José Miguel López-Astilleros
Domingo, 26 de Enero de 2020

La infancia del alma

En un reciente homenaje a José Luis Puerto, premio Castilla y León de las letras 2019, realizado por 'La Galerna', la revista de Manual de Ultramarinos, José Miguel López-Astilleros reivindica los escritos en prosa de Puerto y comenta algunos aspectos del libro 'Las cordilleras del alma'.

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José Luis Puerto es bien conocido y admirado como ensayista, poeta, etnógrafo y traductor. Pero hay un aspecto al cual no se le ha prestado atención suficiente, ocul­to quizás por la excelencia de sus otras ac­tividades. Nos referimos al José Luis Puer­to prosista, a sus libros de prosas que no encajan en ninguna de las clasificaciones mencionadas. Tanto es así, que libros como ‘Las cordilleras del alba’, ‘El animal del tiempo’, ‘Un bestiario de Alfranca’ o ‘La casa del alma’ —citamos por orden crono­lógico de publicación— con frecuencia quedan sin mencionar en los perfiles bio­gráficos o en el recuento de su extensa obra. Así pues, nos proponemos poner el foco en el magnífico prosista a través de una breve aproximación interpretativa a Las cordilleras del alba, —Amarú Edicio­nes, Salamanca, 1991, 87 págs.—, una obra esencial para comprender su universo poé­tico y personal.

 

Entre las múltiples facetas de su humanismo sobresalen la etnografía y la poesía. Si a estas le añadimos la importan­cia decisiva y central que en su obra tiene la infancia, habremos reunido los ingre­dientes principales del libro al que nos re­ferimos. A saber: sabiduría, sensibilidad lírica y una fuerte emotividad. Escribe Paul Valéry en Monsieur Teste “Sométete por entero a tu mejor momento, a tu más grande recuerdo. Es él a quien hay que re­conocer como rey del tiempo.” Pues bien, el gran recuerdo y rey del tiempo de José Luis Puerto es la infancia, el tiempo perdi­do de la pureza. No se resigna el poeta a entregárselo al olvido, de ahí la existencia de esta obra, que pretende dejar constan­cia de aquel transcurrir, de aquellos prime­ros pasos en la vida, de aquellos primeros contactos con la geografía, el paisaje, el hogar, las costumbres campesinas, el len­guaje, los ritos, los animales o las gentes humildes. Libro autobiográfico, pues, tran­sido de un intenso lirismo, de una emoción tal, que nos hace partícipes de unas viven­cias íntimas, cuya melancolía nos deja an­clados en la eternidad que sugieren sus pa­labras. No es la recreación de los detalles lo más importante a nuestro juicio, aunque estén contados y descritos con primor y exactitud, sino las huellas emocionales que le dejaron aquellas experiencias vitales, transmitidas con un lenguaje poético, aga­zapadas en el recuerdo, única patria pro­tectora, aunque a merced de la fragilidad de la memoria.

 

Consta el librito de treinta y tres textos. El primero, que da título a toda la obra, comienza “Hacia el poniente se halla situada Alfranca, en un paisaje de cordille­ras y valles...” Alfranca no es sino su pue­blo natal, La Alberca. El nombre ficticio se aparta de su referente y lo inserta de este modo en el territorio de lo mítico, lo eterno, recurso de larga tradición por otra parte. Si agrupáramos cada una de las par­tes según la materia predominante, encon­traríamos que hay un grupo en el que lo etnográfico es lo fundamental. Cobra espe­cial importancia ‘La transmisión oral del canto’, donde recuerda cómo antes de aprender a leer y escribir, le pedían que recitara y cantara narraciones folclóricas que había aprendido. Quizás fuera este el origen de sus dos grandes pasiones a las que ya nos hemos referido, la poesía y la etnografía, y más concretamente dentro de esta última el interés por la literatura oral, colectiva, que una legión anónima de seres humanos transmitía de generación en ge­neración.

 

 

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Relacionado de alguna manera con esto, reflexiona en ‘La puente’ sobre el género femenino de ciertas palabras (la puente, las nogales, las perales), cuyo uso es visto como más entrañable. Subyace aquí la idea de que las palabras y sus acci­dentes representan el Volksgeist, local en este caso, del que hablara Herder, siendo así que el femenino ‘la puente’ atesora el espíritu, la idiosincrasia propia de Alfranca. En ‘Ofertorio’ trata un tema muy que­rido por nuestro autor, la presencia de lo sagrado en los rituales religiosos, donde “...se da una relación de las mujeres y los hombres con lo divino”, y donde la mujer más específicamente adquiere una dimen­sión protagonista como “dama oferente”. Queda aquí patente su agudeza interpreta­tiva del hecho desde un punto de vista et­nográfico, así como en ‘Alhajas’ o ‘Las ánimas benditas’.

 

La naturaleza es un elemento vital en su obra poética y por supuesto en este libro: los árboles y las flores, los fenóme­nos atmosféricos y los animales. Aunque en realidad todo aquello donde se posa su mirada y su alma de poeta parece emanado de la naturaleza, en comunión con ella por medio del lenguaje “Era sentirse parte que vive en armonía, los árboles, los regatos, las cordilleras... Todo era familiar y miste­rioso a la vez”. En ‘Las nogales’ dicho ár­bol es concebido como criatura matriarcal, mientras que el castaño representa lo pa­triarcal. Sobre este último declara en ‘Cas­tañares’ que es el árbol de su infancia, qui­zás porque solía ir con su madre en otoño a coger su fruto. Todo ello no es más que el reflejo de los clanes de Alfranca, concluye. La relación con la naturaleza se establecía mediante el trabajo, en este caso de la re­colección. Otros árboles que aparecen mencionados dentro de este mundo vege­tal son los alisos, los laureles y las acacias. Y entre las flores, los narcisos, llamados ‘campaninas’ en Alfranca. Respecto a los fenómenos meteorológicos destacan la llu­via, la tormenta y el viento. La primera re­presenta la purificación, el sonido primor­dial y la fertilidad, la imagen más excelsa del mundo a su parecer. En ‘Tormenta’, la llegada de un aguacero es el escenario de una vivísima intensidad emocional, tanto por el lirismo descriptivo y narrativo, como por la cercanía protectora de su padre, quien lo tomó en sus brazos para guarecer­se en la caseta de un huerto próximo “...y nunca luego has vuelto a sentir tan cercano a tu padre como en aquellas horas”, con­fiesa. En ‘La madre de los aires’ indaga en esa expresión sobre el viento, herencia de su abuelo, con quien tenía una relación muy especial, circunstancia esta que puede apreciarse también en ‘Camino de las aca­cias’. Las descripciones de la naturaleza suelen estar imbuidas de un neoplatonis­mo renacentista, que parece derivar de ella misma a través de múltiples epítetos tipificadores. Nada había negativo o sospechoso en aquel período de su vida. Es un recurso muy bien elegido, puesto que se refiere al tiempo de la inocencia, de la armonía y la perfección, siendo así que la expresión en­caja totalmente con dicha concepción. Por último, indiquemos su relación con los ca­ballos como animal solar en ‘Caballos’. No queremos cerrar este apartado sin trans­cribir el maravilloso párrafo con el que comienza ‘Valles umbríos’, en el que po­demos observar ecos garcilasianos y cernudianos: “Yo de valles umbríos me nutro. Valles que recorren ya desde hace tiempo la geografía de mi corazón. Valles orienta­dos hacia el norte, en los que, algún día, habré de convertirme. ¿No es el paraíso del hombre convertirse algún día en las cosas que ama? Ese es mi paraíso, ése es mi jar­dín: ser algún día lo amado. Valles umbríos que atraviesan la geografía del corazón. Porque yo de valles umbríos estoy lleno.” Anhelo de fusión panteísta con la naturale­za, con el universo.

 

 

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Cobra también especial relevancia y atención todo lo relacionado con lo domés­tico, lugares y objetos. En ‘Las cosas’ en­contramos una profunda reflexión poética sobre la esencia de las mismas y el tiempo, que concluye de manera magistral “Era delgado el aire, el tiempo era delgado, todo fluía pero todo duraba.” De la lectura de ‘Vasares’ se puede colegir que los platos y su decoración fueron quienes educaron su mirada, aportándole su primer contacto con las artes plásticas, gracias a la artesa­nía, la alfarería. En ‘Estancias’ describe la austeridad reinante en el hogar, recrea un ambiente ascético, muy de su gusto, con particular y minuciosa atención a los obje­tos, sobre todo los religiosos, que envuel­ven la atmósfera de dichas estancias en lo sagrado.

 

Las tareas propias de los campesi­nos aparecen fundamentalmente en ‘Re­gabais por la noche’ y ‘Las noches en los prados’, además de otros textos que inclui­remos en la siguiente sección. El primero consiste en una narración sobrecogedora y luminosa de las percepciones y emociones que lo embargaban cuando acompañaba, junto con su hermano, a su madre a regar la huerta por la noche, donde los murmu­llos vegetales, los ruidos de animales y el sonido del agua están descritos de un modo impresionista. En el segundo los dos hermanos pasan las noches en los prados con el padre, aquí la noche es vista desde el punto de vista de un niño, enigmática y misteriosa.

 

Aparte del padre, la madre, el abue­lo y el hermano, en esta obra están presen­tes otros seres humanos, que de algún modo representan la aparición de los “otros” y el compromiso íntimo de José Luis con los más desfavorecidos. Así lo po­demos comprobar en ‘La pobreza’, de la que predica su “superioridad moral”, o en ‘Portugueses’, texto de carácter social so­bre el paso de portugueses a España en busca de mejores condiciones de vida, pre­sentado sin adjetivos, dejando que los sus­tantivos desnudos y los verbos den testi­monio. En esta línea están ‘Jurdanos’ y ‘Segadores’, el primero alude a los hurdanos que iban en septiembre a trabajar a Alfranca y el segundo a los jornaleros que se marchaban a la siega para aliviar sus privaciones. La pobreza no es presentada de un modo dramático ni naturalista. No obstante el escritor se solidariza con los pobres, cuando asevera que nunca ha de­jado de estar “en comunión” con ellos.

 

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La narración está realizada en se­gunda persona del singular sobre todo, y en menores ocasiones del plural cuando da cabida al hermano “A tu hermano y a ti os daba miedo”. Consigue de esta manera es­tablecer una distancia que le permite superar el riesgo del posible sentimentalismo de la primera persona, para ganar así efi­cacia narrativa. Además, ese ‘tú’ y ‘voso­tros’ ya no son el ‘yo’ y ‘nosotros’ de aho­ra, sino los de aquel tiempo del cual ha sido desposeído, y que emerge lejano en la memoria de esos pronombres distantes y familiares a la vez. Otra característica esti­lística es el uso de períodos cortos, breves, que dotan al texto de agilidad y una expre­sividad intensa y sensual, porque no solo apela al alma, sino a los sentidos, evoca­ción, por tanto, de geografías y emociones, exteriores e interiores, físicas y espiritua­les, que adquieren un tono íntimo y confe­sional. Suelen presentar estos una estruc­tura circular, que permite simular el ciclo de la vida, así que lo formal está penetrado por el movimiento regular y cósmico de esta. Del mismo modo, el libro se cierra con ‘Memoria de las cordilleras’, donde a su vez pone también punto y final al ciclo vital “Has habitado un territorio que se te dio como un don. Y siempre va contigo. Guarda la llave. Las palabras no pueden traspasar el umbral del jardín. El corazón lo lleva. Guarda la llave, guarda la llave...”

 

José Ángel Valente, recordando a Jean- Paul Vernant, arguye en ‘La narración como supervivencia’ que memoria e in­mortalidad son lo mismo para los griegos, de manera que en esta obra, inferimos no­sotros, queda el tiempo de su infancia sus­pendido en las palabras, en estado férvido, condensado en el misterio del lenguaje, a salvo del olvido, que es la verdadera muer­te, gracias al prodigio tanto de la razón como de la poesía.

 

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