El junco
![[Img #47046]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/11_2019/7692_dsc_0182.jpg)
“Levantándose un fortísimo viento, el junco, como se curvaba e inclinaba ante el soplo de aquel, consiguió librarse de ser arrancado de raíz, mientras que la encina, por resistirse, fue arrancada de cuajo” (Esopo. Fábulas)
El junco no es un árbol, es tan solo una hierba. Una hierba que no tiene ramas, ni hojas, ni flores. No da frutos. Su tallo, verde por fuera y blanco por dentro, es fino y delicado, blando. El junco es un ser liviano, ingrávido, aéreo, vaporoso, a punto de soltarse de la tierra y salir volando. Simplemente, un ser sencillo, apenas visible, que nada tiene que ver con la encina o el roble, árboles hechos y derechos, soberbios, majestuosos, que crecen en la pradera, donde está la tierra buena, y se divisan desde cualquier parte, hasta desde las mismas montañas.
Sin embargo, yo quisiera tener la sabiduría que tiene el junco. Saber, como sabe él, vivir cada día en las orillas de los ríos, de las lagunas, de las charcas, o en cualesquiera otros humedales, entre el lodo negro, donde otras plantas son incapaces de echar raíces y acaban extinguiéndose. Saber cómo se las arregla, a pesar de su precariedad, de que una leve brisa ya le hace oscilar, cimbrearse, para crecer, tirar para arriba, en suelos tan pobres, improductivos, y, lo que es aún más difícil, para resistir tanto en verano, con la sequía y el calor sofocante, como en invierno, cuando llegan la nieve y los hielos, o el aire acerado que baja de la cumbres de las montañas al atardecer, hiriendo sin piedad, salvajemente, cuanto se encuentra por delante. Y saber, sobre todo, cómo hace, en los momentos malos, en esos en los que el cielo se torna proceloso, para defenderse de la furia del viento, que, impregnado de lluvia o nieve, corre de un lado para otro, aúlla, silba, como fuera de sí, descargando ciegamente golpes aquí y allá, algunos verdaderamente mortales. Cómo hace, ante esa fuerza titánica, para no quebrar, siendo mucho más débil que sus vecinos, la encina y el roble, que acaban finamente partidos por la mitad del tronco, o arrancados de cuajo y arrojados en el barranco, en la torrentera, como gigantes vencidos y humillados. Cómo hace para combarse, a veces hasta llegar a rozar con el extremo el mismo barro o el agua rizada de la laguna; para dejarse llevar, ahora para aquí, después para allí, más tarde para otro lado, y todo tan rápido, tan brusco, brutal. Para flexionarse de ese modo. Cómo ha logrado, una vez que el cielo se ha apaciguado y el día se ha vuelto quedo, para permanecer en el mismo sitio, incluso para refulgir con los primeros rayos de sol que han podido vencer la resistencia del metal de las nubes, en medio de una naturaleza lacerada por todos los costados, como si no hubiera pasado nada. Como si hace un momento, unos minutos tan solo, el mundo, lo mismo que una fiera, no hubiera rugido y temblado. No se hubiera vuelto loco.
Yo sé que, si yo supiera todo esto que sabe el junco y que muy pocos saben que lo sabe, lo sabría casi todo. Sabría que no se necesita saber mucho más.
“Levantándose un fortísimo viento, el junco, como se curvaba e inclinaba ante el soplo de aquel, consiguió librarse de ser arrancado de raíz, mientras que la encina, por resistirse, fue arrancada de cuajo” (Esopo. Fábulas)
El junco no es un árbol, es tan solo una hierba. Una hierba que no tiene ramas, ni hojas, ni flores. No da frutos. Su tallo, verde por fuera y blanco por dentro, es fino y delicado, blando. El junco es un ser liviano, ingrávido, aéreo, vaporoso, a punto de soltarse de la tierra y salir volando. Simplemente, un ser sencillo, apenas visible, que nada tiene que ver con la encina o el roble, árboles hechos y derechos, soberbios, majestuosos, que crecen en la pradera, donde está la tierra buena, y se divisan desde cualquier parte, hasta desde las mismas montañas.
Sin embargo, yo quisiera tener la sabiduría que tiene el junco. Saber, como sabe él, vivir cada día en las orillas de los ríos, de las lagunas, de las charcas, o en cualesquiera otros humedales, entre el lodo negro, donde otras plantas son incapaces de echar raíces y acaban extinguiéndose. Saber cómo se las arregla, a pesar de su precariedad, de que una leve brisa ya le hace oscilar, cimbrearse, para crecer, tirar para arriba, en suelos tan pobres, improductivos, y, lo que es aún más difícil, para resistir tanto en verano, con la sequía y el calor sofocante, como en invierno, cuando llegan la nieve y los hielos, o el aire acerado que baja de la cumbres de las montañas al atardecer, hiriendo sin piedad, salvajemente, cuanto se encuentra por delante. Y saber, sobre todo, cómo hace, en los momentos malos, en esos en los que el cielo se torna proceloso, para defenderse de la furia del viento, que, impregnado de lluvia o nieve, corre de un lado para otro, aúlla, silba, como fuera de sí, descargando ciegamente golpes aquí y allá, algunos verdaderamente mortales. Cómo hace, ante esa fuerza titánica, para no quebrar, siendo mucho más débil que sus vecinos, la encina y el roble, que acaban finamente partidos por la mitad del tronco, o arrancados de cuajo y arrojados en el barranco, en la torrentera, como gigantes vencidos y humillados. Cómo hace para combarse, a veces hasta llegar a rozar con el extremo el mismo barro o el agua rizada de la laguna; para dejarse llevar, ahora para aquí, después para allí, más tarde para otro lado, y todo tan rápido, tan brusco, brutal. Para flexionarse de ese modo. Cómo ha logrado, una vez que el cielo se ha apaciguado y el día se ha vuelto quedo, para permanecer en el mismo sitio, incluso para refulgir con los primeros rayos de sol que han podido vencer la resistencia del metal de las nubes, en medio de una naturaleza lacerada por todos los costados, como si no hubiera pasado nada. Como si hace un momento, unos minutos tan solo, el mundo, lo mismo que una fiera, no hubiera rugido y temblado. No se hubiera vuelto loco.
Yo sé que, si yo supiera todo esto que sabe el junco y que muy pocos saben que lo sabe, lo sabría casi todo. Sabría que no se necesita saber mucho más.