Ángel Alonso Carracedo
Sábado, 12 de Octubre de 2019

Lo que me cuentan

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Ojos que no ven, corazón que no siente, viejo y conocido dicho con ínfulas de refrán. Pero, imaginar, ¿acaso no es sentir? Astorga no la veo muchos días del año y la siento, jornada a jornada, hora a hora, en las pares y en las nones, a través del acto de pensar. La presencia viva se limita a los días de verano y a algún fin de semana suelto que te dejas caer. El resto es esencia y ansia de percibirla.

 

Pero también presto oídos. Me la susurran Juan Zancuda y Colasa, y en la sencilla geometría de la línea recta, tercia Pedro Mato en los diálogos de mis fantasías,  atento vigilante en las idas y venidas del peregrinaje jacobeo. Recreo y añoranza en comunión.

 

Donde estoy, en una cercana lejanía, la hago espejo de mi rutina. En este octubre amable de muestrario tardío de verano, la concibo, por lo que me cuentan,  como ampliación veraniega de mañana alegre y tarde apacible, reposada; aquella, para vivirla; ésta, para descansarla. Nada, por ahora, se sale de un guión estival, calcomanía de lo vivido allí un par de meses atrás. No está nada mal eso de regatear el otoño y el invierno con el concurso de días claros y luminosos, de los que insuflan vitalidad y optimismo, aclarando la lobreguez de su sino estacional.

 

Mis fuentes me han informado otros años de que el invierno ahí se atavía de cielos negros como velos de luto por la muerte de la luz. Luz que, sin embargo, renacerá fiel a la cita con el calendario, cuando toque, en los plazos fijos de las más largas trayectorias solares, que necesitarán, de nuevo, en giro interminable de noria, de la máscara impenetrable de la noche temprana, para cumplir con las inexorables leyes del calendario.  

 

Me dicen Zancuda y Colasa que su predio, la Plaza Mayor, que presiden desde lo alto del ayuntamiento como ediles perpetuos, en breve abandonará el bullicio de las terrazas. Me puntualizan que ya debería haber pasado el cedazo de algún viento septentrión, pero que Lorenzo está remiso a dejar el calor que hace florecer el bullicio de las terrazas, parcelas veraniegas para ver y ser visto. Me avanzan que la liturgia de las rondas de vino y tapas en camaradería van ya camino de los refugios a sagrado en los adentros del bar.

 

Los maragatos del reloj  me confiesan bisbiseando que el aforo de sus dominios se alarga y ensancha en espacios vacíos, y que ellos, en la tranquilidad nostálgica de su familiar veteranía, saben y asumen que el tiempo pasado fue mejor. Ellos, guardianes del tiempo en lugar que suele pasar despacio, porque las miradas de sus paisanos abarcan, a simple semigiro de nuca, casi todo el entorno de un dominio. En su privilegiado balcón marcan las horas a golpes de mazo en campana, cadencia sonora de templo y lar de Dios, que retumba en los terrenales oídos de turistas y peregrinos.

 

Miran de soslayo, como elevándose sobre sus pies, el contrapuesto Jardín de la Sinagoga, reducto edénico de sombras arbóreas que hace nada han sosegado los ardores de la euforia solar. Centro de quietud combinada con reuniones amistosas y familiares en torno al básico aperitivo de refresco, patatas fritas y aceitunas a elegir entre picantes o rellenas de anchoa. Y nada más ¿para qué? Tristes musitan que ya están cerca los tiempos de una soledad larga y misteriosa, decorado propio para los fenómenos invernales del viento, la lluvia, la alfombra albina de la nieve, y, cuando acontezca, en breve tregua, un sol viejo, débil y melancólico.

 

Pedro Mato toma la palabra. Las andanzas de los peregrinos son su especialidad. Desde los más alto y diáfano de la atalaya catedralicia los divisa  en su trayecto de entrada y salida, descanso mediante. Dice ver bastantes todavía a la luz de este sol animoso d octubre, aún cuarteados de piel, cansinos en la caminata, pero risueños por expectativa de aventura. Se lamenta de que vislumbra la sequía de tránsito, tras la riada veraniega. No acertará a descubrir emociones gestuales, embozados como van, de pies a cabeza, porque el tiempo de los fríos impone los tapados del cuerpo, aunque sin menoscabar las frescuras del alma, cada uno con la suya. Son pocos, pero portan las inquietudes místicas de la aventura a contracorriente de los elementos. Peregrinar en la invernada, me sugiere el oteador, es buscarse uno mismo con más celo y diligencia.

 

Nadie me lo cuenta, lo hago yo sotto voce. Veo con la imaginación el paseo de la muralla, mi residencia de los felices días, abrazado por el totémico Teleno, con sus vientos silbantes y nieves cada vez más exiguas. Lo recorro a golpe de entelequia entreoyendo las conversaciones de las pandillas de jubilados, entre la batallita, la sentencia contundente de viejo de vuelta de todo y el recuerdo de hijos y nietos que dejaron la huella, todavía fresca y risueña, de la reciente estancia y, sin mucho alejarse, el azote doliente del éxodo a otras tierras con más y seguras promesas. Y alcanzo a ver, desde donde estoy, mi casa, cerrada a cal y canto, como para que el frío invernal no penetre, y guarde el calor de presencias que se evaporan.

                                                                                                                                     

     

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