Inés Abellaneda
Domingo, 20 de Octubre de 2019
RELATO

Nunca nos quedará París

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“Antes mentías mucho mejor, Sam” (Casablanca)

 

No, nosotros no somos Ilsa ni Rick, ni estamos en Casablanca, concernidos por una guerra terrible, la peor de todas. Nuestras vidas no corren peligro. A nosotros nunca nos quedará París. Sin embargo, su historia bien podría ser la nuestra. Lo nuestro, como lo suyo, duró un tiempo, y luego acabó, también abruptamente, también dejando una herida profunda, de esas que tardan en curar, o que no curan nunca. Una herida siempre abierta, sangrando. Acabó como acaban todas las cosas de este mundo, donde nada es eterno, todo es efímero. Sí, todo pasa, y lo nuestro pasó. Sin darnos cuenta, o sin poder evitarlo, un día se fue, bien con el viento, bien con la corriente del agua, bien con… No sabemos qué se lo llevó, pero lo cierto es que se fue, como se fue lo de Ilsa y Rick, de esa manera absurda, tan tonta. Cuesta entender que algo tan grande, tan intenso, tan hondo, pueda desaparecer sin más ni más, de un día para otro. Desaparecer como si nada.

 

Y después de todo, me pregunto, si queda algo, y si queda algo, ¿qué es eso que queda? ¿Acaso tiene consistencia? o ¿es solo una sombra, otra quimera, un espejismo más?

 

A ellos les quedó París. Pero ¿qué es París? ¿Se puede tocar? Seguramente no se pueda tocar, ni ver sus avenidas, y menos aún escuchar el sonido de su vida, de toda esa vida; sin embargo, Rick, ese hombre de aspecto duro, siempre impávido, frío, cínico, irónico, como sin alma, se quedó muchas noches a dormir en ese París, donde volvió a conducir el descapotable con la cabeza de Ilsa recostada sobre su hombro y su mirada perdida en la carretera, soñadora; donde en otro café volvió a bailar con ella, a tenerla entre sus brazos, a sentir el oleaje de su cuerpo, siempre sugerente, tentador; donde escuchó de nuevo la canción ‘El tiempo pasará’, que les tocaba al piano y les cantaba su amigo Sam, mientras ya cerca, a solo unos kilómetros, se escuchaba el estruendo de los cañones alemanes, que encogía el corazón de Ilsa. De ese corazón, contraído, casi sin latidos, se escapó: “El mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos”. En el aire que entraba por la ventana, esas palabras quedaron suspendidas, vibrando, como el tañido de una campana, que tarda en apagarse. Que todavía ahora parecen resonar.

 

Y a nosotros ¿qué nos ha quedado? Sin duda, no nos ha quedado París, ni ninguna otra ciudad grandiosa, soberbia, tan bella. A nosotros nos han quedado muchas cosas, y ninguna me parece menos que París, pero sobre todo nos ha quedado una tarde soleada de otoño, la música del agua del río, el amarillo de los chopos, el aire ya frío bajando del monte, hiriéndonos la cara, como alfileres. Pero tampoco, como el París de Rick e Ilsa, esos chopos se pueden tocar, ni oír la melodía del agua, ni notar el azote del aire en las mejillas. También esa tarde es intangible: está hecha de la misma realidad inconsistente de la que están hechos los sueños. Mera sombra.

 

 

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Sin embargo, yo, que soy también como es en el fondo Rick, un sentimental y un romántico, me he pasado muchas tardes en aquella tarde. Muchas tardes paseando contigo por aquel sendero, que las hojas amarillas, recién desprendidas de las ramas de los chopos, ya iban borrando, como si pretendieran extraviarnos. Sintiendo tu cuerpo apretado contra el mío. Escuchando tus palabras, tus promesas, que me sonaban tan verdaderas. Escucho incluso la canción de agua del río al escurrirse por entre las piedras que nos llegaba cuanto tú callabas y yo todavía no había comenzado a hablar. Tardaba en hablar porque me costaba creer que tuviera tanta suerte de que tú me dijeras lo que me estabas diciendo. No podía ser que fuera tan feliz.

 

Pero, a veces, el camino de la memoria, siempre insondable, me lleva a la noche del día siguiente, tan cerca de esa tarde, solo unas horas las separaban. Entonces, como si estuviera en la plaza, bajo el reloj, me vuelve el mismo desasosiego que sentí al ver que llegaba la hora, que pasaba, que seguían los minutos cayendo, uno tras otro, sin piedad, y tú no venías. Y tú no venías. Llovía. El agua aplastaba mi pelo, se hizo un charco alrededor de mis pies, chorreaba por todas partes. Las gotas de lluvia se confundían con mis lágrimas. El cielo lloraba conmigo. Y me viene otra vez  la sensación de que el mundo se desmorona. No estoy en la guerra, como Rick, pero noto cómo el mundo se me cae, me aplasta, y me quedo en la ruina, sin nada, completamente solo.

 

Y ¿tú? ¿Qué me dices de ti? Contéstame, ¿alguna tarde, o alguna noche, en algún momento, te ha pasado como a mí?  ¿Has vuelto a aquella tarde? Ay, dime que no. Dime que no eres como Ilsa, que pese a todo nunca olvidó París, y en cuanto vio a Sam, no pudo evitar pedirle que le tocara otra vez, solo una vez más, ‘El tiempo pasará’. Dime que no sabes de qué te hablo, que no me conoces de nada, que no te gusta pasear, que te estoy confundiendo con otra, que lo he soñado. Miénteme como le mentía Sam a Ilsa. Miénteme, aunque no te crea, aunque mis ojos te estén diciendo, suplicando: “Háblame, dame palabras para vivir”. Vete, no te resistas como ella, que no quería embarcar en aquel avión en el que, a su pesar, a todo su pesar, finalmente acabó embarcándose, envuelta en la niebla de la pista de despegue, sin mirar ni siquiera una vez atrás. Aquel avión que Rick, aparentando que no pasaba nada, de nuevo cínico, vio cómo se iba hundiendo en aquella noche de niebla, hasta que fue solo un punto de luz, y luego niebla, y más niebla, y solo niebla. Niebla en su corazón. Se acabó todo. El destino ya no le daría otra oportunidad. Marcha, y sálvame del romanticismo. Pero no llores, que siempre nos quedará aquella tarde.

 

 

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