Sol Gómez Arteaga
Sábado, 19 de Octubre de 2019

Votar o no votar. (Consideraciones de una votante de izquierdas bastante quemada)  

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El mediodía de veinticinco de julio mi indignación fue supina cuando los que por elección popular estaban obligados a entenderse no lo hicieron. Y mientras  seguía estupefacta en la pantalla del televisor el debacle del pleno de investidura en su segunda votación me juraba a mí misma, por éstas, que si íbamos a próximas elecciones votaba su tía -me refiero a la de los políticos que en esos momentos estaban reunidos en el Congreso de los Diputados-. Supongo que no fui la única que lo pensé. Se arrepentirán de lo de hoy, vaticinó Rufián en un discurso tan lúcido como amargo. Y habrá septiembre, también dijo.   

 

Ha pasado agosto, septiembre y más de la mitad de octubre mientras unas nuevas elecciones marcan el panorama de este país descabezado con el diez de noviembre como horizonte y meta. He de confesar que en este tiempo he buscado razones -diferentes de la razón pura que supone para una votante de izquierdas el posible avance de la derecha-, que me persuadieran de un cambio de parecer. Confieso, en un acto de profunda contrición, que no las he encontrado. Probablemente no las haya.

 

Mi propia madre que la mujer no se mete en nada y menos en política me dice en esta ocasión, es la primera vez, que cómo no voy a ir a votar; mi amiga Liliana asevera, con la firme convicción que la caracteriza, que a ella le apetece votar y votar a los mismos, y las redes sociales me ponen constantemente frente a la cruda y más gráfica realidad de este país. Y la cruda y más gráfica realidad de este país tal vez pueda resumirse en la imagen de un ‘trifachito’ posando en plan marcial en la ínclita plaza de Colón, imagen que cada cual es libre de interpretar como quiera, pero que a mí me da mucho repelús y más cosas.  

 

Porque lo cierto es que al contemplar el panorama político de estos meses los pelos se me ponen como escarpias. Veo con estupor a verduleros y verduleras de la política, con perdón de los hombres y mujeres que se ganan la vida vendiendo vegetales, que a falta de un programa electoral y alejados de las necesidades reales de la población, que no son otras que las mismas de siempre, -esto es, trabajo, educación, justicia, medio ambiente, mejora de la sanidad, de las carreteras, esas cosas…-, ponen el foco de atención en temas cuyo objeto es agitar gratuitamente y manipular y difamar - difama que algo queda,- para que seamos otros los que desde la réplica les hagamos cama y, de paso, la campaña gratis. Así el asunto les sale redondo.  

 

Por eso, aún sin razones y sin convicción, votar o no votar el diez de noviembre se ha convertido para mí en una cuestión tan trascendental, existencial e imperativa, como el ser o no ser que le hizo decir el bardo a Hamlet en una de las obras de teatro más universales de los tiempos.

 

Porque no votar es dejarse dormir con adormidera y acaso arrepentirnos, nosotros y no aquellos que votamos, y tener pesadillas y malestar crónico.  

 

Así que en contra de mi juramento y con mucha rabia, hartazgo y pena juntos, pero con la prevención de la que las cosas pueden ir a peor, iré el 10-N de nuevo a votar y depositaré todas esas cosas juntas –la rabia, el hartazgo, la pena y la papeleta- en la urna, pensando que tal vez un día retorne la fe en aquellos que me representan y siempre, claro, de esos no me olvido, por la Dignidad de los que fueron: políticos preocupados y ocupados en el bien común. Políticos de los de verdad de la buena.

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