Aidan Mcnamara
Sábado, 16 de Noviembre de 2019

LE 142 u otra forma de hacer dedo

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Lo bueno de viajar, como todo el mundo sabe, es que te enteras de que los demás sitios, comarcas, provincias, regiones, países, continentes, sueños, etc. tienen sus cosas buenas y malas como la misma vida vivida de manera cotidiana, que oscila entre la alegría y la enfermedad, la solidaridad y el egoísmo, el pensamiento y la superstición, el triunfo y la explotación y, últimamente, la realidad (la naturaleza) y la realidad virtual: una expresión útil pero que tiene poco que ver con la virtud y aún menos con la realidad… si no tienes dinero.

 

Pero hoy me siento flexible. Así que no voy a molestar al lector con lo negativo. Hace semanas que no ‘subo’ ningún artículo a este periódico, no por no escribir, sino por no estar conformes mis piezas con mis normas: soltar los sarcasmos y las ironías es fácil, pero si no hay un poco de amor sólo nos queda la paja del lecho animal y ya estamos bastante rodeados de hostilidad y mal gusto.

 

Así que me decidí a viajar. Me acompañó un feo enano amarillo y mudo (pero no militante de VOX) y un ratón y unos cuantos cafés. Esto lo explicaré al final.

 

No sé si he viajado mucho en esta vida porque no sé lo que es ‘mucho’. Seguro que un futbolista profesional habrá viajado más en términos de kilometraje y hoteles. No conozco muchos países. Tal vez doce. Y Gibraltar y La Santa Sede no cuentan. Pero he estado en ambos por proximidad y curiosidad. Valen la pena… literalmente. Por otra parte, he tenido la buena fortuna de hablar con ciudadanos de decenas de países de todos los continentes gracias a los idiomas, las grandes ciudades, por viajar solo, y por caer bien, supongo. Ahora, una cosa es visitar y otra es quedarse un buen rato, pero lo más impactante es volver y no sólo en muchas ocasiones sino en etapas distintas de la vida.

 

Hice dedo con trece años desde la casa de mis abuelos en Waterford (donde estudió Ian Gibson con los vikingos), en el sur de Irlanda, a Dublín, a 150 kilómetros de distancia, para ahorrarme el precio del billete de tren. Estuve en Londres a solas con quince años, en París con dieciocho y en Madrid con veinticuatro. He vuelto a estas ciudades muchísimas veces y el dilema (por cuestiones económicas) no ha cambiado: ¿Gasto la pasta en lo novedoso, Rusia, por ejemplo, o vuelvo a lo que ya no será tan familiar, pongamos Oporto? Pero gracias a las nuevas tecnologías y a los aficionados (léase el siguiente párrafo) disfruto de manera vicaria de mis ganas de explorar y de mi necesidad humana de rememorar.

 

El otro día cogí el tren desde Scarborough a Liverpool y lo pasé muy bien por tres razones o tres conjuntos de razones: A) En la vida real, la de carne y hueso, sólo había viajado desde Manchester a Liverpool en tren y quería atravesar el norte de Inglaterra, cuna de la Revolución Industrial, por completo: desde la costa este (Scarborough) a la capital irlandesa, o sea, Liverpool, pero en primera clase. Así que me hice con un poco de queso tetilla y media botella de un buen Utiel Requena (se come fatal en los trenes ingleses e incluso fuera de ellos) y gracias a la informática y a las pestañas de mi programa de navegación, me convertí en mujer Poli Tarea y elaboré este artículo: viajé consultando los mapas de Google y leyendo sobre las distintas localidades y escuché La Octava de Mahler en los cascos. Pero ¡ojo! conviene (si no tienes el CD) mandar la señal de Youtube desde el ordenador al equipo musical, es decir, enchufo los cascos al equipo para permanecer en primera clase - no me fio de la alta fidelidad de mi vieja computadora Acer. 

 

B) Desayuné muy bien, porque no tenía que soportar a los demás pasajeros y sus manías de dar voces con el móvil y de compartir videoclips SIN CASCOS con sus colegas, cosa que me frena a menudo, actualmente, a la hora de coger el tren, aunque en algunos países ya hay vagones silenciosos… pronto habrá vagones para niños educados.

 

C) Pude realizar una fantasía sin incordiar: detener el tren sin tener que accionar el botón de emergencias en caso de ver un edificio o un paisaje interesantes. 

 

https://www.youtube.com/watch?v=7gOMNifY8a4

 

Ahora bien: ¿quién es el enano amarillo, feo y mudo? Pues parece mentira, pero mucha gente no sabe de los placeres de caminar virtualmente. Tras el viaje en tren, volví a otra obsesión benigna: revivir mis conocimientos de La Maragatería y, además, tenía ganas de postre. Por suerte, había encontrado una tienda en mi barrio que vende mantecadas de Astorga y preparé un café para mojar.

 

La primera vez que visité Astorga apenas hablaba español. Fue en el año 1988. Cuando no sabes nada de una lengua, la saturación de datos es abrumadora y, a la vez, todo es fresco y estimulante, pero la alta capacidad de retención para los nuevos vocablos se limita a los menores de edad. Se sabe que a partir de los nueve años más o menos el ser humano tiende a analizar, en vez de imitar y reproducir los sonidos y sus significados. Tiene su parte graciosa lo de estar sumergido en una cacofonía desconocida: no hay manera de adjudicar relevancia o importancia a las novedades. Te sientes no sólo tonto sino casi permanentemente fatigado. Cela, que no Celada, se celaba de la celda de su cuñado Celso. Ya. Pásame una pistola.

 

En cuanto a los pueblos y las aldeas, pronto te enteras de que hay caminos, vírgenes y páramos. Luego vas dominando los Somozas. Pero no te acuerdas con exactitud, porque toda la información sale en encuentros con amigos y de forma natural, es decir, no sistemática. Es una barbaridad pensar que uno haya estado en tantos lugares sin recordar sus nombres. (Parece que esto no perturbaba a Cervantes). Luego alguien dice: eso pasó en el Val por culpa del Manitas. Ya. ¿Cuál? ¿Qué? ¿Quién? Más balas, por favor.

 

Voy al grano. En Google Maps he ido por la carretera comarcal LE 142 con mi amigo Pinza. He aprendido que el hombrecillo amarillo, que nos permite viajar virtualmente a ras de tierra, se llama en inglés Pegman (Peg= Pinza). Un chasquido (clic para el lector chic) del botón izquierdo del ratón equivale a veinte pasos. Se puede cruzar, por ejemplo, Turienzo de los Caballeros, sin tener que cambiar de dedo (por cansancio). Ahora conviene alternar el índice y el corazón si quieres proceder desde Turienzo a Foncebadón. Ya llego a Manjarín, Encomienda Templaria. ¡Qué bien! Estuve ahí cuando todavía había pesetas… pero lo había archivado en mi disco duro bajo la etiqueta donde los hippies. Lo siento. Será que habría dedicado mis esfuerzos mentales aquel día a recordar términos más importantes como, por ejemplo, chifla o arriera.

 

Sin embargo, la moraleja de esta columna, además de celebrar algunas de las ventajas de las nuevas tecnologías, es que decir doce países no significa nada al lado de los miles de pueblos y aldeas y ciudades que he explorado dentro de ellos. Y poder volver virtualmente, si no una virtud, sí es un enorme placer inocuo: no molestas a los demás con esas fotos viejas que sacaste desde la torre de algún castillo de la Mancha de cuyo nombre ya no te acuerdas. Y haces dedo sin asustar a tus seres queridos. 

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