Pilar Blanco
Sábado, 11 de Enero de 2020

El sueño del silencio

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                                 El silencio permite escuchar y no ocupar el espacio que deja desnudo                                                                       en el alma del otro. Solo el silencio permite contemplar al otro.

                                                                                                                           Pascal Quignard

                       

 

Tengo la teoría de que hay muchas familias que se soportan a duras penas. El silencio, en estos casos, es el altavoz de sus miserias, el foco que señala lo insoportable. Y al tiempo, la llamada de auxilio que intentan encubrir.

 

En España está mal visto. Su voz muda clama en un desierto estrepitoso donde todos compiten por lograr la mejor pieza.

 

Unos le disparan decibelios tronantes que hacen vibrar ventanas y perturban el sueño de los niños. Otros saludan al sol con sus perros histéricos, con sus conciertos de bocina halamadrid, con sus gritos para llamar, para advertir, para la ‘discreta’ conversación manos libres con que la intimidad se mudó sin dejar dirección.

 

Luego está el progreso: motosierras y bombas, camiones que riegan, limpian y dan esplendor a los bordillos, los sopladores de hojas de todas las siestas, las podadoras y segadoras que arrinconaron la silenciosa hoz, los taladros trepanatímpanos, radiales y demás trompetería del Juicio Final. Y la tapa de la alcantarilla que hace climp, y ese helicóptero sobrevolador no identificado. Y sirenas sin mar. Y pitidos sin cauce.

 

Sin olvidarnos de los estertores sonoros de la vida natural: la pajarería universal saludando al padre Sol a todo tronotrino, y esos niños que lloran, y esas madres que gritan, y esos padres de gooooool.

 

Pero llega la noche, “íntima como una pequeña plaza”. Esas noches aromadas de jazmín y fritanga verbenera en que la humanidad, ávida de sensaciones, se lanza a las calles que hierven de música y cohetería. Arden las discotecas, bares de copas y botellón arrastrado y basuril. Arden las fiestas de amigos, urbanizaciones, barrios, pobladuras. Los pasacalles y ‘despertás’, los ‘noteduermas’ y ‘trasnochás’, como si viviéramos en un país de Jauja donde nadie madruga para ir a trabajar, donde no hay turnos de noche que precisan descanso durante el día; donde no existe el respeto por los demás. Con coches turbo, con motos turba (infame), con gritos etílicos, con excreciones mefíticas.

 

Mientras, naturalmente por nuestro bien, las sirenas de las ambulancias, bomberos y policía iluminan de azules y rojos las escasas tinieblas. Contaminación acústica, contaminación lumínica, contaminación olfativa, contaminación verbal… el círculo vicioso del ruido entona al unísono la canción del verano, que ya no resucita y saca del sarcófago a Georgie Dann, sino que pastelea gangosa los ritmos latinos que harían llorar a Gardel, Chavela o Indio Fernández.

 

Pero la kermés nunca cesa, acabamos de sufrirlo en una Navidad más de funfunfunes para devotos y descreídos, para los niños aferrados a sus sueños y para los mayores hipotecados por los suyos. En ella Vigo (y Madrid y Málaga y Villazarrias del Gollete) ha seguido clavando su pica flamígera en el mapa de la insensatez, al tiempo que el planeta se desangra envuelto en colorines y luminaria irresponsable y un cielo de estrellas vencidas sucumbe bajo el imperio de patéticos Midas de oropel, que pregonan su mucho ruido y pocas nueces, su reluciente vaciedad en exceso, contaminación y consumismo.

 

Dormir no es opción. Es morir un poco, cosa de viejos o asociales. O de viejos asociales que aspiran a un silencio que recaba escasos seguidores en las redes.

 

Porque el silencio nos deja desnudos ante nuestros pensamientos. Y es duro comprobar, una vez más, que en los cajones del cerebro nada por aquí, nada por allá.

 

Y no hay mago ni chistera que lo arreglen.

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