Tomás Valle Villalibre
Sábado, 25 de Enero de 2020

Loa a La Verja

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“Los bares, qué lugares, tan gratos para conversar, no hay como el calor del amor en un bar”, decía el grupo Gabinete Caligari en uno de sus temas. Y yo opino lo mismo.

 

Entrar por primera vez en un bar desconocido y observar por primera vez el ambiente que se respira, la decoración, los camareros detrás de la barra y la clientela acodada sobre ella, hay quien dice que es una experiencia similar a la de leer un libro y empezar a leer la primera página. Siempre tiene algo de mágico. Eso fue lo que me ocurrió la primera vez que entré en este bar en el que hoy quiero sumergirme, que fue uno de los bares referente de la ciudad en la etapa que lo regentó Fabián con su familia y que lo siguió siendo en años posteriores cuando emprendieron la aventura Meli e Isidro, hasta que después de dieciocho años la familia decidió por motivos ajenos a su voluntad, echar el cierre.

 

Muy próximo a la Plaza Mayor, en el corazón de la ciudad, testigo de la historia de esta pequeña ciudad y de las penas y alegrías de sus habitantes y visitantes, se encontraba el emblemático Bar La Verja.

 

Un bar que tenía algo, digamos, atmosférico, abrumador y feliz. Escenario de eternas partidas de subasta o dominó, lugar donde el buen vino se paladeaba a la temperatura idónea y la cerveza siempre fría, acompañada de sus clásicos pinchos de tortilla y empanada o sus elaboradas tapas.

 

Hay un refrán anónimo que dice: “La vida comienza después de un café”, y yo agregaría que acompañado del riquísimo bizcocho que elaboraban en su propia cocina. Todavía se me hace la boca agua al recordarlo.

 

La particularidad del Bar La Verja, desde que comenzaron a regentarlo un veintiséis de Mayo de 2002 Meli e Isidro, residió en el trato afable, próximo, casi familiar, que brindaban a sus clientes.

 

En mi caso, cuando todo parecía una mierda, y a lo mejor lo era, o no hallaba refugio contra mis fantasmas, o cuando en casa había demasiado ruido, incluso demasiado silencio, siempre me quedaba La Verja, el lugar perfecto que favorecía con el barullo de la clientela, el ruido de la máquina de café, la delicadeza de Meli y la alegría de Isidro, el tipo de aislamiento que necesitaba.

 

El pasado domingo había poca gente por la calle, la niebla y el frio invitaban a quedarse en casa. Paseando por una de las calles céntricas de la ciudad descubro una vez más su tristeza, una ciudad silenciosa de domingo en la que no pasa nada y me obliga a refugiarme en mi mismo, con la difuminada silueta del Ayuntamiento quedando en la distancia. De regreso a casa, me detuve frente a la esquina ahora solitaria en la que estaba el bar de Meli e Isidro. Ya solo queda una breve referencia de La Verja, en el estampado de los cristales. Miré a su interior con un atisbo  de esperanza en ver los preparativos para abrir, como hasta hace poco se venía haciendo, pero solo vi la desnudez lúgubre de la barra, sin el bullicio de los cafés de media mañana ni el olor a tortilla. Desmantelado de la vida cotidiana, aprecié en su interior tristeza, esa tristeza de cuando se apagan las luces y se cierra la puerta para no volver.

 

El  treinta de Diciembre, será un día para recordar. Ese fue el último día de vida de La Verja en su etapa ‘Meli’,  lugar en el que se mezclaba la gente de paso y la clientela de toda la vida, punto de encuentro y reunión, de lectura de periódicos y visionado de partidos de futbol, de confidencias y bálsamos para el corazón y el espíritu. La Verja nos ha dejado un vacío a mucha gente, porque ésta pareja y su hijo ‘Fran’ dieron en su día con la clave del éxito: la atención, que el público se sintiera como en su casa, la buena calidad de los productos y el precio razonable.

 

Personalmente me siento afortunado de haber disfrutado de todo lo que ha rodeado La Verja en esta etapa. Gracias infinitas por todos los recuerdos, por haber compartido momentos especiales y por haber sido como sois.

 

 

 

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