Ángel Alonso Carracedo
Sábado, 11 de Enero de 2020

Dos hombres

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Cerré la Navidad con una sensibilidad espiritual de la que carecí durante su celebración. Lo tomé como un regalo tardío de los Magos. Las comúnmente llamadas fiestas hace tiempo que me dejaron un reguero de escepticismo sujeto a obligaciones sociales que, precisamente, por eso, por obligaciones, bastantes, carentes de devoción, me sumen en una incómoda resignación. Encima, este año inauguré su paso por ellas con la ausencia de un ser muy próximo, cuya falta ha multiplicado, con aritmética potencial, mi cariño ya en forma de recuerdo.

 

Recién recogidos los adornos, como alegoría de una prisa por cerrar un tiempo de demasiadas oscuridades internas, en ese par de horas del reposo previo al sueño, me decidí por ver la película Los Dos Papas. Amigos y conocidos, algunos no precisamente religiosos,  que la habían visionado, me comentaron el impacto que les produjo. No omito tampoco el efecto llamada de las críticas profesionales en su recorrido por las distintas facetas técnicas de la película. Pero en mí pudo más rellenar el vacío que me habían dejado las fechas aún calientes de la Navidad, y en la decisión se dejó oír más la voz de los legos que la de los eruditos.

 

Puedes verla en clave de documental, mucho más que en la de superproducción, aunque la estética, los decorados, el guión, la puesta en escena, las interpretaciones y la dirección rayan a la altura de una obra maestra. Buena parte de su metraje es el diálogo entre los dos Pontífices, el ejerciente y el emérito, que timonean la nave de la Iglesia Católica en las aguas turbulentas de una época magra en valores éticos y obesa hasta la morbidez en el ensueño de una tecnología mesiánica que parece buscar los atributos de la divinidad con los dogmas y milagros de sus algoritmos.

 

Ratzinger y Bergoglio, o sus remedos cinematográficos, Antonhy Hopkins y Jonathan Price (de sorprendente parecido con el auténtico), se despojan de los atributos papales que hemos imaginado,  y se transforman en dos hombres con los claroscuros de la humanidad. Dejan de ser sucesores de Pedro. No nacen de una revelación divina, sino de lo más profundo de la tierra; el uno, con su portentosa intelectualidad a cuestas; el otro, con su carisma de párroco de barriada miserable. De un plumazo han mandado a hacer gárgaras infalibilidades dogmáticas impuestas para vencer sin convencer. Los ves así, y si haces abstracción de las magnificencias vaticanas, perfectamente pueden ser dos jubilados en la cálida solanera de un banco (de los de sentarse, que las sensibilidades están a flor de piel) en frío día invernal, pugnando con sus batallitas que, en su caso, son un pulso entre miedos e inseguridades.

 

Descubres en el llamado representante de Dios en la tierra los remordimientos de conciencia por el papel desempeñado en la etapa dictatorial de su país y cómo su antagonista le exonera reconociéndole que ha hecho todo lo que ha podido. Impresionante demostración de comprensión humana, en las antípodas de una divinidad omnipotente que nos ha hecho creer transmitía sin fisuras a sus delegados en este mundo. Oyes al alemán, un hombre que retomó el papel de inquisidor con la persecución a los religiosos díscolos de la Teología de la Liberación, nacida al amparo de la miseria material del Tercer Mundo, confesar, casi como pecado, haber tirado su infancia por la soberbia de una intelectualidad precoz.

 

El director brasileño Fernando Meirelles ha configurado en esta cinta los caminos de un papado moderno que, con toda probabilidad, necesite en esta primera transición  de la bicefalia que representa de forma tan sutil, por una parte, la conjunción entre la erudición de Ratzinger y el entusiasmo de cura misionero de Bergoglio; y de otra parte, de la tradición religiosa europea, aristotélica y tomista, y del fervor religioso con tintes contestatarios del Tercer Mundo. Ya ejerce un Papa de esa parte del orbe, el primero, pionero también en orden religiosa y en el nombre de Francisco, un santo que anduvo el tortuoso camino de las revoluciones interiores del hombre. Dos símbolos muy poderosos.

 

La subyugante humanidad de Pepe y de Jorge se fuerza algo en la escena del baile del tango en una galería exterior de San Pedro. Algo menos, en la final del Mundial de fútbol, que el destino quiso que enfrentaran a Alemania y Argentina,  y que la pareja sigue por televisión con el ritual de unos forofos. Claro que la escena es creíble de la mano directora de un brasileño, para quien, como sucede a la casi totalidad de sus compatriotas, el fútbol tiene infinidad de códigos por descifrar.      

 

Bajando a la tierra, es del todo una pena que esta película se distribuya por una cadena televisiva de pago, rehuyendo los canales comerciales, contagiados ya hasta el exceso de las seguridades comerciales de las hazañas imposibles de los superhéroes marvelianos y de los efectos especiales que les acompañan en uso y abuso. El mundo del séptimo arte necesita su propia revolución, y ya que la cosa va de divinidades, de un milagro, no otro que retornar al rodaje de maravillosas historias e interpretaciones como la aquí se nos cuenta sobre dos hombres, en toda la cúspide, como cualquiera de nosotros.

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