Javier Huerta
Sábado, 18 de Enero de 2020

Orwell

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     ?Hay una palabra en neolengua, dijo Syme, que no sé si la conoces: pathablar, o sea, hablar de modo que recuerde el cuac-cuac de un pato. Es una de esas palabras interesantes que tienen dos sentidos contradictorios. Aplicada a un contrario, es un insulto; aplicada a alguien con quien estés de acuerdo, es un elogio.

(George Orwell: 1984)

 

 

Pese a los muchos y hondos problemas que España tiene, andan nuestros políticos metidos a gramáticos, queriendo enmendarles la plana a Gili Gaya, Alarcos Llorach, Ignacio Bosque o el mismísimo Elio Antonio de Nebrija, autor de la primera Gramática castellana (1492), que en su más allá debe pasar no pocas noches de insomnio, desvelado por la deriva que nuestra lengua está tomando en boca de los tales. Hace unos meses mandó el gobierno a la Real Academia Española el texto de la Constitución, con la intención de recabar un informe sobre el mismo por si precisara de correcciones en su morfología (la sintaxis y la semántica, no les interesan por ahora) y pudiera ajustarse a la imperante ideología de género, que, como es sabido, niega el carácter inclusivo del plural masculino en español. Es posible que alguno o alguna de estos políticos tuviera in mente, como posible modelo para la eventual reforma de nuestra Carta Magna, la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, que, en punto a cuestionar la inclusividad de dicho plural, brilla entre las más disparatadas y extravagantes. La reiteración de los artículos los y las, en compañía de sus correspondientes sustantivos, adjetivos y participios, todos ellos con sus morfemas masculino y femenino bien explicitados, hace que el número de palabras y de páginas se dispare ad absurdum en esa Constitución que de nada puede ser ejemplo si no es de la estulticia del ya fallecido Tirano Banderas que la inspiró.

           

Me temo que, por mucho y razonado que sea el informe académico, de poco valdrá ante la sinrazón de estos políticos anti-sistema gramatical nuestros, y así seguiremos viendo cómo a la lengua de Cervantes y García Márquez se la maltrata sin piedad y, lo que es peor, sin sentido alguno del ridículo. En la reciente jura de ministros ante el Rey, habrán podido advertir mis lectores al menos tres modos de denominar la misma cosa, esto es, el órgano para el cual han sido nombrados: a) el modo ortodoxo, o sea, el de quienes han usado la fórmula tradicional, Consejo de ministros, que, según nuestra gramática, engloba a hombres y mujeres; b) el modo bolivariano, es decir el de aquellos que cuestionan la inclusividad del plural masculino: Consejo de ministros y ministras; y c) el modo provocativo: Consejo de ministras, fórmula, en la que, por más que se empeñen, no caben los hombres.

           

Como todo se pega, el mal ejemplo está cundiendo en otros sectores no políticos; el universitario, por ejemplo. Debiera ser la universidad el ámbito por antonomasia del rigor y la cordura, pero lamentablemente se ha convertido en el sostén ideológico de la llamada Corrección política. Incluso, las facultades de Filología, que habrían de ser bastiones del buen decir, parecen contagiadas de la enfermedad, y no son pocos los colegas que proponen signos y grafías alternativos al alfabeto castellano. He aquí una breve tipología: a) la barra: «Queridos/as alumnos/as»; b) la arroba, emblema de la era digital en que vivimos: «Querid@s alumn@s»; c) la equis: «Queridxs alumnxs»; y d) la que pudiéramos denominar pansexualista y que tiene muchos partidarios en los últimos tiempos: «Queridos alumnos, queridas alumnas, querides alumnes».

 

Frente al esperpéntico espectáculo que ofrecen nuestras presuntas élites, el sufrido pueblo sigue dando muestras de sensatez, usando la lengua de forma natural y sencilla. Todo lo contrario del político o la política de turno, que de ser coherente con su modo de hablar en los foros dirá: «Ayer vinieron a cenar a casa mi padre y mi madre, mi hermana y mi hermano, mi cuñado y mi cuñada, mis dos sobrinos y mi sobrina». A lo que replicará, por fortuna, el buen españolito discípulo de Mairena: «Ayer vinieron a cenar a casa mis padres, mis hermanos, mis cuñados y mis sobrinos».

           

En estos tiempos de zozobra político-gramatical recomiendo releer a George Orwell, autor de una de las novelas imprescindibles de la modernidad: 1984. El escritor norteamericano, brigadista en nuestra guerra civil, la publicó en 1949, asqueado por el desastre a que habían conducido al mundo los dos grandes totalitarismos del siglo xx: el nazi-fascista y el comunista. En la distopía ideada por Orwell, bajo el control implacable del Big Brother, existen ministerios inquietantes: el del Amor, el de la Paz, el de la Abundancia y, por supuesto, el de la Verdad, pues verdad no hay más que una para los totalitarios, sean del color que sean. Toda verdad necesita ser comunicada adecuadamente para adoctrinar a las masas, y la clase política ha impuesto una neolengua (newspeak), que sustituya a la antigua a base de “destruir palabras, centenares de palabras cada día”, una labor que pretende dejar el idioma en los huesos y, claro, la propia tradición literaria: “Toda la literatura del pasado habrá sido destruida, Chaucer, Shakespeare, Milton, Byron… solo existirán en versiones neolingüísticas”. Cambien mis lectores esos nombres por Jorge Manrique, Cervantes, Quevedo, Galdós, María Zambrano… Genios todos de un ayer en que se hablaba mal, se escribía peor e imperaban ideas reaccionarias, y dignos por ello de entrar en un nuevo Índice de libros prohibidos. Prohibir o no prohibir, that’s the question...

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