Todos digitales
![[Img #46887]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/11_2019/298_panorama-orquesta-002.jpg)
Globalización y digitalización, dos acepciones de nuestro tiempo. Tan imbricadas que se mimetizan la una en la otra. Casi imposible distinguirlas de lo juntas que caminan por las sendas del disparate tan común a la época. Ambas han pervertido el ideal sobre el que se intentó asentarlas como símbolos de modernidad y progreso. Un ejemplo más de la grandilocuencia vacía y traicionera de las grandes palabras con vocación de engaño.
La primera ya sonó utópica hace décadas, cuando su sinónimo, universalización, se entendió como un planeta sin fronteras, como un afán de superación de los nacionalismos disgregadores y de las banderías, como una humanidad sin distinción de razas, religiones y clases sociales. La Tierra iba a ser el gran país y, para muchos, París, su capital, aunque también Nueva York presentaba credenciales. Teníamos derecho a la utopía.
Lo que va de ayer a hoy. Los apologetas del capitalismo nos han colado de rondón una revisión económica y financiera. De lo quimérico a lo práctico. Lo emocional en retirada ante lo pragmático. Se han levantado fronteras, sí, pero con salvoconducto para multinacionales y grandes capitales. La persona no se ha liberado todavía del concepto de partícula en un cosmos prefabricado solo a la medida de los intereses contantes y sonantes en divisa poderosa. Se traslada riqueza de unas partes a otras, no en clave colectiva, sino de avaricia remuneradora para accionistas y especuladores. Únicamente, a la hora del reparto, cobra sentido el exclusivismo de monopolio u oligopolio, la particularidad pesada en dinero y poder. Irónico, no.
La digitalización se presentó en sociedad como el bálsamo de la sencillez a las muchas complejidades sociales del imperfecto, por primitivo, hombre analógico. Ha vendido la instantaneidad como brebaje curalotodo. Pero ahí está, cobrándose la onerosa factura para los comunes de la pérdida de su privacidad, del permanente control de movimientos, de la anulación de su identidad y de la absorción del individuo en una amalgama de dependencias que van a triturar más aún su ya de por sí alicorta calidad de vida. En el trayecto han cambiado rapidez por apresuramiento, cultura por adocenamiento, confort por estrés…Ya se apuesta que el oro del siglo XXI será el conjunto de datos que atesoramos como consumidores, lo que nos deja inermes ante el gran dictador de la contemporaneidad: el algoritmo.
Ejemplo práctico hoy mismo es ese comercio electrónico que nos anula, primero como personas, y luego, obviamente, como clientes. El sector abanderado es la banca (no ha resultado benéfica esa poda de siete grandes entidades antaño, a solo dos en los tiempos digitales). Instalado con fe de converso en las cribas sucesivas de empleados para cuadrar cuentas de resultados a plena satisfacción de jerarcas y sus dividendos accionariales, el impositor es ahora un don nadie, si no se atiene a los dictados de la llamada banca on line.
De continuo se recortan servicios, e incluso, se advierte de que se puede cobrar por el mantenimiento de los depósitos. Muchas entidades han limitado el horario de servicio en caja a una mínima franja cada jornada, despreciando a una clientela de muchos años, que está realmente incapacitada para familiarizarse con todo lo que no sea el trato directo con la persona. Cierran oficinas y despiden personal, con lo cual la ecuación resultante es la molestia añadida de más tiempo de espera en la entidad para resolver problemas cotidianos, que antaño eran solventados en unos pocos minutos. Hay que aguantar con estoicismo la desatención que sufres con el maldito y frecuente se ha caído la red, confesión aguafiestas de que el dogma digital está todavía en las mantillas de su credibilidad.
La digitalización que tanto se empeñan en añadir como loable calificativo de modernidad a una acción comercial (banca digital, comercio digital…) ha borrado a la persona. Somos un dígito. Y sin visión, ni siquiera percepción, no late el corazón, la metáfora que mejor puede definir el orgullo por un servicio bien prestado y mejor recibido.
Me explicaba ufano un alto directivo las bondades del ansiado coche autónomo, el súmmum de la digitalización. Y para radiografiarme ese entusiasmo, aludía a un futuro automóvil que sería prolongación de su despacho, pues al conducir el algoritmo, él podría seguir absorto en los informes y órdenes a sus subordinados. La culminación del trabajo como patología de una esclavitud asumida con gusto.
Ya no entramos en una tienda, donde vemos y somos vistos. Ya no tocas un producto, ni mucho menos, recibes la cata del tendero para, con tan sutil prueba, afianzarte en la decisión de compra. Ya no hueles. Ya no conversas cara a cara con semejantes. Ya no sientes. Ya somos todos digitales.
Globalización y digitalización, dos acepciones de nuestro tiempo. Tan imbricadas que se mimetizan la una en la otra. Casi imposible distinguirlas de lo juntas que caminan por las sendas del disparate tan común a la época. Ambas han pervertido el ideal sobre el que se intentó asentarlas como símbolos de modernidad y progreso. Un ejemplo más de la grandilocuencia vacía y traicionera de las grandes palabras con vocación de engaño.
La primera ya sonó utópica hace décadas, cuando su sinónimo, universalización, se entendió como un planeta sin fronteras, como un afán de superación de los nacionalismos disgregadores y de las banderías, como una humanidad sin distinción de razas, religiones y clases sociales. La Tierra iba a ser el gran país y, para muchos, París, su capital, aunque también Nueva York presentaba credenciales. Teníamos derecho a la utopía.
Lo que va de ayer a hoy. Los apologetas del capitalismo nos han colado de rondón una revisión económica y financiera. De lo quimérico a lo práctico. Lo emocional en retirada ante lo pragmático. Se han levantado fronteras, sí, pero con salvoconducto para multinacionales y grandes capitales. La persona no se ha liberado todavía del concepto de partícula en un cosmos prefabricado solo a la medida de los intereses contantes y sonantes en divisa poderosa. Se traslada riqueza de unas partes a otras, no en clave colectiva, sino de avaricia remuneradora para accionistas y especuladores. Únicamente, a la hora del reparto, cobra sentido el exclusivismo de monopolio u oligopolio, la particularidad pesada en dinero y poder. Irónico, no.
La digitalización se presentó en sociedad como el bálsamo de la sencillez a las muchas complejidades sociales del imperfecto, por primitivo, hombre analógico. Ha vendido la instantaneidad como brebaje curalotodo. Pero ahí está, cobrándose la onerosa factura para los comunes de la pérdida de su privacidad, del permanente control de movimientos, de la anulación de su identidad y de la absorción del individuo en una amalgama de dependencias que van a triturar más aún su ya de por sí alicorta calidad de vida. En el trayecto han cambiado rapidez por apresuramiento, cultura por adocenamiento, confort por estrés…Ya se apuesta que el oro del siglo XXI será el conjunto de datos que atesoramos como consumidores, lo que nos deja inermes ante el gran dictador de la contemporaneidad: el algoritmo.
Ejemplo práctico hoy mismo es ese comercio electrónico que nos anula, primero como personas, y luego, obviamente, como clientes. El sector abanderado es la banca (no ha resultado benéfica esa poda de siete grandes entidades antaño, a solo dos en los tiempos digitales). Instalado con fe de converso en las cribas sucesivas de empleados para cuadrar cuentas de resultados a plena satisfacción de jerarcas y sus dividendos accionariales, el impositor es ahora un don nadie, si no se atiene a los dictados de la llamada banca on line.
De continuo se recortan servicios, e incluso, se advierte de que se puede cobrar por el mantenimiento de los depósitos. Muchas entidades han limitado el horario de servicio en caja a una mínima franja cada jornada, despreciando a una clientela de muchos años, que está realmente incapacitada para familiarizarse con todo lo que no sea el trato directo con la persona. Cierran oficinas y despiden personal, con lo cual la ecuación resultante es la molestia añadida de más tiempo de espera en la entidad para resolver problemas cotidianos, que antaño eran solventados en unos pocos minutos. Hay que aguantar con estoicismo la desatención que sufres con el maldito y frecuente se ha caído la red, confesión aguafiestas de que el dogma digital está todavía en las mantillas de su credibilidad.
La digitalización que tanto se empeñan en añadir como loable calificativo de modernidad a una acción comercial (banca digital, comercio digital…) ha borrado a la persona. Somos un dígito. Y sin visión, ni siquiera percepción, no late el corazón, la metáfora que mejor puede definir el orgullo por un servicio bien prestado y mejor recibido.
Me explicaba ufano un alto directivo las bondades del ansiado coche autónomo, el súmmum de la digitalización. Y para radiografiarme ese entusiasmo, aludía a un futuro automóvil que sería prolongación de su despacho, pues al conducir el algoritmo, él podría seguir absorto en los informes y órdenes a sus subordinados. La culminación del trabajo como patología de una esclavitud asumida con gusto.
Ya no entramos en una tienda, donde vemos y somos vistos. Ya no tocas un producto, ni mucho menos, recibes la cata del tendero para, con tan sutil prueba, afianzarte en la decisión de compra. Ya no hueles. Ya no conversas cara a cara con semejantes. Ya no sientes. Ya somos todos digitales.