Javier Huerta
Sábado, 05 de Octubre de 2019

Unamuno entre nosotros / 1

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Es mérito de Alejandro Amenábar haber puesto en el primer plano de la actualidad a don Miguel de Unamuno, el gran escritor, el incomprendido poeta, el originalísimo novelista, el todavía por descubrir dramaturgo y, sobre todas esas facetas, el enorme pensador, el vehemente y pasional ‘excitator Hispaniae’, como lo llamara el filólogo alemán Ernst Robert Curtius. Es la ventaja del cine sobre la literatura: llegar a más gente, encender la polémica, no siempre rigurosa… Poca cosa, sin embargo, si esta popularidad circunstancial no va acompañada de lo verdaderamente importante para la memoria de un escritor y su lugar en nuestros días, es decir, que se lean sus libros, todavía vigentes, creo, todavía provechosos en esta hora incierta de España.

 

Unamuno es, junto a Ortega y Gasset, nuestro escritor contemporáneo más internacional. Recibió el doctorado honoris causa por varias universidades europeas, entre ellas Grenoble y Cambridge, donde coincidió con Leopoldo Panero, que lo asistió como intérprete durante su estancia en el Reino Unido, en febrero de 1936, pues don Miguel leía y traducía muy bien el inglés pero no lo hablaba con fluidez. Aquel encuentro debió incrementar la admiración del joven poeta astorgano por el viejo rector de Salamanca, cuya ascendencia sobre su obra es clara: por su sentido trágico, por su vivencia dolorida y problemática del sentimiento religioso, por su agónico y contradictorio existir, propio de quien se pregunta por todo y por nada responde, pues desdeña dogmas y seguridades; tan solo duda, y porque duda existe.

 

Las vidas de ambos escritores se cruzarán de nuevo al poco tiempo, esta vez ya con la guerra comenzada, a fines de octubre. Como es archisabido, preso Panero en San Marcos de León, su madre viaja a Salamanca para pedirle a Unamuno intercediera por su hijo cerca del general Franco. Pero acababa de ocurrir el acto del 12 de octubre en el Paraninfo de la Universidad, y el ya destituido rector poco podía hacer. Caído en desgracia, aislado incluso por quienes se consideraban sus amigos, había iniciado ese lento agonizar suyo, que con tanto nervio y rigor ha relatado Luciano G. Egido y que culminará el último día de aquel aciago 1936.

 

Al parecer, el acto del Paraninfo es el motivo impulsor del filme de Amenábar, que cuando escribo estas líneas no he podido ver aún. Materia sin duda apasionante, como lo es la misma guerra civil, que continúa levantando ampollas y suscitando reacciones destempladas, impropias de una sociedad madura y democrática que se aproxima al centenario de aquella tragedia como si no hubieran pasado más que unos cuantos años. El franquismo alimentó una visión maniquea de la guerra acorde con su intención de forjar el tan cacareado espíritu nacional: las ‘hordas marxistas’ por un lado, los benefactores salvadores de la patria, por otro. En el tardofranquismo surgieron por fortuna visiones más ecuánimes tanto por parte de los vencedores como de los vencidos: San Camilo 1936, de Cela, Las últimas banderas, de Lera, la trilogía de Gironella… Después, la Transición, ejemplar, pese a lo que digan tantos indocumentados, por su voluntad de reconciliación: Delirio y destino, de Zambrano, El abrazo, de Genovés, La vaquilla, de Berlanga… El revisionismo de los últimos veinte años, en torno a la impropiamente llamada Memoria histórica, o sea, la realidad de la historia sometida al criterio subjetivo de cada cual, ha propiciado un maniqueísmo similar al de la posguerra solo que al revés: los buenos de entonces son ahora los fachas malísimos, y los rojos, a los que antes pintaban con rabo, se han transformado en criaturas angelicales. Deben superar ya el millar las novelas, obras teatrales y películas que, insultando la inteligencia de lectores y espectadores, reducen la incivil contienda a los términos de un mal western.

 

Por eso, habrá que ver si Mientras dure la guerra consigue superar las miras tan estrechas de sus antecesoras. La figura de Unamuno se lo merece. Y ello porque ni rojos ni azules pueden apropiarse por entero de su actitud y su pensamiento. Convencido de que la tradición espiritual de España, hondamente cristiana, corría riesgo de ser aniquilada por el bolchevismo rampante tras el triunfo del Frente Popular, apoyó sin dudarlo la sublevación de los militares. Indignado al poco por las atrocidades que los nacionales católicos estaban cometiendo contra quienes no pensaban como ellos, se rebeló con igual energía, pues al cabo, como parece declaró en el acto del 12 de octubre, “para vencer había que convencer”. Si algo de este espíritu agónico, contradictorio, equidistante de los hunos y de los hotros, ha sabido recoger Amenábar en su película merecerá la pena haberla visto.

           

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