Cultura cociniparla
![[Img #46989]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/11_2019/637_dsc_0011.jpg)
Yo no sé qué ocurriría si de repente alguien con mucho bombo mediático, blog con pedigrí y gesto de artista mitad canalla mitad gurú religioso, insistiera en sacarnos de nuestro error secular y convencernos de que hay triángulos de cinco lados, diptongos de seis vocales, que la acelga es una pieza de la vaca y el codillo una fruta de sartén.
Porque algo semejante es lo que está pasando en los últimos tiempos con la gastronomía. Después de Adán, don Luis de Góngora y Huidobro, los cociniparlos se han lanzado enfervorecidos al bautismo verbal con la sana intención de cuadrar círculos de modo que cada ‘experiencia gastronómica’ en establecimiento de medio pelo, pelíntegro o pelo y medio nos obligue a consultar el diccionario de sinónimos, los manuales de etimología, retórica y estilística y otras ‘autoridades’ michelinescas.
Pongamos por ejemplo la palabra carpaccio, “preparación de carne cruda finamente cortada o majada hasta quedar fina, servida principalmente como aperitivo”.
Sin embargo, bajo su nombre nos ofrecerán, con ardor metafórico, láminas de gambas, de setas, de pulpo, de salmón…, lo que llama el crítico Xesco Bueno, no sin malicia, todo “lo carpacciable”.
Y lo mismo ocurre con caviar, los “huevos salados (huevas) del esturión” que ahora son de lumpo, de berenjena, ¡cítricos..!, o sea, cualquier bolinga diminuta amparada en un nombre asociado a tentempié de millonario.
Por no hablar del tradicional milhojas, “dulce tradicional atribuido a la repostería francesa que consiste en un pastel de forma rectangular que contiene merengue o crema pastelera entre dos capas de hojaldre espolvoreado con azúcar glas.? Existen también variantes saladas”, con que nos distraen cuando, en lugar del crujiente hojaldre que esperamos ávidos, se nos planta ante el bigote una serie de capas de berenjena, de calabacín, de patata, de ruedas de molino laminadas -huy, perdón, ‘laminaditas’- para escándalo y crujir de tripas.
Y esa es otra. Los diminutivos. ¿Qué pasó con aquellos orondos cocineros de bigotón a la francesa, de aquellas matronas reinas de la espumadera y señoras del fogón, del cochinillo hendido por el plato y en su mitad farcido, del potaje como dios manda y Vázquez Montalbán bendice por boca de Carvalho? ¿Habrían ellos adulterado sus saberes adobándolos con la ‘ñoñolalia cocinil’ con que nos empachan, llena de verduritas troceaditas en julianita sobre un fondito de almejitas al orujo de olivitas suavemente reducidito?
Porque cuando la poesía -en riesgo de extinción en el mundo serio de libros y reseñas- llegó hasta la cocina, habitó entre sartenes y mandiles y probó woks y nitrógenos, biberones y jeringas, matraces y alquitaras pensativas capaces de alumbrar el mágico conjuro, empezamos a comer (perdón, a ‘degustar’) como quien comulga el corpus christi con unción. Y vinieron los aires airiños, las espumas, los humos y las tierras, los cristales, alfombras (o moquetas), aromas, capas y lechos, reducciones, cestillos, pizarras, chupachuses, nieves y soplos (al corazón), espejos y arcoiris, de modo que sale una del comedor como santa Teresa de sus éxtasis, alelada y…hambrienta.
¿Que exagero? Vamos a ver, vamos a ver, ¿quién no ha visto alguna vez, de cuerpo presente o diferido, delicias como nieve árabe con naranja sanguina de nuestro huerto; cristal de tocino con soplo de patxaranes; crujientes de gambita; alfombra de castañas con anguila; mandala especiado de flor de alcachofa y otras delicuescencias que florecen en cartas auténticas de restaurantes de verdad?
Una parte de la población se ceba con conservantes, humectantes, edulcorantes, gelificantes y saborizantes sobre base de basura, mientras la otra diseña platitos y texturitas para banquetes de Trimalción minimalista y elites hastiadas hasta de comer. Y al tiempo se refunda el capricho de lo extraño y hasta de lo asqueroso que, por venir de quien viene, es aceptado con sumisión boquiabierta, pues ¿quién se atreve a decirle al emperador que va desnudo si sale por la tele y todos se arrodillan?
Años después de que el hígado o la sangre, los callos, los sesos, los riñones y las sabrosas ancas de rana empezaran a repugnar a generaciones de nuevos ricos adictas al entrecôt de kobe, su testigo lo recogen nuevos ingredientes que rizan el rizo del absurdo y llenan cartas de restaurantes, florecientes programas de televisión y conversaciones ciudadanas más o menos atónitas. Nadie podría rehusar unas raspas fritas (estilo gato Silvestre), piel de pescado seca (receta inuit), bazo de calamar (se adjunta lupa), cartílagos de ave (sin especificar si buitre leonado, ñandú de la Pampa o modesta polla de agua remojadita y tierna), esperma de pescado (comentario censurado) y toda clase de insectos chocolateados, con arroz meloso o al crujiente de élitros. Y a ver quién da más. Y menos.
Vivimos tiempos de posverdad y farsa en que la imagen se infla mientras los contenidos se diluyen. En que parecer es mejor que ser y la mujer del césar no tendría que preocuparse más que de escoger al spin doctor más adecuado para maquillar su honradez. Y esto afecta a todos los ámbitos, incluso a los tradicionalmente más alejados del interés general.
Porque todo es espectáculo y muchas veces trampantojo. No es casualidad que ahora que la ideología y el compromiso ciudadanos se están quedando en ayunas, también nuestros estómagos padezcan orfandad.
Y nos conformemos con menús rococó que hagan mucho frufrú y nos dejen gagá.
Yo no sé qué ocurriría si de repente alguien con mucho bombo mediático, blog con pedigrí y gesto de artista mitad canalla mitad gurú religioso, insistiera en sacarnos de nuestro error secular y convencernos de que hay triángulos de cinco lados, diptongos de seis vocales, que la acelga es una pieza de la vaca y el codillo una fruta de sartén.
Porque algo semejante es lo que está pasando en los últimos tiempos con la gastronomía. Después de Adán, don Luis de Góngora y Huidobro, los cociniparlos se han lanzado enfervorecidos al bautismo verbal con la sana intención de cuadrar círculos de modo que cada ‘experiencia gastronómica’ en establecimiento de medio pelo, pelíntegro o pelo y medio nos obligue a consultar el diccionario de sinónimos, los manuales de etimología, retórica y estilística y otras ‘autoridades’ michelinescas.
Pongamos por ejemplo la palabra carpaccio, “preparación de carne cruda finamente cortada o majada hasta quedar fina, servida principalmente como aperitivo”.
Sin embargo, bajo su nombre nos ofrecerán, con ardor metafórico, láminas de gambas, de setas, de pulpo, de salmón…, lo que llama el crítico Xesco Bueno, no sin malicia, todo “lo carpacciable”.
Y lo mismo ocurre con caviar, los “huevos salados (huevas) del esturión” que ahora son de lumpo, de berenjena, ¡cítricos..!, o sea, cualquier bolinga diminuta amparada en un nombre asociado a tentempié de millonario.
Por no hablar del tradicional milhojas, “dulce tradicional atribuido a la repostería francesa que consiste en un pastel de forma rectangular que contiene merengue o crema pastelera entre dos capas de hojaldre espolvoreado con azúcar glas.? Existen también variantes saladas”, con que nos distraen cuando, en lugar del crujiente hojaldre que esperamos ávidos, se nos planta ante el bigote una serie de capas de berenjena, de calabacín, de patata, de ruedas de molino laminadas -huy, perdón, ‘laminaditas’- para escándalo y crujir de tripas.
Y esa es otra. Los diminutivos. ¿Qué pasó con aquellos orondos cocineros de bigotón a la francesa, de aquellas matronas reinas de la espumadera y señoras del fogón, del cochinillo hendido por el plato y en su mitad farcido, del potaje como dios manda y Vázquez Montalbán bendice por boca de Carvalho? ¿Habrían ellos adulterado sus saberes adobándolos con la ‘ñoñolalia cocinil’ con que nos empachan, llena de verduritas troceaditas en julianita sobre un fondito de almejitas al orujo de olivitas suavemente reducidito?
Porque cuando la poesía -en riesgo de extinción en el mundo serio de libros y reseñas- llegó hasta la cocina, habitó entre sartenes y mandiles y probó woks y nitrógenos, biberones y jeringas, matraces y alquitaras pensativas capaces de alumbrar el mágico conjuro, empezamos a comer (perdón, a ‘degustar’) como quien comulga el corpus christi con unción. Y vinieron los aires airiños, las espumas, los humos y las tierras, los cristales, alfombras (o moquetas), aromas, capas y lechos, reducciones, cestillos, pizarras, chupachuses, nieves y soplos (al corazón), espejos y arcoiris, de modo que sale una del comedor como santa Teresa de sus éxtasis, alelada y…hambrienta.
¿Que exagero? Vamos a ver, vamos a ver, ¿quién no ha visto alguna vez, de cuerpo presente o diferido, delicias como nieve árabe con naranja sanguina de nuestro huerto; cristal de tocino con soplo de patxaranes; crujientes de gambita; alfombra de castañas con anguila; mandala especiado de flor de alcachofa y otras delicuescencias que florecen en cartas auténticas de restaurantes de verdad?
Una parte de la población se ceba con conservantes, humectantes, edulcorantes, gelificantes y saborizantes sobre base de basura, mientras la otra diseña platitos y texturitas para banquetes de Trimalción minimalista y elites hastiadas hasta de comer. Y al tiempo se refunda el capricho de lo extraño y hasta de lo asqueroso que, por venir de quien viene, es aceptado con sumisión boquiabierta, pues ¿quién se atreve a decirle al emperador que va desnudo si sale por la tele y todos se arrodillan?
Años después de que el hígado o la sangre, los callos, los sesos, los riñones y las sabrosas ancas de rana empezaran a repugnar a generaciones de nuevos ricos adictas al entrecôt de kobe, su testigo lo recogen nuevos ingredientes que rizan el rizo del absurdo y llenan cartas de restaurantes, florecientes programas de televisión y conversaciones ciudadanas más o menos atónitas. Nadie podría rehusar unas raspas fritas (estilo gato Silvestre), piel de pescado seca (receta inuit), bazo de calamar (se adjunta lupa), cartílagos de ave (sin especificar si buitre leonado, ñandú de la Pampa o modesta polla de agua remojadita y tierna), esperma de pescado (comentario censurado) y toda clase de insectos chocolateados, con arroz meloso o al crujiente de élitros. Y a ver quién da más. Y menos.
Vivimos tiempos de posverdad y farsa en que la imagen se infla mientras los contenidos se diluyen. En que parecer es mejor que ser y la mujer del césar no tendría que preocuparse más que de escoger al spin doctor más adecuado para maquillar su honradez. Y esto afecta a todos los ámbitos, incluso a los tradicionalmente más alejados del interés general.
Porque todo es espectáculo y muchas veces trampantojo. No es casualidad que ahora que la ideología y el compromiso ciudadanos se están quedando en ayunas, también nuestros estómagos padezcan orfandad.
Y nos conformemos con menús rococó que hagan mucho frufrú y nos dejen gagá.