Todos los Santos
![[Img #46795]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/11_2019/440_tono-valdespino.jpg)
Es el día de Todos los Santos. Después de comer voy al cementerio. A esa hora pienso que no habrá nadie. Es como si quisiera estar a solas con los muertos. Camino despacio, no tengo prisa. Luce el sol, la tarde está cálida, agradable. Cuando ya estoy llegando, cuando ya veo sus tapias encaladas de blanco, me viene el recuerdo de otro día de Todos los Santos, también soleado, y me veo correteando con otros niños por entre las tumbas, mientras las mujeres, afanosas, lavan las lápidas, quitan y ponen flores, lo dejan todo limpio, brillante. Lo hacen hablando unas con otras, pero no a voces o a gritos, como cuando están en la calle, sino a media voz, con respeto, quizá también con algún temor.
Entro, y la muerte, que siempre la he imaginado negra, se me muestra vestida de colores, como alegre. Hay muchas flores. La mayoría, dispuestas en centros o en ramos, están sobre las lápidas, colocadas con cuidado de no ocultar los nombres de los difuntos ni los epitafios. Unas pocas, en forma de ramo, lucen en los laterales de las cruces, adornando mucho también. El cementerio es un jardín. No se oye nada, todo está en silencio, lleno de paz.
Me meto por entre el intrincado laberinto de tumbas en busca de mis abuelos. Puesto que estoy solo, aprovecho para curiosear y veo en una tumba la foto de una niña. Me detengo y la miro. Entonces, me doy cuenta de que yo conocí a esa niña, que jugué con ella, que a veces me ayudaba a hacer los deberes. Que una vez nos besamos. No puedo evitarlo, llevó mis dedos a mis labios y luego los poso sobre su cara, sobre sus labios de cristal. Y la vuelvo a besar. En la lápida leo su nombre y me parece el nombre más bonito del mundo. Al ramo de la tumba de al lado le arranco una flor, la más hermosa, y la dejo debajo de su foto, sobre el mármol frío, como señal de que la he recordado.
Con los ojos aguanosos, por fin llego a donde están mis abuelos. Me quedo de pie mirando sus nombres, sus fechas de nacimiento y de muerte, los años que tenían cuando murieron, todo escrito con letras de bronce. De pronto, los párpados se me caen y, aunque hace ya mucho tiempo que se fueron, los recuerdo como si ayer mismo hubiera estado con ellos. Sí, me parece que fue ayer cuando estuve en su casa. Veo claramente a mi abuelo sentado en el escaño de la cocina pelándole las patatas a mi abuela, que anda, ya torpe, de un lado para otro preparando la cena. También escucho sus palabras que me hablan de otro tiempo: del frío, de la nieve, de las ovejas, del hijo que se les murió, de su padre, de la guerra. Me cuenta cosas terribles de la guerra. Pero el zumbido de un abejorro, que sobrevuela nervioso las flores, me devuelve a la realidad.
Dejo a mis abuelos y busco a los tíos. Me detengo un poco en cada una de sus tumbas. A uno no lo conocí y a otro me cuesta ya verle la cara. En cambio, al tercero lo recuerdo perfectamente y me parece mentira que se haya muerto. Después lo busco a él, que, aunque no es de la familia, me duele como si lo fuera, más incluso. Leo su nombre y siento ganas de hablarle. Lo riño. Por qué no te cuidaste, le pregunto. Mira que te lo advertí: no fumes, no bebas; pero tú, ni caso. Y ahora mira, metido ahí. Pero al poco, la rabia va cediendo y se apodera de mí la pena. Te extraño mucho, le susurro, como si me diera vergüenza decírselo. Extraño no verte picando leña, subir la cuesta, no encontrarte en el bar. Me gustaría oírte hablar, y reír. Me gustaría tanto poder tocarte. Tanto.
De pronto el viento se agita y me trae un sonido de voces, que cada vez lo siento más cerca. Es la hora, me retiro. Pero al retirarme, me encuentro con una tumba que no tiene flores, que está cubierta de polvo, sucia. Además ha perdido bastantes de sus letras plateadas y no logro descifrar a quién pertenece. Es una tumba desnuda. En este abandono, en este olvido, reconozco la verdadera muerte, la muerte total y definitiva.
Cuando llega la noche y me acuesto, me duermo pensando en ellos. Pero solo sueño con la niña y con mi amigo. A ratos con ella, a ratos con él. Es un sueño muy intenso, bordea la realidad; tanto, que, cuando me levanto al día siguiente, por un momento noto en mis labios el tacto suave, tibio, duce, dulcísimo de los labios inocentes de esa niña y en mi cabeza resuena, como un eco lejano, la risa de mi amigo.
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Es el día de Todos los Santos. Después de comer voy al cementerio. A esa hora pienso que no habrá nadie. Es como si quisiera estar a solas con los muertos. Camino despacio, no tengo prisa. Luce el sol, la tarde está cálida, agradable. Cuando ya estoy llegando, cuando ya veo sus tapias encaladas de blanco, me viene el recuerdo de otro día de Todos los Santos, también soleado, y me veo correteando con otros niños por entre las tumbas, mientras las mujeres, afanosas, lavan las lápidas, quitan y ponen flores, lo dejan todo limpio, brillante. Lo hacen hablando unas con otras, pero no a voces o a gritos, como cuando están en la calle, sino a media voz, con respeto, quizá también con algún temor.
Entro, y la muerte, que siempre la he imaginado negra, se me muestra vestida de colores, como alegre. Hay muchas flores. La mayoría, dispuestas en centros o en ramos, están sobre las lápidas, colocadas con cuidado de no ocultar los nombres de los difuntos ni los epitafios. Unas pocas, en forma de ramo, lucen en los laterales de las cruces, adornando mucho también. El cementerio es un jardín. No se oye nada, todo está en silencio, lleno de paz.
Me meto por entre el intrincado laberinto de tumbas en busca de mis abuelos. Puesto que estoy solo, aprovecho para curiosear y veo en una tumba la foto de una niña. Me detengo y la miro. Entonces, me doy cuenta de que yo conocí a esa niña, que jugué con ella, que a veces me ayudaba a hacer los deberes. Que una vez nos besamos. No puedo evitarlo, llevó mis dedos a mis labios y luego los poso sobre su cara, sobre sus labios de cristal. Y la vuelvo a besar. En la lápida leo su nombre y me parece el nombre más bonito del mundo. Al ramo de la tumba de al lado le arranco una flor, la más hermosa, y la dejo debajo de su foto, sobre el mármol frío, como señal de que la he recordado.
Con los ojos aguanosos, por fin llego a donde están mis abuelos. Me quedo de pie mirando sus nombres, sus fechas de nacimiento y de muerte, los años que tenían cuando murieron, todo escrito con letras de bronce. De pronto, los párpados se me caen y, aunque hace ya mucho tiempo que se fueron, los recuerdo como si ayer mismo hubiera estado con ellos. Sí, me parece que fue ayer cuando estuve en su casa. Veo claramente a mi abuelo sentado en el escaño de la cocina pelándole las patatas a mi abuela, que anda, ya torpe, de un lado para otro preparando la cena. También escucho sus palabras que me hablan de otro tiempo: del frío, de la nieve, de las ovejas, del hijo que se les murió, de su padre, de la guerra. Me cuenta cosas terribles de la guerra. Pero el zumbido de un abejorro, que sobrevuela nervioso las flores, me devuelve a la realidad.
Dejo a mis abuelos y busco a los tíos. Me detengo un poco en cada una de sus tumbas. A uno no lo conocí y a otro me cuesta ya verle la cara. En cambio, al tercero lo recuerdo perfectamente y me parece mentira que se haya muerto. Después lo busco a él, que, aunque no es de la familia, me duele como si lo fuera, más incluso. Leo su nombre y siento ganas de hablarle. Lo riño. Por qué no te cuidaste, le pregunto. Mira que te lo advertí: no fumes, no bebas; pero tú, ni caso. Y ahora mira, metido ahí. Pero al poco, la rabia va cediendo y se apodera de mí la pena. Te extraño mucho, le susurro, como si me diera vergüenza decírselo. Extraño no verte picando leña, subir la cuesta, no encontrarte en el bar. Me gustaría oírte hablar, y reír. Me gustaría tanto poder tocarte. Tanto.
De pronto el viento se agita y me trae un sonido de voces, que cada vez lo siento más cerca. Es la hora, me retiro. Pero al retirarme, me encuentro con una tumba que no tiene flores, que está cubierta de polvo, sucia. Además ha perdido bastantes de sus letras plateadas y no logro descifrar a quién pertenece. Es una tumba desnuda. En este abandono, en este olvido, reconozco la verdadera muerte, la muerte total y definitiva.
Cuando llega la noche y me acuesto, me duermo pensando en ellos. Pero solo sueño con la niña y con mi amigo. A ratos con ella, a ratos con él. Es un sueño muy intenso, bordea la realidad; tanto, que, cuando me levanto al día siguiente, por un momento noto en mis labios el tacto suave, tibio, duce, dulcísimo de los labios inocentes de esa niña y en mi cabeza resuena, como un eco lejano, la risa de mi amigo.






