Una niebla refinada
![[Img #47983]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/02_2020/4651_dsc_9104.jpg)
Abierta la puerta del nuevo año, no parece de buen gusto dudar de la conveniencia de seguir en el tren que nos transporta. Quizás por ese motivo aquel día me levanté animado y con ganas de seguir ese viaje. Por la ventana veía cómo la niebla cubría la ciudad. Era la misma que había tomado posesión feudal de los arrabales durante días que parecían gemelos, tan similares, del mes de Enero. Una niebla que llenaba de algodón los edificios, los árboles, la catedral, que diluía a los viandantes, cubría con sábanas blancas las ventanas y ocupa el vacío de las calles dejando sobre el asfalto un rastro más bien brillante, como el de un caracol.
Tapado por el frio que hacía y el aire gélido que culebreaba a su antojo, un anciano transitaba por la solitaria calle que bordea la catedral. Se detuvo un instante para hablar con una mujer acurrucada, con su bufanda al cuello y un gorro que le tapaba las orejas, prosiguiendo su camino sin perder un minuto.
Ensimismado me quedé mirando la Catedral camuflada entre la niebla, comparándola con esa mujer de cierta edad, que incluso lleva vestidos algo pasados de moda, que no puede ni quiere ocultar sus arrugas, pero mantiene intacta la perfección de sus rasgos, la prodigiosa combinación de sus curvas, que la convierten en un ser admirable.
No me pude resistir, me embutí en la cazadora más abrigada que tenía, calé el gorro de lana hasta los ojos, cogí mis cámaras fotográficas, y salí a la calle en busca de imágenes de la ciudad bajo la niebla. El desbarajuste de las fachadas y la estridencia de los grafitis eran menos visibles. Los orines que dejan los perros en las esquinas apenas se divisaban y aunque parecía un campamento abandonado, ante mis ojos se presentaba un paisaje interesantemente sugestivo.
El blanco de la niebla abrazaba la ciudad ensalzándola como un ideal con dignidad silenciosa, que muestra sus formas puras de geometría abstracta, mientras el escenario romano que diariamente es ofrecido a los turistas como un parque de antiguas piedras nobles, evocaba, a la manera de un espejismo la ciudad recluida y puritana que fue. Una belleza que por momentos enfriaba y confundía. Asustaba y ornamentaba.
Transcurrido un buen rato, decidí salir del recinto amurallado dirigiéndome a la Eragudina, acercarme a las proximidades del Jerga. El paisaje que me rodeaba era espectacular a la vez que encantador, llamándome la atención las variaciones que iba encontrando a través de la niebla que había decidido apoderarse de los árboles, recubriéndolos de un velo blanco que me fascinaban. En realidad creo que invocaban a mi corazón y mi mente.
Después de calentar con el aliento mis helados dedos, comencé a sacar fotografías. Me conmovieron especialmente, los pequeños cristales de hielo depositados en las ramas, en qué se habían convertido la niebla congelada.
Avancé entre la niebla que ocultaba el rio Jerga, similar a visillos transparentes que filtran el paisaje y al mismo tiempo, impiden la mirada fiscalizadora del exterior, permitiendo maquillar las vergüenzas y difuminar las arrugas. La niebla en realidad es una mentira piadosa, que no borra la realidad pero la hace más llevadera, menos ofensiva, asemejándola personalmente a un mecanismo psicológico que me permite transitar del ideal soñado a la vida que realmente tengo, sin caer en brazos de la decepción o el malestar.
Oía en la lejanía las campanas de la catedral dando las horas, todo parecía vacío en medio de la niebla que envolvía el campo.
Después de un buen rato, recogí mis cámaras para que reposaran en la mochila. A través de ellas había podido descubrir una niebla refinada como los tejidos de la ropa interior femenina que pretende ocultar el cuerpo y al mismo tiempo lo muestra, aumentando la seducción. Sonaba el reloj del Ayuntamiento. Ya estaba cerca de casa, si no fuera por ella, la niebla, la vería al final de la calle.
En el árbol de la huertilla de los hermanos Brelado, ocultos, desafiando el frío, algunos gorriones emitían leves sonidos como intentando llamar la atención, y el gato de la señora María salía a mi encuentro maullando, deambulando solitario mientras buscaba el cobijo de las paredes.
Abierta la puerta del nuevo año, no parece de buen gusto dudar de la conveniencia de seguir en el tren que nos transporta. Quizás por ese motivo aquel día me levanté animado y con ganas de seguir ese viaje. Por la ventana veía cómo la niebla cubría la ciudad. Era la misma que había tomado posesión feudal de los arrabales durante días que parecían gemelos, tan similares, del mes de Enero. Una niebla que llenaba de algodón los edificios, los árboles, la catedral, que diluía a los viandantes, cubría con sábanas blancas las ventanas y ocupa el vacío de las calles dejando sobre el asfalto un rastro más bien brillante, como el de un caracol.
Tapado por el frio que hacía y el aire gélido que culebreaba a su antojo, un anciano transitaba por la solitaria calle que bordea la catedral. Se detuvo un instante para hablar con una mujer acurrucada, con su bufanda al cuello y un gorro que le tapaba las orejas, prosiguiendo su camino sin perder un minuto.
Ensimismado me quedé mirando la Catedral camuflada entre la niebla, comparándola con esa mujer de cierta edad, que incluso lleva vestidos algo pasados de moda, que no puede ni quiere ocultar sus arrugas, pero mantiene intacta la perfección de sus rasgos, la prodigiosa combinación de sus curvas, que la convierten en un ser admirable.
No me pude resistir, me embutí en la cazadora más abrigada que tenía, calé el gorro de lana hasta los ojos, cogí mis cámaras fotográficas, y salí a la calle en busca de imágenes de la ciudad bajo la niebla. El desbarajuste de las fachadas y la estridencia de los grafitis eran menos visibles. Los orines que dejan los perros en las esquinas apenas se divisaban y aunque parecía un campamento abandonado, ante mis ojos se presentaba un paisaje interesantemente sugestivo.
El blanco de la niebla abrazaba la ciudad ensalzándola como un ideal con dignidad silenciosa, que muestra sus formas puras de geometría abstracta, mientras el escenario romano que diariamente es ofrecido a los turistas como un parque de antiguas piedras nobles, evocaba, a la manera de un espejismo la ciudad recluida y puritana que fue. Una belleza que por momentos enfriaba y confundía. Asustaba y ornamentaba.
Transcurrido un buen rato, decidí salir del recinto amurallado dirigiéndome a la Eragudina, acercarme a las proximidades del Jerga. El paisaje que me rodeaba era espectacular a la vez que encantador, llamándome la atención las variaciones que iba encontrando a través de la niebla que había decidido apoderarse de los árboles, recubriéndolos de un velo blanco que me fascinaban. En realidad creo que invocaban a mi corazón y mi mente.
Después de calentar con el aliento mis helados dedos, comencé a sacar fotografías. Me conmovieron especialmente, los pequeños cristales de hielo depositados en las ramas, en qué se habían convertido la niebla congelada.
Avancé entre la niebla que ocultaba el rio Jerga, similar a visillos transparentes que filtran el paisaje y al mismo tiempo, impiden la mirada fiscalizadora del exterior, permitiendo maquillar las vergüenzas y difuminar las arrugas. La niebla en realidad es una mentira piadosa, que no borra la realidad pero la hace más llevadera, menos ofensiva, asemejándola personalmente a un mecanismo psicológico que me permite transitar del ideal soñado a la vida que realmente tengo, sin caer en brazos de la decepción o el malestar.
Oía en la lejanía las campanas de la catedral dando las horas, todo parecía vacío en medio de la niebla que envolvía el campo.
Después de un buen rato, recogí mis cámaras para que reposaran en la mochila. A través de ellas había podido descubrir una niebla refinada como los tejidos de la ropa interior femenina que pretende ocultar el cuerpo y al mismo tiempo lo muestra, aumentando la seducción. Sonaba el reloj del Ayuntamiento. Ya estaba cerca de casa, si no fuera por ella, la niebla, la vería al final de la calle.
En el árbol de la huertilla de los hermanos Brelado, ocultos, desafiando el frío, algunos gorriones emitían leves sonidos como intentando llamar la atención, y el gato de la señora María salía a mi encuentro maullando, deambulando solitario mientras buscaba el cobijo de las paredes.