenía 1125 leguas de anchura y que en la otra orilla sus aguas bañaban la tierra de las Indias Orientales. En cambio, los cosmógrafos portugueses, y posteriormente también los españoles, cifraron la anchura de este océano entre Europa y Asia en más del doble, exactamente en 2495 leguas. Con todo, se quedaron muy cortos. En este aspecto de la dimensión de la Tierra, los cosmógrafos también se fiaron de Ptolomeo y tomaron esta medida de la Geografía, donde este científico estableció unas dimensiones del tamaño de la Tierra muy inferiores a las reales. Ptolomeo cometió este error porque se basó en las estimaciones de Posidonio, filósofo, astrónomo y geógrafo griego del siglo II y I a. C., y de Marino de Tiro, geógrafo y cartógrafo fenicio del siglo I y II d.C. En cambio, no se hubiera equivocando, o al menos no se hubiera equivocado tanto, si hubiera tenido en cuenta el cálculo de Eratóstenes, quien, como ya se ha indicado, en el siglo III a. C. había conseguido medir la circunferencia de la Tierra con tan solo un error de 1,5%.
Además, Colón se ratificó en su concepción del tamaño de la Tierra cuando constató que su flota, como llevada en volandas por los vientos alisios, solo había tardado cinco semanas en llegar a las supuestas Indias. Y posteriormente, se reafirmó aún más en esta concepción, cuando vio que su segundo viaje lo había hecho todavía en menos tiempo, en tres semanas, si bien, no desde la península sino desde Canarias. El marino genovés pudo haber razonado así: si las Indias, las tierras lejanas a las que había llegado Marco Polo, estaban tan cerca de la costa oeste de Europa y la Tierra era redonda, esta no podía ser muy grande, menos aún de lo que había dicho Ptolomeo.
Con esto, y sobre todo con el dato de que el marino portugués Vasco de Gama había tardado nada menos que diez meses en llegar a la India navegando peligrosamente contra vientos y corrientes desfavorables, “parecía que Castilla le había ganado la partida a Portugal en abrir una ruta corta y segura hacia las Indias”.
Sin embargo, la Tierra de Magallanes era mayor que la Tierra de Colón, puesto que para entonces ya se sabía que este, aunque él nunca lo admitiera, no había llegado a las Indias sino que se había tropezado con un nuevo continente. Más grande sí, pero en ningún caso nunca tan grande, como más tarde, al final del viaje, comprobó Elcano. Pensó que no podía ser tan grande porque estaba persuadido de que las islas de la Especiería si estaban más allá de la India no debían de estar muy lejos del nuevo territorio americano y de que la costa oeste americana estaba bañada por el mar Índico, que no era otro que el mar del Sur que había descubierto en Panamá Vasco Núñez de Balboa en 1513.
Magallanes convenció a Carlos I de su empresa principalmente con tres razones. La primera, que la ruta hacia el oeste era posible, estaba basada en la existencia de un paso por el continente americano que comunicaba el Atlántico con el Índico. En cambio, las otras dos, que esta ruta del oeste era más corta y que las islas Molucas debían de estar en la parte española del mundo que había fijado el Tratado de Tordesillas, se fundamentaban precisamente en esta concepción de que Tierra era mucho más pequeña de lo que luego resultó ser realmente.
Pero en cuanto se pasó el estrecho, posteriormente llamado el estrecho de Magallanes, ese mundo pequeño de Colón, el del mismo Magallanes, el de los cosmógrafos de finales del siglo XV y principios del XVI, el de Ptolomeo y Aristóteles, y el de otros geógrafos antiguos, excepto el de Eratóstenes, se desmoronó. Se desmoronó porque se descubrió que había un mar entre América y Asia, que no era el mar Índico, como se pensaba, sino un océano totalmente desconocido para Europa, al que llamaron el océano Pacífico, por lo calmadas que estaban sus aguas, que este mar era tan enorme que ocupaba nada menos que los dos tercios de la superficie del Planeta, y que, como consecuencia, esas islas a donde se dirigían, las islas Molucas, estaban muchísimo más alejadas del continente americano de lo que se había supuesto, incluso pudiera ser que en la parte portuguesa. En cambio, se alzó el mundo de Eratóstenes, un mundo casi igual al nuestro, como después comprobó Elcano.
Con esta circunnavegación, también se refutó empíricamente la idea de que la Tierra es inmóvil. A partir de entonces, ya no era posible negar la idea de que la Tierra se movía.
Pero esta idea de que la Tierra se movía tampoco fue una idea nueva. En la misma Antigüedad ya había habido algunos autores que habían defendido el movimiento de la Tierra. El pitagórico Filolao en el siglo V a. C. sostuvo la existencia de un fuego central alrededor del cual giraban el cielo de las estrellas fijas, los cinco planetas, el Sol, la Luna y la Tierra. Posteriormente, en la segunda mitad del siglo IV a. C., Heráclides de Ponto, al problema que había planteado Platón de determinar el movimiento uniforme y regular de los planetas, dio en Atenas una solución muy distinta a la que había dado Eudoxo, y también Aristóteles: los planetas Venus y Mercurio giran alrededor del Sol y no de Tierra, y esta, rota cada día sobre su propio eje, haciendo que parezca que quien gira diariamente es el cielo estrellado. Sabemos por Arquímedes que, un poco más tarde, en el siglo III a. C., Aristarco de Samos propuso la “hipótesis de que las estrellas fijas y el Sol permanecen inmóviles y que la Tierra gira alrededor del Sol trazando un círculo y siendo el Sol el centro de su órbita”.
No obstante, esta no fue la idea predominante en la astronomía de la Antigüedad y de la Edad Media. De hecho, la idea de que la Tierra era inmóvil se había convertido en un axioma, tanto en la cosmología de Aristóteles como en la Astronomía de Ptolomeo, los dos saberes que, como ya se ha referido, habían acabado ocupando todo el ámbito de conocimientos sobre las cosas celestes de finales del Medievo. La cosmología de Aristóteles, ligeramente remodelada con algunos elementos cristianos, nos decía cómo era el mundo, explicaba las cosas, pero era incapaz de predecir nada. En cambio, la astronomía de Ptolomeo tan solo pretendía predecir, salvar los fenómenos, sin importarle en absoluto cómo fuera la realidad. En el estudio de las cosas del cielo, al aceptar a la vez la cosmología de Aristóteles y la astronomía de Ptolomeo, se originó una esquizofrenia intelectual.
No obstante, esta esquizofrenia, o sea, esta separación entre la explicación cosmológico-teológica y la predicción astronómico-matemática, permitió a los estudiosos del siglo XIV y comienzos del siglo XV explorar minuciosamente esta predicción astronómico-matemática, exponiendo sus ideas más audaces, siempre como hipótesis, nunca como representaciones de la realidad, sin dejar de asentir a la explicación cosmológico-teológica, esto es, sin comprometer su fe. Entre esos estudiosos se encuentran Oresme y Buridán, ambos pertenecientes a la escuela de físicos de París. Así examina Oresme la suposición de que la Tierra se mueve: “Afirmo, por tanto, que si la más alta (o celeste) de las dos partes del universo mencionadas más arriba se moviese hoy con un movimiento diurno, tal como ocurre, mientras que la parte inferior (o terrestre) permaneciese en reposo, y mañana, por el contrario, se moviese diurnamente la parte inferior, mientras que la otra, o sea, los cielos, permaneciese en reposo, seríamos incapaces de notar ningún cambio, sino que todo parecería igual hoy y mañana”. En este pasaje, Oresme no defiende que la Tierra se mueva realmente, sino que si se moviese, “…todo parecería igual hoy y mañana”. De esta manera, a finales del Medievo, el movimiento de la Tierra era ya, al menos, una posibilidad lógica, solo que Dios no quiso darle la existencia, hacerla realidad.
Pues bien, la vuelta al mundo del Elcano refutó este axioma, porque demostró empíricamente que la Tierra da una vuelta diaria sobre su propio eje, y esa hipótesis, esa mera posibilidad, nunca un hecho, del movimiento de rotación de la Tierra de Oresme, aunque seguramente con sospechosos matices cosmológicos, se convirtió en una realidad, en un hecho ya incuestionable contra el que no deberían haber valido los argumentos de autoridad. Ya entonces, se podría haber hablado no de si la Tierra se moviese… sino de que realmente la Tierra se mueve. Efectivamente, Dios había querido que esa posibilidad lógica de movimiento de la Tierra tuviera existencia, fuera real.
Los marineros de la nao Victoria se dieron cuenta de ello veinte años antes de que lo dijera Copérnico en su famosa obra De rebolutionibus, precedida como precaución del prólogo de Osiander, y casi un siglo antes de que lo demostrara Galileo. Esto ocurrió cuando llegaron a las islas de Cabo Verde. Ese día en los diarios de a bordo de Pigafetta y Francisco Albo figura que es miércoles, pero los portugueses de la isla de Santiago les aseguran que es jueves, lo cual les hizo caer en la cuenta de que la Tierra, recién rodeada, no solo es esférica, sino que también gira sobre sí misma diariamente en el sentido de este-oeste. El propio Pigagetta lo explica de esta manera: “habiendo navegado siempre al occidente, siguiendo el curso del sol, al volver al mismo sitio teníamos que ganar veinticuatro horas; basta con reflexionar para convencerse”. Se trata de lo siguiente: si la Tierra permaneciese inmóvil, y fuera el resto del universo el que girase a su alrededor, no se produciría tal retraso respecto al Sol. Este hecho, que explica magistralmente el cronista italiano, los españoles de aquella época lo reflexionaron y lo comprendieron perfectamente, y prueba de ello es el experimento imaginario que hace Pedro Mártir de Anglería (1457-1526) en su obra Décadas del Nuevo Mundo, escrita ente 1494 y 1525: “Del mismo modo, si ambas flotas, digo la castellana y la portuguesa, zarparan de las Gorgonas (Cabo Verde) en un mismo día, y navegaran, la castellana al Occidente, la portuguesa al Oriente, volviendo popas contra popas, y en el mismo espacio de tiempo regresaran por estas opuestas vías en un mismo instante a las Gorgonas, si aquel día era jueves en estas, para los castellanos que habrían consumido un día entero teniendo los días más largos, sería miércoles, mas para los portugueses a quien le sobraría un día por haberlos tenido cortos, el mismo día sería viernes”.
No hay excusas que valgan, es un hecho que los dieciocho tripulantes de esta nao Victoria fueron los primeros que constataron de manera física, los primeros que experimentaron en sus propias carnes, que la Tierra, además de ser redonda y mucho más grande de lo que se había pensado, también se movía.
Por último, también es un hecho empírico que estos marineros refutaron definitivamente la idea de que en las antípodas de la Tierra no habitan seres humanos.
La palabra antípoda es una palabra griega que etimológicamente significa pie opuesto: el que tienen los pies opuestos a los de otro. Aparece por primera vez en el Timeo de Platón y con ella se designaba a las tierras y sus habitantes que estaban al otro lado de lo que se llamaba ecúmene. Con el término ecúmene se designa el conjunto de tierras que se conocían en la Antigüedad y en la Edad Media, esto es, las tierras de Europa, algunas de Asia y las del norte de África, que se las ubicaba en el hemisferio norte de la esfera. Esas tierras habitadas. A las antípodas, otros autores, como Aristóteles y Eratóstenes, le dieron el nombre de terra australis ignota. En fin, las antípodas, situadas en la zona austral, se hallaban diametralmente opuesto al ecúmene. Se trata de las tierras que están al otro lado del mundo.
En el momento en que se admite que la Tierra es redonda, la pregunta por las antípodas se hace inevitable: cómo eran esas tierras, si estaban habitadas, y si estaban habitadas, cómo eran sus habitantes. Puesto que en la Grecia clásica, como se ha visto, se comenzó a creer que la Tierra era esférica, este problema existe desde entonces. Por lo general, en la Antigüedad y en la Edad Media se creía en la existencia de las antípodas. El problema que se planteaba era si estaban o no estaban habitadas y, si estaban habitadas, cómo eran esos habitantes. En el siglo II a. C. Crates de Malos, según Umberto Eco, “suponía que los continentes meridionales (las antípodas) estaban habitados pero que no eran accesibles desde nuestras Tierras”. Por lo general los doctos, como Agustín de Hipona, consideraban que estas tierras estaban habitadas no por seres humanos sino por seres extravagantes, anormales. Su extravagancia consistía en ser contrarios a los del hemisferio norte, incluso, para algunos autores, eran seres pegados literalmente a sus suelas, como si a cada hombre de ecúmene le correspondiese otro de las antípodas. Los mapas de entonces reflejaban el hemisferio norte, mientras que el sur, como no se conocía, quedaba muy desdibujado, lo cual propiciaba este tipo especulaciones sobre sus habitantes. “Es raro que lo maravilloso exista dentro de los límites de nuestro horizonte: casi siempre nace allí donde no alcanza nuestra vista”, dice Lacarra. Agustín fundamentaba su consideración en dos razones. La primera, de orden teológico, es la universalidad de la salvación: si en las antípodas habitan seres humanos, estos no conocen el evangelio. Pero si algunas personas no conocen el evangelio, entonces la salvación no será universal. La segunda, de tipo físico, dice que nadie ha podido viajar a esas tierras, porque para ello tendría que haber atravesado el ecuador, lo que significaba entrar en las aguas caldas que bullen hasta el punto de calcinar a los barcos.
Enseguida, los partidarios de que la Tierra era plana, Lactancio y Cosmas, encontraron en esta suposición de que las antípodas estaban habitadas un argumento para refutar la idea de que la Tierra no podía ser una esfera: si la Tierra fuera una esfera, los habitantes de las antípodas vivirían con la cabeza abajo y los pies arriba sin precipitarse al vacío, y eso no puede ser, porque esos habitantes estarían viviendo contra la naturaleza, lo cual sería algo irracional.
Sin embargo, el mismo Macrobio en el Comentario al sueño de Escipión demuestra que es muy razonable creer que en las antípodas habiten seres humanos. “Si entre nosotros consideramos abajo donde está la tierra y arriba donde está el cielo (cosa que solo el decirla nos resulta ridícula), también para ellos arriba será aquello hacia lo que desde abajo levantan los ojos, y nunca podrán caer a las regiones que están sobre ellos. Incluso afirmaría que los menos instruidos entre ellos saben lo mismo a propósito de nosotros y no pueden creer que podamos vivir en el lugar donde estamos, convencidos de que si alguien intenta mantenerse en pie en la región que hay debajo de ellos acabaría cayendo. Sin embargo, ninguno de nosotros ha temido nunca caer al cielo: por tanto, ninguno de ellos caerá hacia arriba; porque hacia la tierra son atraídos todos los graves, por una fuerza que le es propia”.
A pesar de ser esta la idea general que se aceptaba en la Edad Media, si creemos a Umberto Eco, en el siglo XV todavía había quien, como el teólogo Alonso Tostado, que discutía la existencia de habitantes en las antípodas. Pero toda discusión quedó casi zanjada definitivamente cuando a finales de este siglo los portugueses descendieron por la costa occidental africana y rodearon el cabo de Buena Esperanza, y también cuando Magallanes en 1520 atravesó el estrecho que lleva su nombre, a pesar de que Pigafetta en su diario haya escrito que en la Patagonia “se vislumbraron extraños habitantes que dejaban huellas enormes”; pero sobre todo cuando Elcano culminó la vuelta al mundo, sin ver en aquellas tierras opuestas a la suya monstruo alguno sino hombres como ellos, que no caían hacia el cielo, sin ver árboles creciendo hacia abajo, sin ver la lluvia, la nieve y el granizo cayendo de abajo arriba. Los hombres que habían visto en las antípodas no tenían nada de anormal, eran como los de aquí, y como las cosas suceden aquí sucedían también allí.
III
Aquellos dieciocho hombres, de aspecto astroso, medio enfermos, cuyos nombres, salvo el de Elcano, han caído injustamente en el olvido, que llegaron a Sanlúcar de Barrameda en la nao Victoria, fueron los primeros que vieron con sus propios ojos, que demostraron empíricamente, los primeros que supieron de verdad, que la Tierra efectivamente, como se venía creyendo, es una esfera. Pero una esfera mucho más grande de lo que todos los sabios, antiguos y medievales, excepto Eratóstenes, habían dicho. Además, comprobaron que esta esfera estaba rodeada de mar y habitada en toda latitud. Y más aún, supieron con toda seguridad que la esfera se movía, giraba sobre sí misma, dando una vuelta cada veinticuatro horas, cada día, como habían sostenido ya algunos autores antiguos, a los que no se creyó, porque la idea sobre las cosas del cielo que predominó siempre, como algo apodíctico, fue que permanecía inmóvil. Con ellos, lo que antes era algo imaginado, una especulación, se convirtió en un hecho empírico, tan contundente que resultaba incontestable, igual de incontestable que puede resultar la medida que toma el avezado sastre con el metro de la cintura tras haberla ceñido cuidadosamente para elaborar el traje. Lo que antes solo era posible, se convirtió en realidad. Y además, a partir de este viaje, los cartógrafos y cosmógrafos –comenzando por Nuño García de Toreno, Diego Ribero y Juan Vespucio– fueron sustituyendo la imprecisa representación de la Tierra que se tenía hasta entonces, básicamente la que había elaborado Heródoto, por una nueva configuración, ya no sustentada sobre razones teológicas sino geográficas, que es muy parecida a la que tenemos hoy en día, apenas distinta de las imágenes que nos ofrecen los satélites. Gracias a estos hombres, la Tierra no volverá a ser como antes. Por primera vez, en el mundo todo está en su sitio, ajustado a la realidad.
También esto es un hecho de experiencia, un hecho histórico, plenamente documentado, que sin embargo en la historia de la ciencia ha pasado desapercibido, o al menos mínimamente se ha tenido en cuenta. Un hecho que fue realizado no solo por marineros españoles –aunque la mayoría sí eran españoles– sino también por marineros portugueses, italianos, franceses, flamencos y también por un marinero inglés. Aunque el peso de este hecho recayó en el portugués Magallanes más que en Elcano, la empresa que lo llevó a cabo, sin embargo, fue íntegramente española. Por esta razón, no es justo pasar por alto, como se ha venido haciendo, la contribución que los españoles, o mejor, los ibéricos –aquellos cosmógrafos y cartógrafos españoles y portugueses de principios del siglo XVI– hicieron a la revolución científica.
Al contrario, habría que defender, para ser justos, que en esta revolución jugaron un papel importante los viajes oceánicos, sobre todo ese primer viaje alrededor del mundo, de cuyos descubrimientos sobre la Tierra se beneficiaron los cosmógrafos y cartógrafos ibéricos. Estos cosmógrafos y cartógrafos, gracias a esos descubrimientos, reunieron los conocimientos cosmográficos y cartográficos más avanzados de entonces. Y se puede decir, sin temor equivocarse, que estos conocimientos constituyeron el primer socavamiento serio de la concepción del mundo que tenían los antiguos y seguían teniendo básicamente los medievales, y por ende, también, el primer cimiento que tenemos ahora del mundo.