Cuentos de la última Navidad carbónica
La cacería
Durante la Navidad publicaremos cuatro cuentos que en conjunto expresan un deseo de descarbonización que incluiría la costumbre de los magos de regalar a algunos niños carbón, aunque fuera en dulce
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El invierno, recién comenzado, se anunciaba largo y frío. Los dos pequeños caminaban juntos por la nieve, en silencio, ensimismados, protegiéndose mutuamente del aire helado. Frente a ellos, el paisaje se extendía como una llanura infinita y uniforme de un blanco mate. El azul vivo del cielo se había ido tornando, poco a poco, cada vez más oscuro y ahora una luna menuda y gélida comenzaba a asomar por el horizonte.
Tengo hambre, gimoteó el más pequeño.
Ya, le contestó con desgana la niña, yo también.
Cuándo llegaremos, insistió él.
Pronto, dijo ella sin mucho convencimiento.
Continuaron caminando en silencio. Era parte de su conversación habitual. De vez en cuando él sollozaba intentando que no lo escuchase su hermana, aunque ambos sabían que era en balde.
Llevaban varios días caminando solos, viendo avanzar sus delgadas sombras por la nieve interminable. Habían abandonado la vieja fortaleza cuando ya era inevitable. Los pocos adultos que quedaban les habían aconsejado, a ellos y a los otros pequeños, que era lo mejor que podían hacer, que debían intentar ponerse a salvo mientras pudieran, que allí ya no había nada en lo que pudiesen colaborar. Pronto llegarían los hombres armados con palos, cruces y estacas y, si no conseguían hacerles frente, acabarían con todos, así que era mejor que, al menos ellos, consiguieran ponerse a salvo. Luego los habían llevado hasta el enorme portón de madera y los habían visto marchar indecisos, con ojos vidriosos, sin siquiera despedirse.
No habían sido los únicos. Otros pequeños, sucios y enflaquecidos como ellos, habían partido al mismo tiempo, hacía ya casi un mes, pero después de dos días de camino, decidieron dividirse. Unos irían hacia el oeste, buscando el mar, y otros continuarían la ruta hacia el sur. Les pareció que ese sería el único modo de despistar a sus posibles perseguidores y conseguir, tal vez, que alguno de los dos grupos se salvase. Se habían despedido sin firmeza, sabiendo que quizás no volvieran a verse.
El grupo del que ellos formaban parte lo integraban ocho, todos iban ateridos y asustados. Habían evitado, desde el principio, los caminos, pues en ellos podían encontrar hombres al acecho, armados, que habrían salido a la caza.
Intentaban seguir su ruta sin detenerse y por las noches, cuando ya no podían caminar más, buscaban refugio bajo unos árboles o junto a algún murete de los que separaban las fincas, o en alguna granja abandonada.
El frío persistía y el cielo vaporoso parecía anunciar la próxima nevada. A lo lejos, atravesando un montículo, los dos pequeños vieron brillar la luz rojiza en las ventanas de las cabañas de una aldea. Apenas les quedaba ya nada para comer, salvo los restos de un par de gallinas que habían conseguido robar la noche en que perecieron sus compañeros.
Por qué no nos acercamos, por qué tenemos que seguir caminando, preguntó el menor de los dos, tengo hambre y sueño y sed.
Pues bebe un poco de nieve. ¿Es que no te das cuenta de que seguir es lo mejor para nosotros?
Pero, ¿por qué? Estoy ya muy cansado, bufaba sin aliento.
¿Acaso no te acuerdas de lo que ocurrió a los otros?, dijo la niña intentando controlar su irritación. Luego lo cogió de la mano con dulzura y firmeza y siguieron caminando mientras lo escuchaba protestar por lo bajo.
Ellos formaban parte del grupo que había cogido el camino del sur. Tres noches antes se habían refugiado en un establo, aun sabiendo que la casa contigua estaba habitada. Tal vez había sido una temeridad, pero ya no aguantaban más el hambre y el frío y esperaban que el calor de los animales les ayudase a sobrellevarlo. Al menos allí podrían encontrar alimento para todos si bebían por turnos la sangre caliente de los terneros.
En mitad de la noche los habían despertado el bramido de los animales asustados, el crepitar de las maderas ardiendo y partiéndose y los ladridos de los perros que esperaban fuera acechantes junto a los trineos. Los hombres del exterior habían decidido prender fuego al establo con ellos y los animales dentro. Quizás por miedo a que estos hubieran sido atacados. Aterrorizados, los dos pequeños esperaron hasta que fue inevitable y consiguieron salir por la parte trasera cuando el techo comenzaba a derrumbarse. Sin embargo, vieron cómo el resto de sus compañeros, que habían huido presa del pánico intentando escabullirse entre los animales, fueron abatidos en mitad de la nieve nada más cruzar el portón de la entrada. Ellos dos, sin embargo, consiguieron huir corriendo a través de la oscuridad nocturna, dando tumbos hasta que estuvieron seguros de que ya no había más hombres armados ni casas en los alrededores. Nadie los persiguió entonces, quizás los hombres de los trineos ignorasen cuántos eran los que se habían refugiado aquella noche en el establo.
Sin embargo, pensaban que ahora habían encontrado su rastro.
A lo lejos sonaron los ladridos de los perros. Tal vez los hubiesen visto. Asustados, echaron a correr a grandes zancadas hasta internarse en un pequeño bosque que poblaba la ladera de la montaña. Se refugiaron tras unos matojos y escucharon de nuevo los ladridos y, ahora también, voces cada vez más cerca, rodeándolos.
No vamos a dispersarnos, con todo este jaleo solo habremos conseguido asustarlos, pero pueden atacarnos por sorpresa, dijo uno de los hombres armados, fijaos en estas huellas. Todavía no han sido cubiertas por la nieve.
¿Qué quieres decir, que tal vez no anden muy lejos? Se escuchó la voz ronca de otro de los que lo acompañaban. ¿Cuántos pueden ser?
Yo diría que dos y no muy grandes, observó el primero con convencimiento mientras seguía atisbando entre la nieve. Si los cazamos tal vez podamos obtener una buena recompensa por ellos.
Habían bajado del trineo al ver en el suelo las huellas que les habían llamado la atención.
Siendo pequeños, ¿no podríamos dejarlos huir?, señaló titubeante el de voz ronca.
¿Pero es que te has vuelto loco? Dijo el primero de los hombres. ¿Es que no recuerdas lo peligrosos que son, lo que acabarán haciendo a nuestras familias o a nuestros animales?
Desde su refugio entre los árboles la niña alzó la vista hacia la escarpada ladera boscosa. No podían quedarse donde estaban o acabarían encontrándolos. La única solución era huir hacia allí arriba. Jadeantes, comenzaron a escalar mientras, al fondo, los ladridos de los perros se confundían con las órdenes y las blasfemias de los hombres armados. Las luces de las antorchas se cruzaban en todas direcciones entre la espesura del bosque. Tenían que seguir subiendo antes de que los perros se percatasen de su presencia.
Por fin llegaron a la cumbre. Estaban sudorosos y extenuados y, quizás por ello, comentaron que parecía como si el vendaval hubiese amainado. Se sonrieron al verse, al menos momentáneamente, a salvo de sus perseguidores. Desde allí arriba podía otearse alrededor la gran extensión nevada con las luces de la aldea al fondo. Se refugiaron bajo unas rocas, a salvo de la ventisca, y, apoyados el uno en el otro, se quedaron profundamente dormidos.
Quién sabe cuánto tiempo habría pasado cuando una luz rojiza iluminó su escondite y la niña abrió los ojos. Era la parte superior del disco solar asomando por el horizonte. Le pareció una visión hermosa. Sabía que, aunque el mito y la superstición dijesen lo contrario y ellos prefiriesen la noche, la luz del día no les sentaba mal en absoluto. Quiso despertar al pequeño, que dormía con una plácida sonrisa en los labios dejando asomar unos pequeños colmillos puntiagudos, como los suyos, cada vez más desarrollados. Pensó que le gustaría que contemplase con ella aquella hermosa imagen del amanecer, pero luego decidió que, tal vez, sería mejor dejarlo descansar.
Entonces, como rompiendo la magia del momento, se escucharon murmullos y el sonido de pesadas botas a su alrededor.
Aquí están, gritó la voz de un hombre joven.
Surgieron entre las rocas más de una docena, armados con palos, estacas, crucifijos y teas ardiendo.
A los pocos minutos los hombres bajaron la ladera de la montaña jactanciosos, felices por haber capturado sin vida a su presa. Iban a trasladarlos a su aldea para exhibir ante los vecinos su victoria, para atemorizar a los niños con sus cuentos nocturnos, para demostrar lo valientes y civilizados que habían sido haciendo lo indecible por proteger a los suyos. Los llevaban en andas en una especie de camilla de transporte improvisada. Aquella noche de navidad celebrarían la paz en la tierra entre los hombres de buena voluntad. Marchaban cantando, ebrios de gozo, sin embargo, ninguno de ellos fue capaz de admirar, como había hecho la niña, la belleza del sol naciente asomando entre las montañas, la claridad del día filtrándose entre las ramas de los árboles, las cumbres plateadas por la luz del disco solar que traería a la aldea un nuevo día que transcurriría sin más, como otro cualquiera.
El invierno, recién comenzado, se anunciaba largo y frío. Los dos pequeños caminaban juntos por la nieve, en silencio, ensimismados, protegiéndose mutuamente del aire helado. Frente a ellos, el paisaje se extendía como una llanura infinita y uniforme de un blanco mate. El azul vivo del cielo se había ido tornando, poco a poco, cada vez más oscuro y ahora una luna menuda y gélida comenzaba a asomar por el horizonte.
Tengo hambre, gimoteó el más pequeño.
Ya, le contestó con desgana la niña, yo también.
Cuándo llegaremos, insistió él.
Pronto, dijo ella sin mucho convencimiento.
Continuaron caminando en silencio. Era parte de su conversación habitual. De vez en cuando él sollozaba intentando que no lo escuchase su hermana, aunque ambos sabían que era en balde.
Llevaban varios días caminando solos, viendo avanzar sus delgadas sombras por la nieve interminable. Habían abandonado la vieja fortaleza cuando ya era inevitable. Los pocos adultos que quedaban les habían aconsejado, a ellos y a los otros pequeños, que era lo mejor que podían hacer, que debían intentar ponerse a salvo mientras pudieran, que allí ya no había nada en lo que pudiesen colaborar. Pronto llegarían los hombres armados con palos, cruces y estacas y, si no conseguían hacerles frente, acabarían con todos, así que era mejor que, al menos ellos, consiguieran ponerse a salvo. Luego los habían llevado hasta el enorme portón de madera y los habían visto marchar indecisos, con ojos vidriosos, sin siquiera despedirse.
No habían sido los únicos. Otros pequeños, sucios y enflaquecidos como ellos, habían partido al mismo tiempo, hacía ya casi un mes, pero después de dos días de camino, decidieron dividirse. Unos irían hacia el oeste, buscando el mar, y otros continuarían la ruta hacia el sur. Les pareció que ese sería el único modo de despistar a sus posibles perseguidores y conseguir, tal vez, que alguno de los dos grupos se salvase. Se habían despedido sin firmeza, sabiendo que quizás no volvieran a verse.
El grupo del que ellos formaban parte lo integraban ocho, todos iban ateridos y asustados. Habían evitado, desde el principio, los caminos, pues en ellos podían encontrar hombres al acecho, armados, que habrían salido a la caza.
Intentaban seguir su ruta sin detenerse y por las noches, cuando ya no podían caminar más, buscaban refugio bajo unos árboles o junto a algún murete de los que separaban las fincas, o en alguna granja abandonada.
El frío persistía y el cielo vaporoso parecía anunciar la próxima nevada. A lo lejos, atravesando un montículo, los dos pequeños vieron brillar la luz rojiza en las ventanas de las cabañas de una aldea. Apenas les quedaba ya nada para comer, salvo los restos de un par de gallinas que habían conseguido robar la noche en que perecieron sus compañeros.
Por qué no nos acercamos, por qué tenemos que seguir caminando, preguntó el menor de los dos, tengo hambre y sueño y sed.
Pues bebe un poco de nieve. ¿Es que no te das cuenta de que seguir es lo mejor para nosotros?
Pero, ¿por qué? Estoy ya muy cansado, bufaba sin aliento.
¿Acaso no te acuerdas de lo que ocurrió a los otros?, dijo la niña intentando controlar su irritación. Luego lo cogió de la mano con dulzura y firmeza y siguieron caminando mientras lo escuchaba protestar por lo bajo.
Ellos formaban parte del grupo que había cogido el camino del sur. Tres noches antes se habían refugiado en un establo, aun sabiendo que la casa contigua estaba habitada. Tal vez había sido una temeridad, pero ya no aguantaban más el hambre y el frío y esperaban que el calor de los animales les ayudase a sobrellevarlo. Al menos allí podrían encontrar alimento para todos si bebían por turnos la sangre caliente de los terneros.
En mitad de la noche los habían despertado el bramido de los animales asustados, el crepitar de las maderas ardiendo y partiéndose y los ladridos de los perros que esperaban fuera acechantes junto a los trineos. Los hombres del exterior habían decidido prender fuego al establo con ellos y los animales dentro. Quizás por miedo a que estos hubieran sido atacados. Aterrorizados, los dos pequeños esperaron hasta que fue inevitable y consiguieron salir por la parte trasera cuando el techo comenzaba a derrumbarse. Sin embargo, vieron cómo el resto de sus compañeros, que habían huido presa del pánico intentando escabullirse entre los animales, fueron abatidos en mitad de la nieve nada más cruzar el portón de la entrada. Ellos dos, sin embargo, consiguieron huir corriendo a través de la oscuridad nocturna, dando tumbos hasta que estuvieron seguros de que ya no había más hombres armados ni casas en los alrededores. Nadie los persiguió entonces, quizás los hombres de los trineos ignorasen cuántos eran los que se habían refugiado aquella noche en el establo.
Sin embargo, pensaban que ahora habían encontrado su rastro.
A lo lejos sonaron los ladridos de los perros. Tal vez los hubiesen visto. Asustados, echaron a correr a grandes zancadas hasta internarse en un pequeño bosque que poblaba la ladera de la montaña. Se refugiaron tras unos matojos y escucharon de nuevo los ladridos y, ahora también, voces cada vez más cerca, rodeándolos.
No vamos a dispersarnos, con todo este jaleo solo habremos conseguido asustarlos, pero pueden atacarnos por sorpresa, dijo uno de los hombres armados, fijaos en estas huellas. Todavía no han sido cubiertas por la nieve.
¿Qué quieres decir, que tal vez no anden muy lejos? Se escuchó la voz ronca de otro de los que lo acompañaban. ¿Cuántos pueden ser?
Yo diría que dos y no muy grandes, observó el primero con convencimiento mientras seguía atisbando entre la nieve. Si los cazamos tal vez podamos obtener una buena recompensa por ellos.
Habían bajado del trineo al ver en el suelo las huellas que les habían llamado la atención.
Siendo pequeños, ¿no podríamos dejarlos huir?, señaló titubeante el de voz ronca.
¿Pero es que te has vuelto loco? Dijo el primero de los hombres. ¿Es que no recuerdas lo peligrosos que son, lo que acabarán haciendo a nuestras familias o a nuestros animales?
Desde su refugio entre los árboles la niña alzó la vista hacia la escarpada ladera boscosa. No podían quedarse donde estaban o acabarían encontrándolos. La única solución era huir hacia allí arriba. Jadeantes, comenzaron a escalar mientras, al fondo, los ladridos de los perros se confundían con las órdenes y las blasfemias de los hombres armados. Las luces de las antorchas se cruzaban en todas direcciones entre la espesura del bosque. Tenían que seguir subiendo antes de que los perros se percatasen de su presencia.
Por fin llegaron a la cumbre. Estaban sudorosos y extenuados y, quizás por ello, comentaron que parecía como si el vendaval hubiese amainado. Se sonrieron al verse, al menos momentáneamente, a salvo de sus perseguidores. Desde allí arriba podía otearse alrededor la gran extensión nevada con las luces de la aldea al fondo. Se refugiaron bajo unas rocas, a salvo de la ventisca, y, apoyados el uno en el otro, se quedaron profundamente dormidos.
Quién sabe cuánto tiempo habría pasado cuando una luz rojiza iluminó su escondite y la niña abrió los ojos. Era la parte superior del disco solar asomando por el horizonte. Le pareció una visión hermosa. Sabía que, aunque el mito y la superstición dijesen lo contrario y ellos prefiriesen la noche, la luz del día no les sentaba mal en absoluto. Quiso despertar al pequeño, que dormía con una plácida sonrisa en los labios dejando asomar unos pequeños colmillos puntiagudos, como los suyos, cada vez más desarrollados. Pensó que le gustaría que contemplase con ella aquella hermosa imagen del amanecer, pero luego decidió que, tal vez, sería mejor dejarlo descansar.
Entonces, como rompiendo la magia del momento, se escucharon murmullos y el sonido de pesadas botas a su alrededor.
Aquí están, gritó la voz de un hombre joven.
Surgieron entre las rocas más de una docena, armados con palos, estacas, crucifijos y teas ardiendo.
A los pocos minutos los hombres bajaron la ladera de la montaña jactanciosos, felices por haber capturado sin vida a su presa. Iban a trasladarlos a su aldea para exhibir ante los vecinos su victoria, para atemorizar a los niños con sus cuentos nocturnos, para demostrar lo valientes y civilizados que habían sido haciendo lo indecible por proteger a los suyos. Los llevaban en andas en una especie de camilla de transporte improvisada. Aquella noche de navidad celebrarían la paz en la tierra entre los hombres de buena voluntad. Marchaban cantando, ebrios de gozo, sin embargo, ninguno de ellos fue capaz de admirar, como había hecho la niña, la belleza del sol naciente asomando entre las montañas, la claridad del día filtrándose entre las ramas de los árboles, las cumbres plateadas por la luz del disco solar que traería a la aldea un nuevo día que transcurriría sin más, como otro cualquiera.