Catalina Tamayo
Sábado, 09 de Noviembre de 2019

Cuando yo me muera

 

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“Y yo me iré.

Y se quedarán los  pájaros cantando. "

                                                    Juan Ramón Jiménez

 

 

Cuando yo me muera, que ojalá sea tarde, también quiero que me hagáis una misa de funeral, pues todavía soy creyente. Me gustaría que la ceremonia fuera corta y sencilla. Si es posible, que no haya muchos sacerdotes concelebrando. Con uno que celebre, me basta. En cuanto a la gente, me da igual que vaya mucha o poca. Me conformo con que los que asistan lo hagan no para dejarse ver sino para darme de verdad el último adiós. Si, además, me retienen de manera sentida un instante en su pensamiento, qué más voy a pedir.

 

No quiero muchas flores. No me traigáis coronas ni centros. Con un pequeño ramo encima del féretro es suficiente. Solo que preferiría, si no es mucha molestia, que las flores fueran silvestres, de esas que crecen solas con la lluvia en las praderas o al borde de las cunetas. Flores de muchos colores, sobre todo flores amarillas, que el amarillo es el color que más me gusta, ya desde niño. No importa que las flores sean pequeñas, o que estén un poco polvorientas, o algo marchitas. Las quiero como estén, como yo las veía cuando era niño, como las cortaba en los prados para llevárselas a mi madre, que luego ella las colocaba con mucho gusto en un jarrón con agua, y toda la casa quedaba perfumada, oliendo a campo, a paraíso terrenal, ese que yo me imaginaba en la catequesis los domingos por la mañana, después de misa, antes de comer.

 

Decidle al cura que en la homilía sea breve, que no se extienda. Para qué perder el tiempo. Cuatro palabras y ya está. Cuatro palabras sin más emoción que la que se pondría si se tratara de otro cualquiera, de alguien anónimo que no se conoce de nada. De otro ser humano sin más. Total, yo no he sido tan distinto de los demás, nada especial ha habido en mi vida: virtudes, algunas; vicios, muchos, y no todos confesables. No he sido más que otro hombre que ha pasado por este mundo como ha podido y hasta donde ha podido. Esa es la verdad. A estas alturas, no hay por qué engañar, ya es inútil. Quien más y quien menos sabe de sobra lo que hay, no lo pilla de nuevas.

 

Por eso, hacedle entender que, aunque haya fallecido, eso no hace que haya sido lo que no he sido. Eso no me hace mejor. Los muertos no son mejores que los vivos. Encarecérselo: no quiero panegíricos. Las alabanzas a los muertos me suenan siempre mentirosas. Suelen ser algo hiperbólico. No quiero que ninguno de los allí presentes se ruborice como yo me he ruborizado en algunos funerales viendo como el cura se deshace en elogios al muerto, como si él lo hubiera conocido plenamente, hasta el último recodo de su ser, eso que nadie conoce, ni siquiera uno mismo.

 

Y nada de poemas, o de textos líricos, ni al principio ni al final, ni tampoco en el medio. En ese momento de la verdad, no son procedentes más mentiras, más engaños. Esto no me parece adecuado porque excita gratuitamente las emociones, incluso porque puede hacer derramar algunas lágrimas, que más que sentidas serían resultado de una situación artificialmente creada. Serían otra mentira.

 

De esta manera, se evitarán los aplausos, que para mí están fuera de lugar en las ceremonias religiosas: la iglesia no es un teatro ni la misa de funeral una comedia. Con el teatro de nuestra vida cotidiana ya nos llega, no son necesarias más representaciones.

 

En fin, nada de elogios, nada de poesía, nada de aplausos. Prefiero que el dolor que se pueda tener por mí, por mi final, si es que se puede tener alguno, no se exteriorice, no se exhiba; que quien lo sienta, lo guarde en su interior, en el corazón, donde se guarda lo que importa, lo que acaba siempre decidiendo, para bien o para mal. Ningún artificio, todo natural: lo que de dentro brote solo. Gracias.

 

 

 

 

 

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