Cuentos de la última Navidad carbónica
Leonia o el silbato del príncipe
![[Img #47621]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/12_2019/6325_ars-via-maragatos-014.jpg)
El pequeño príncipe se desperezó. Abrió su boquita de seis años y se asomó al balcón. La nieve de diciembre cubría las hojas del pinar cercano a palacio. En el pequeño lago del jardín, una pareja de patos, jugaba a deslizarse por la capa de hielo que el frío nocturno había formado. Todo era blanco y transparente como en los inviernos de los cuentos.
Una alegría estremecedora invadió su cuerpecito. Tocó la campanilla de plata que reposaba en su mesilla de noche: cuando necesitaba algo con urgencia debía avisar a su cuidadora. Esmeralda, que así se llamaba la niñera, apareció en la puerta con el desayuno. Aunque desayunar no era exactamente para lo que el pequeño príncipe había solicitado su presencia. Con paciencia y sin rechistar tomó el zumo de naranja. Sabía que ella se enfadaría mucho si remoloneaba y hoy no le convenía llevarle la contraria, pues sus planes eran otros.
Esa misma mañana, en la ciudad cubierta por la nieve, se iban instalando carromatos, puestos de artesanos, mercancías variadísimas y hasta una feria de tiovivos de madera, casetas de tiro al blanco y un sinfín de novedades venidas de muy lejos con motivo de las celebraciones navideñas. Todo tipo de productos y confites se daban allí cita para realizar las delicias de chicos y grandes, pero sobre todo del pequeño príncipe que jamás había asistido a semejante espectáculo, a pesar de rogar insistentemente por ello. Este año por fin, su padre, el rey más joven y apuesto de Leonia, accedía al deseo de su hijo siempre y cuando saliese de incógnito de la mano de su fiel Esmeralda.
Así pues el día esperado se extendía ante la mirada ilusionada de nuestro pequeño príncipe. Un sol cobarde iluminaba el paisaje nevado consiguiendo un fulgor tan apetecible como un helado de nata recién batida.
Después de prepararse concienzudamente para no ser reconocidos, salieron por la puerta trasera de palacio ataviados con grandes abrigos y enormes botas que encontraron en las caballerizas; igual que si fuesen una madre y su hijito a punto de pedir limosna; tal era el trato que el rey propuso y habían de cumplir.
El palacio distaba tres kilómetros exactos de la ciudad.
Bajando por una colina atravesaron la parte este del extenso bosque que rodeaba la propiedad. A lo lejos se podían divisar las torres de la catedral y unos cuantos campanarios de las villas cercanas. El paseo, bajo el crujir de sus pisadas en la nieve, se les antojaba delicioso. El nerviosismo que transmite la novedad conseguía que el príncipe temblase de emoción y estornudase cada dos por tres.
Al cabo de media hora cruzaron la ciudad en busca del mercado navideño y al fin se mostró ante su mirada una ciudad de irreconocible paisaje-torbellino.
Los ojos asombrados del pequeño no daban abasto a mirar a derecha e izquierda. La novedad le abrumaba, el colorido, el griterío de los vendedores anunciando su mercancía producía en él música insólita y un bombardeo de sensaciones desconocidas.
A cada paso el éxtasis se apoderaba de él. Acostumbrado a permanecer entre algodones y personas mayores, muy serias y contenidas, este conocimiento del mundo exterior le fascinó. Todo lo quería tocar, oler, probar, vender, manosear, como niño que era.
Sí, pensó de inmediato, sería comerciante. Vendería caramelos y manzanas teñidas de azul, pasteles de calabaza y barquillos de chocolate. Quería ser como esos vendedores ambulantes que anunciaban su mercancía: alegres y gritones. Rodeados de juguetes de madera y dulces multicolor.
Esmeralda tiraba de él apretando el paso, temiendo ser reconocidos al menor descuido, pero nuestro príncipe escrutaba los puestos con minuciosidad fijándose en cada detalle. Comenzaba a sentir un hambre feroz ante tanta mercancía olorosa y apetecible.
Se detuvo ante uno de churros, fascinado ante la habilidad extraordinaria de la mujer que, con unas pinzas largas, sacaba espirales gigantes de masa dorada de una enorme sartén para cortarlas con unas tijeras y formar cucuruchos de churros humeantes y deliciosos. Tan interesado y absorto lo vio, que inmediatamente le ofreció uno. Con aquel abrigo enorme y las botas sucias por el barrizal, que se empezaba a formar después de la nevada, la churrera lo tomó por un granujilla. El príncipe aceptó de inmediato el manjar que devoró ante la mirada atónita de Esmeralda que, de un tirón de brazo, lo apartó de allí. La reprimenda no sirvió para disuadirle de la decisión de convertirse algún día en churrero. Lo había decidido así, de pronto, como se toman las decisiones irrenunciables.
El príncipe soñaba cada día con la feria y el mercado que, al fin, había conocido y le había deslumbrado tanto. Era una suerte que su padre, el Rey de Leonia, hubiese accedido a su deseo de realizar esta excursión a la ciudad aunque fuese camuflado. Por eso a última hora envió una carta nueva a los magos de oriente en la que les pedía que se olvidasen de todos los juguetes que había solicitado. Ahora lo único que les rogaba era un puesto de churros en el mercado. Nada más. Al fin, su mundo era otro bien diferente de jardines y palcos en el teatro. De molestos ropajes de terciopelo y manos aseadas para tocar el piano. Se dedicaría a ser churrero, comerciante de golosinas, recorrería las ciudades en un carromato pintado de verde y azul.
Los Reyes magos lo conceden todo -pensaba-, eran más poderosos que su padre y desde luego su cometido era exclusivamente realizar, en la medida de lo posible, los deseos de los niños. Por lo tanto confiaba plenamente en que su petición fuese aceptada. Al fin y al cabo un puesto de churros no era mucho pedir.
Al amanecer se dirigió a la sala de festejos en la que cada año se instalaba el belén. Allí se repartían los regalos para toda la servidumbre de palacio y también para él. Los reyes magos lo habían dejado todo ordenado con tarjetas al pie de cada paquete nombrando a sus destinatarios. Esmeralda se acercó a recoger el suyo, que pesaba una barbaridad, y así fueron pasando cocineros, jardineros, el ama de llaves, el cochero, el chico de las caballerizas, hasta que no quedó ni un solo presente en la sala. ¿Y el suyo? -¿acaso la carta que envió a última hora se había extraviado? -no podía ser, ya que en tal caso los primeros juguetes que solicitó estarían ahora en su poder. Quizás con las prisas de última hora los reyes magos encontraron muchas dificultades para enviarle el puesto de churros, realmente no sería sencillo conseguir un regalo tan sofisticado. Sumido en estos pensamientos y algo desolado, por encontrarse con las manos vacías, el día en que todos los niños del reino disfrutaban con sus juguetes nuevos; resolvió crear su propio puesto de churros. No estaba dispuesto a pasar la tarde aburrido y lloroso en su cuarto con la buena de Esmeralda consolándole e intentando que jugase a lo de siempre.
Poniéndose manos a la obra bajó a la cocina de palacio y buscó papel de envolver, pinzas de la ropa, un silbato y unas tijeras. La mesa vieja que encontró en el desván, y que había pertenecido al carpintero real, serviría de mostrador. Con todos esos elementos se instaló en el recibidor, bajo las escalinatas, allí comenzó el juego más apasionante de su vida.
Montó una espiral de pinzas unidas entre sí simulando un tren, a continuación las separó con las tijeras como había visto realizar a la churrera y, con el papel, formó cucuruchos que iba rellenando de pinzas. Con el silbato a todo sonar anunció la mercancía y fue apareciendo el séquito por su ‘puesto de churros.’ Para todos hubo cucuruchos. Hasta su padre el rey se puso a la cola para comprar el suyo.
Aplaudieron su fenomenal idea. Sin duda se trataba de un príncipe ingenioso.
El rey ordenó averiguar el paradero de la señora churrera del mercado, para darle las gracias sobre la ilusión que había despertado en su hijo, invitándola a pasar por las cocinas de palacio con el fin de enseñar al príncipe a preparar churros reales (nunca mejor dicho) tal era el afán del chiquillo.
A partir de ese momento todo fue sobre ruedas. Nuestro príncipe adquirió una asombrosa destreza con las enseñanzas de la nueva cocinera (contratada por el rey)
Durante los años posteriores, en el mercado navideño, un flamante puesto de olorosos churros con el nombre de ‘CHURROS ESMERALDA’ y regentado por un chiquillo que recordaba asombrosamente al príncipe, realizaba las delicias de chicos y grandes.
Sin duda sus facciones se asemejaban de un modo impactante.
-Se parecía demasiado al hijo del rey - comentaban algunos.
Pero no. No podía ser. ¿Cómo iba a ser? este era pecoso y utilizaba silbato.
El pequeño príncipe se desperezó. Abrió su boquita de seis años y se asomó al balcón. La nieve de diciembre cubría las hojas del pinar cercano a palacio. En el pequeño lago del jardín, una pareja de patos, jugaba a deslizarse por la capa de hielo que el frío nocturno había formado. Todo era blanco y transparente como en los inviernos de los cuentos.
Una alegría estremecedora invadió su cuerpecito. Tocó la campanilla de plata que reposaba en su mesilla de noche: cuando necesitaba algo con urgencia debía avisar a su cuidadora. Esmeralda, que así se llamaba la niñera, apareció en la puerta con el desayuno. Aunque desayunar no era exactamente para lo que el pequeño príncipe había solicitado su presencia. Con paciencia y sin rechistar tomó el zumo de naranja. Sabía que ella se enfadaría mucho si remoloneaba y hoy no le convenía llevarle la contraria, pues sus planes eran otros.
Esa misma mañana, en la ciudad cubierta por la nieve, se iban instalando carromatos, puestos de artesanos, mercancías variadísimas y hasta una feria de tiovivos de madera, casetas de tiro al blanco y un sinfín de novedades venidas de muy lejos con motivo de las celebraciones navideñas. Todo tipo de productos y confites se daban allí cita para realizar las delicias de chicos y grandes, pero sobre todo del pequeño príncipe que jamás había asistido a semejante espectáculo, a pesar de rogar insistentemente por ello. Este año por fin, su padre, el rey más joven y apuesto de Leonia, accedía al deseo de su hijo siempre y cuando saliese de incógnito de la mano de su fiel Esmeralda.
Así pues el día esperado se extendía ante la mirada ilusionada de nuestro pequeño príncipe. Un sol cobarde iluminaba el paisaje nevado consiguiendo un fulgor tan apetecible como un helado de nata recién batida.
Después de prepararse concienzudamente para no ser reconocidos, salieron por la puerta trasera de palacio ataviados con grandes abrigos y enormes botas que encontraron en las caballerizas; igual que si fuesen una madre y su hijito a punto de pedir limosna; tal era el trato que el rey propuso y habían de cumplir.
El palacio distaba tres kilómetros exactos de la ciudad.
Bajando por una colina atravesaron la parte este del extenso bosque que rodeaba la propiedad. A lo lejos se podían divisar las torres de la catedral y unos cuantos campanarios de las villas cercanas. El paseo, bajo el crujir de sus pisadas en la nieve, se les antojaba delicioso. El nerviosismo que transmite la novedad conseguía que el príncipe temblase de emoción y estornudase cada dos por tres.
Al cabo de media hora cruzaron la ciudad en busca del mercado navideño y al fin se mostró ante su mirada una ciudad de irreconocible paisaje-torbellino.
Los ojos asombrados del pequeño no daban abasto a mirar a derecha e izquierda. La novedad le abrumaba, el colorido, el griterío de los vendedores anunciando su mercancía producía en él música insólita y un bombardeo de sensaciones desconocidas.
A cada paso el éxtasis se apoderaba de él. Acostumbrado a permanecer entre algodones y personas mayores, muy serias y contenidas, este conocimiento del mundo exterior le fascinó. Todo lo quería tocar, oler, probar, vender, manosear, como niño que era.
Sí, pensó de inmediato, sería comerciante. Vendería caramelos y manzanas teñidas de azul, pasteles de calabaza y barquillos de chocolate. Quería ser como esos vendedores ambulantes que anunciaban su mercancía: alegres y gritones. Rodeados de juguetes de madera y dulces multicolor.
Esmeralda tiraba de él apretando el paso, temiendo ser reconocidos al menor descuido, pero nuestro príncipe escrutaba los puestos con minuciosidad fijándose en cada detalle. Comenzaba a sentir un hambre feroz ante tanta mercancía olorosa y apetecible.
Se detuvo ante uno de churros, fascinado ante la habilidad extraordinaria de la mujer que, con unas pinzas largas, sacaba espirales gigantes de masa dorada de una enorme sartén para cortarlas con unas tijeras y formar cucuruchos de churros humeantes y deliciosos. Tan interesado y absorto lo vio, que inmediatamente le ofreció uno. Con aquel abrigo enorme y las botas sucias por el barrizal, que se empezaba a formar después de la nevada, la churrera lo tomó por un granujilla. El príncipe aceptó de inmediato el manjar que devoró ante la mirada atónita de Esmeralda que, de un tirón de brazo, lo apartó de allí. La reprimenda no sirvió para disuadirle de la decisión de convertirse algún día en churrero. Lo había decidido así, de pronto, como se toman las decisiones irrenunciables.
El príncipe soñaba cada día con la feria y el mercado que, al fin, había conocido y le había deslumbrado tanto. Era una suerte que su padre, el Rey de Leonia, hubiese accedido a su deseo de realizar esta excursión a la ciudad aunque fuese camuflado. Por eso a última hora envió una carta nueva a los magos de oriente en la que les pedía que se olvidasen de todos los juguetes que había solicitado. Ahora lo único que les rogaba era un puesto de churros en el mercado. Nada más. Al fin, su mundo era otro bien diferente de jardines y palcos en el teatro. De molestos ropajes de terciopelo y manos aseadas para tocar el piano. Se dedicaría a ser churrero, comerciante de golosinas, recorrería las ciudades en un carromato pintado de verde y azul.
Los Reyes magos lo conceden todo -pensaba-, eran más poderosos que su padre y desde luego su cometido era exclusivamente realizar, en la medida de lo posible, los deseos de los niños. Por lo tanto confiaba plenamente en que su petición fuese aceptada. Al fin y al cabo un puesto de churros no era mucho pedir.
Al amanecer se dirigió a la sala de festejos en la que cada año se instalaba el belén. Allí se repartían los regalos para toda la servidumbre de palacio y también para él. Los reyes magos lo habían dejado todo ordenado con tarjetas al pie de cada paquete nombrando a sus destinatarios. Esmeralda se acercó a recoger el suyo, que pesaba una barbaridad, y así fueron pasando cocineros, jardineros, el ama de llaves, el cochero, el chico de las caballerizas, hasta que no quedó ni un solo presente en la sala. ¿Y el suyo? -¿acaso la carta que envió a última hora se había extraviado? -no podía ser, ya que en tal caso los primeros juguetes que solicitó estarían ahora en su poder. Quizás con las prisas de última hora los reyes magos encontraron muchas dificultades para enviarle el puesto de churros, realmente no sería sencillo conseguir un regalo tan sofisticado. Sumido en estos pensamientos y algo desolado, por encontrarse con las manos vacías, el día en que todos los niños del reino disfrutaban con sus juguetes nuevos; resolvió crear su propio puesto de churros. No estaba dispuesto a pasar la tarde aburrido y lloroso en su cuarto con la buena de Esmeralda consolándole e intentando que jugase a lo de siempre.
Poniéndose manos a la obra bajó a la cocina de palacio y buscó papel de envolver, pinzas de la ropa, un silbato y unas tijeras. La mesa vieja que encontró en el desván, y que había pertenecido al carpintero real, serviría de mostrador. Con todos esos elementos se instaló en el recibidor, bajo las escalinatas, allí comenzó el juego más apasionante de su vida.
Montó una espiral de pinzas unidas entre sí simulando un tren, a continuación las separó con las tijeras como había visto realizar a la churrera y, con el papel, formó cucuruchos que iba rellenando de pinzas. Con el silbato a todo sonar anunció la mercancía y fue apareciendo el séquito por su ‘puesto de churros.’ Para todos hubo cucuruchos. Hasta su padre el rey se puso a la cola para comprar el suyo.
Aplaudieron su fenomenal idea. Sin duda se trataba de un príncipe ingenioso.
El rey ordenó averiguar el paradero de la señora churrera del mercado, para darle las gracias sobre la ilusión que había despertado en su hijo, invitándola a pasar por las cocinas de palacio con el fin de enseñar al príncipe a preparar churros reales (nunca mejor dicho) tal era el afán del chiquillo.
A partir de ese momento todo fue sobre ruedas. Nuestro príncipe adquirió una asombrosa destreza con las enseñanzas de la nueva cocinera (contratada por el rey)
Durante los años posteriores, en el mercado navideño, un flamante puesto de olorosos churros con el nombre de ‘CHURROS ESMERALDA’ y regentado por un chiquillo que recordaba asombrosamente al príncipe, realizaba las delicias de chicos y grandes.
Sin duda sus facciones se asemejaban de un modo impactante.
-Se parecía demasiado al hijo del rey - comentaban algunos.
Pero no. No podía ser. ¿Cómo iba a ser? este era pecoso y utilizaba silbato.