Unamuno entre nosotros / y 3
![[Img #46792]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/11_2019/7613_unamuno_fotosergioparra_12-large.jpg)
Como escribía en mi entrega anterior, en nada se compadece el título del filme de Amenábar con su protagonista y la historia que se quiere contar. A Franco la guerra le duró, en efecto, tres años. A Unamuno, en cambio, le duró poco más de cinco meses, solo cinco, pero acaso los más intensamente vividos y desoladores de su existencia; la que corresponde a esa lenta agonía suya que comienza en el tumultuoso acto del Paraninfo, el 12 de octubre, y termina el 31 de diciembre, recostado sobre su mesa camilla, parece ser que con el brasero a punto de chamuscarle las zapatillas. Sin apenas salir de casa, el escritor solo encontró consuelo en sus mejores amigos, los libros; entre ellos, las tragedias políticas de Shakespeare, Enrique IV y Ricardo III –“mi reino por un caballo”–, hondas e insuperadas reflexiones sobre los desastres a que puede conducir el poder cuando se ejerce sin la debida templanza.
Tampoco le abandonó su otra gran amiga del alma, la pluma. Las deslavazadas notas que escribe para un futuro ensayo, El resentimiento trágico de la vida. Notas sobre la revolución y la guerra civil española nos ayudan a entender mejor las tribulaciones de su último viaje. Una de las ideas en que más insiste es la del suicidio colectivo: “El pueblo español se entrega al suicidio. No son unos españoles contra otros –afirma– sino toda España, una, contra sí misma”. Más adelante vuelve los ojos al pasado –la Primera Guerra Mundial– para buscar la causa de tanto mal: “La gran guerra no la ganaron ni unos ni otros; la perdieron todos trayendo dos barbaries, la comunista y la fascista”. Las gestualidades de ambas ideologías –puño cerrado, brazo extendido– le sacaban de quicio (No hemos avanzado mucho; en el periódico de hoy veo dos fotografías en que varias personas y hasta políticos relevantes saludan de ese modo tan moderno.) Y, junto a las cuitas políticas, la religiosa, tan arraigada a su vivir, por más que nunca comulgara con la devoción floja de beatos y meapilas: “Fue un disparate mandar quitar los crucifijos de las escuelas pues con ello les dieron un sentido que no tenían”, dice sobre la extremosa política laicista de los gobiernos republicanos.
No cabe duda de que trasladar toda esta balumba de ideas y sentimientos a la pantalla es, además de difícil, poco o nada comercial. Un cineasta como Amenábar busca la excelencia, más que lograda en alguna que otra película anterior, pero también el éxito de taquilla, lo que no casa bien con el espíritu de Unamuno, quien por cierto no contemplaba con simpatía el séptimo arte. A diferencia de sus compañeros de generación, como Azorín, por ejemplo, no supo vislumbrar la revolución que traía el nuevo lenguaje del cine. Amigo de las etimologías como era, ironizaba sobre la de película, literalmente ‘piel, pielecilla’, es decir, un producto epidérmico, superficial, la antítesis de la hondura que él siempre perseguía en cuanto exploraba. Creo que, en este sentido, le hubiera complacido más la obra teatral que José Luis Gómez interpretó y dirigió hace dos años ?Venceréis pero no convenceréis? que la película de Amenábar. También, por supuesto, se habría sentido mejor dentro de la piel de un actor intelectual como Gómez, a pesar de la diferencia de estatura, que en la elemental y primaria de Karra Elejalde, pese a ser vasco como él. Entre la voz de este actor, con su sobreactuado deje vizcaíno, como se decía en tiempo de Cervantes, y la voz de Unamuno, severa, reciamente castellana, como lo atestigua alguna grabación que puede escucharse en youtube, media un mundo de matices y sensibilidades.
Pienso, por último, en la fuerza cinematográfica que hubiera tenido, como cierre de la película, una escena que sucedió en la realidad. Me refiero al traslado del féretro de Unamuno al cementerio a hombros de falangistas, entre los cuales estaban el tenor Miguel Fleta y los escritores Víctor de la Serna y Antonio de Obregón. Ni muerto, como se ve, pudo sustraerse el gran pensador a que los políticos intentaran apropiarse de su figura intelectual, emblema de valentía e independencia, valores que solo están al alcance de unos pocos, los mejores, en la Historia.
![[Img #46792]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/11_2019/7613_unamuno_fotosergioparra_12-large.jpg)
Como escribía en mi entrega anterior, en nada se compadece el título del filme de Amenábar con su protagonista y la historia que se quiere contar. A Franco la guerra le duró, en efecto, tres años. A Unamuno, en cambio, le duró poco más de cinco meses, solo cinco, pero acaso los más intensamente vividos y desoladores de su existencia; la que corresponde a esa lenta agonía suya que comienza en el tumultuoso acto del Paraninfo, el 12 de octubre, y termina el 31 de diciembre, recostado sobre su mesa camilla, parece ser que con el brasero a punto de chamuscarle las zapatillas. Sin apenas salir de casa, el escritor solo encontró consuelo en sus mejores amigos, los libros; entre ellos, las tragedias políticas de Shakespeare, Enrique IV y Ricardo III –“mi reino por un caballo”–, hondas e insuperadas reflexiones sobre los desastres a que puede conducir el poder cuando se ejerce sin la debida templanza.
Tampoco le abandonó su otra gran amiga del alma, la pluma. Las deslavazadas notas que escribe para un futuro ensayo, El resentimiento trágico de la vida. Notas sobre la revolución y la guerra civil española nos ayudan a entender mejor las tribulaciones de su último viaje. Una de las ideas en que más insiste es la del suicidio colectivo: “El pueblo español se entrega al suicidio. No son unos españoles contra otros –afirma– sino toda España, una, contra sí misma”. Más adelante vuelve los ojos al pasado –la Primera Guerra Mundial– para buscar la causa de tanto mal: “La gran guerra no la ganaron ni unos ni otros; la perdieron todos trayendo dos barbaries, la comunista y la fascista”. Las gestualidades de ambas ideologías –puño cerrado, brazo extendido– le sacaban de quicio (No hemos avanzado mucho; en el periódico de hoy veo dos fotografías en que varias personas y hasta políticos relevantes saludan de ese modo tan moderno.) Y, junto a las cuitas políticas, la religiosa, tan arraigada a su vivir, por más que nunca comulgara con la devoción floja de beatos y meapilas: “Fue un disparate mandar quitar los crucifijos de las escuelas pues con ello les dieron un sentido que no tenían”, dice sobre la extremosa política laicista de los gobiernos republicanos.
No cabe duda de que trasladar toda esta balumba de ideas y sentimientos a la pantalla es, además de difícil, poco o nada comercial. Un cineasta como Amenábar busca la excelencia, más que lograda en alguna que otra película anterior, pero también el éxito de taquilla, lo que no casa bien con el espíritu de Unamuno, quien por cierto no contemplaba con simpatía el séptimo arte. A diferencia de sus compañeros de generación, como Azorín, por ejemplo, no supo vislumbrar la revolución que traía el nuevo lenguaje del cine. Amigo de las etimologías como era, ironizaba sobre la de película, literalmente ‘piel, pielecilla’, es decir, un producto epidérmico, superficial, la antítesis de la hondura que él siempre perseguía en cuanto exploraba. Creo que, en este sentido, le hubiera complacido más la obra teatral que José Luis Gómez interpretó y dirigió hace dos años ?Venceréis pero no convenceréis? que la película de Amenábar. También, por supuesto, se habría sentido mejor dentro de la piel de un actor intelectual como Gómez, a pesar de la diferencia de estatura, que en la elemental y primaria de Karra Elejalde, pese a ser vasco como él. Entre la voz de este actor, con su sobreactuado deje vizcaíno, como se decía en tiempo de Cervantes, y la voz de Unamuno, severa, reciamente castellana, como lo atestigua alguna grabación que puede escucharse en youtube, media un mundo de matices y sensibilidades.
Pienso, por último, en la fuerza cinematográfica que hubiera tenido, como cierre de la película, una escena que sucedió en la realidad. Me refiero al traslado del féretro de Unamuno al cementerio a hombros de falangistas, entre los cuales estaban el tenor Miguel Fleta y los escritores Víctor de la Serna y Antonio de Obregón. Ni muerto, como se ve, pudo sustraerse el gran pensador a que los políticos intentaran apropiarse de su figura intelectual, emblema de valentía e independencia, valores que solo están al alcance de unos pocos, los mejores, en la Historia.






