Erudición y amor
'La Galerna', la revista de Manual de Ultramarinos, editó en el mes de Junio de 2019 su número 6 en homenaje a José Luis Puerto. Rescatamos este entrañable artículo de Tomás Sánchez Santiago
![[Img #48196]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/02_2020/5419_65197579_444468513044701_3037901347090333696_n.jpg)
No es sencillo aceptar que el saber es una posibilidad del corazón y que, como tal, no ha de tener que ver con la exhibición sino con la entrega. La manera de estar en el mundo de José Luis Puerto tiene que ver, radicalmente, con esta convicción al alcance de muy pocos. Las horas de charla que hemos podido tener, los viajes, las aventuras compartidas —de signo literario la mayoría—, las cartas, notas, dedicatorias... ese tráfico menudo de palabras, asentadas en su caso en una caligrafía amorosa y pulcra que ya delata una voluntad de preservarlas de cualquier descuido porque en ellas va inscrito el soplo necesario del espíritu, me revelaron pronto que, frente a los intereses del mundo, aún se podía alzar la estatura radiante del poeta que cree en la plenitud, que la encuentra allá donde los engranajes sociales han vuelto la espalda: en el mundo popular, en la vida desagradecida —pero tan rica— de aquellos que han sido abandonados por casi todo pero que, como un deber instintivo, intuyen que su existencia contiene el quehacer de una vinculación: la vinculación con lo sagrado, con el tiempo del mito, con aquello que no ha sucumbido a un sentido de la vida que nada tiene que ver con los imperativos de una sociedad en la que la fraternidad y la servidumbre ya han palidecido, sustituidas por difusas intenciones.
Es por eso por lo que erudición y amor se ofrecen en transfusión continua en la escritura de quien no distingue entre obra propia y obra del común. En ambas vertientes —la del creador y la del estudioso— hay en la obra de Puerto la procura de una preservación y, a la vez, la advertencia de una amenaza. Su valiosísima labor de recopilador y sistematizador de la escritura popular de nuestra tierra es, a estas alturas, una referencia incuestionable. La recopilación de las leyendas de León o de Salamanca, las aproximaciones etnográficas a comarcas desasistidas como Las Hurdes, la recogida y ordenación de ese tesoro que es la expresión popular (últimamente en La Bañeza, por ejemplo), la recuperación de imágenes de la vida verdadera en su pueblo natal, La Alberca..., todo ello ha de quedar en el futuro como un testimonio seguro de verdad (aquella “verdad suficiente”, de Juan Ramón), de la forma de ser, de la forma de vivir de esa sociedad germinal —la de la pobreza, la del contacto reverencial con la naturaleza— de donde venimos todos, lo aceptemos o no.
![[Img #48197]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/02_2020/806_64824509_1103451866506705_8408573731001073664_n.jpg)
Pero sus trabajos van mucho más allá de una mera tarea académica. Y es aquí donde hay que volver a invocar esa soldadura íntima entre la erudición y el amor.
La labor de José Luis ha sido, por encima de lo demás, rescatar y exponer la dignidad de esa gente que, en un proceso imparable y desdichado, ha querido ser ignorada en nombre del progreso, de la prosperidad o de ese concepto falaz que es el de cultura, cuando esta palabra aparece en boca de quienes creen manejar con soltura los hilos siniestros de la modernidad. He ahí la importancia, a contracorriente, de la titánica tarea de José Luis Puerto, su razón primordial para acercarse al mundo campesino, al mundo del laboreo, al sentido profundo —ya perdido— del trabajo (“Donde hubo entrega, hoy hay sometimiento”), a los ritos sin explicación, tan cercanos al pensamiento mágico y al simporqué maravilloso de la niñez, ese estadio de la vida en que los nombres y las cosas aún no conocían divergencia alguna.
Siempre que leo a Puerto creo percibir con facilidad esa identificación entre el significado de los oficios primordiales y el del poema. Puede ser la contemplación de un hombre picando una guadaña bajo un nogal (“Una tarea antigua. / Lentitud y atención”), que de inmediato se pone en relación con la tarea del poeta, su enredar amoroso y detenido en la entraña de las palabras (“Aguzarles el filo / Para que digan de un distinto modo, / Antiguo y nuevo a un tiempo. / (...) / Para poder nombrar lo que se escapa / Y lo que nos importa”), algo que resurge innumerables veces, como un animoso leitmotiv, a través de su escritura. En La casa del alma hay un texto, ‘Tejedora de palabras’, que vuelve a insistir en esa identificación, de estirpe griega, entre el arte de tejer el lino una mujer y el de tejer las palabras el gran poeta — también expulsado de la espuma del poder— que fue su hijo: “(...) en el tejer de ambos había muchos vínculos y, sobre todo, una misma rebeldía íntima contra los dictados de un mundo —a cada uno le había tocado sufrir el suyo— que encorsetaba la vida”.
![[Img #48198]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/02_2020/7532_65823123_427026411215849_3744472369779965952_n.jpg)
Poco más puedo añadir en este texto a bocajarro, celebratorio, que querría acompañar mucho al escritor salmantino como él desearía: sin pompa ni estridencia. Ojalá tome así estas palabras desperdigadas. Como otra de sus vendas, de sus gasas protectoras para caminar con un poco más de amparo por la travesía, cada vez más ciega, del orden del mundo, un orden al que ciertos poetas — Puerto entre ellos— desafía desde el desvelamiento de la fuerza interior de otro mundo de criaturas desvalidas pero con la entereza indemne. Él sigue reclamando — en la súplica continua que es buena parte de su poesía última— la presencia del consuelo verdadero para esos seres dotados de una inocencia que molesta, de tan manifiesta. Él es uno de ellos. ¿Lo sabrá? Sea como sea, allá va este pasaje meditado de Juan Ramón Jiménez (sí: otra vez Juan Ramón) que habla de fortaleza, no de claudicación:
“LA fuerza material puede demoler, minar, destruir el ser material del hombre, pero no podrá nunca desalar su ser espiritual. Porque el tiro en el ala atraviesa la pluma, no el vuelo”.
No es sencillo aceptar que el saber es una posibilidad del corazón y que, como tal, no ha de tener que ver con la exhibición sino con la entrega. La manera de estar en el mundo de José Luis Puerto tiene que ver, radicalmente, con esta convicción al alcance de muy pocos. Las horas de charla que hemos podido tener, los viajes, las aventuras compartidas —de signo literario la mayoría—, las cartas, notas, dedicatorias... ese tráfico menudo de palabras, asentadas en su caso en una caligrafía amorosa y pulcra que ya delata una voluntad de preservarlas de cualquier descuido porque en ellas va inscrito el soplo necesario del espíritu, me revelaron pronto que, frente a los intereses del mundo, aún se podía alzar la estatura radiante del poeta que cree en la plenitud, que la encuentra allá donde los engranajes sociales han vuelto la espalda: en el mundo popular, en la vida desagradecida —pero tan rica— de aquellos que han sido abandonados por casi todo pero que, como un deber instintivo, intuyen que su existencia contiene el quehacer de una vinculación: la vinculación con lo sagrado, con el tiempo del mito, con aquello que no ha sucumbido a un sentido de la vida que nada tiene que ver con los imperativos de una sociedad en la que la fraternidad y la servidumbre ya han palidecido, sustituidas por difusas intenciones.
Es por eso por lo que erudición y amor se ofrecen en transfusión continua en la escritura de quien no distingue entre obra propia y obra del común. En ambas vertientes —la del creador y la del estudioso— hay en la obra de Puerto la procura de una preservación y, a la vez, la advertencia de una amenaza. Su valiosísima labor de recopilador y sistematizador de la escritura popular de nuestra tierra es, a estas alturas, una referencia incuestionable. La recopilación de las leyendas de León o de Salamanca, las aproximaciones etnográficas a comarcas desasistidas como Las Hurdes, la recogida y ordenación de ese tesoro que es la expresión popular (últimamente en La Bañeza, por ejemplo), la recuperación de imágenes de la vida verdadera en su pueblo natal, La Alberca..., todo ello ha de quedar en el futuro como un testimonio seguro de verdad (aquella “verdad suficiente”, de Juan Ramón), de la forma de ser, de la forma de vivir de esa sociedad germinal —la de la pobreza, la del contacto reverencial con la naturaleza— de donde venimos todos, lo aceptemos o no.
Pero sus trabajos van mucho más allá de una mera tarea académica. Y es aquí donde hay que volver a invocar esa soldadura íntima entre la erudición y el amor.
La labor de José Luis ha sido, por encima de lo demás, rescatar y exponer la dignidad de esa gente que, en un proceso imparable y desdichado, ha querido ser ignorada en nombre del progreso, de la prosperidad o de ese concepto falaz que es el de cultura, cuando esta palabra aparece en boca de quienes creen manejar con soltura los hilos siniestros de la modernidad. He ahí la importancia, a contracorriente, de la titánica tarea de José Luis Puerto, su razón primordial para acercarse al mundo campesino, al mundo del laboreo, al sentido profundo —ya perdido— del trabajo (“Donde hubo entrega, hoy hay sometimiento”), a los ritos sin explicación, tan cercanos al pensamiento mágico y al simporqué maravilloso de la niñez, ese estadio de la vida en que los nombres y las cosas aún no conocían divergencia alguna.
Siempre que leo a Puerto creo percibir con facilidad esa identificación entre el significado de los oficios primordiales y el del poema. Puede ser la contemplación de un hombre picando una guadaña bajo un nogal (“Una tarea antigua. / Lentitud y atención”), que de inmediato se pone en relación con la tarea del poeta, su enredar amoroso y detenido en la entraña de las palabras (“Aguzarles el filo / Para que digan de un distinto modo, / Antiguo y nuevo a un tiempo. / (...) / Para poder nombrar lo que se escapa / Y lo que nos importa”), algo que resurge innumerables veces, como un animoso leitmotiv, a través de su escritura. En La casa del alma hay un texto, ‘Tejedora de palabras’, que vuelve a insistir en esa identificación, de estirpe griega, entre el arte de tejer el lino una mujer y el de tejer las palabras el gran poeta — también expulsado de la espuma del poder— que fue su hijo: “(...) en el tejer de ambos había muchos vínculos y, sobre todo, una misma rebeldía íntima contra los dictados de un mundo —a cada uno le había tocado sufrir el suyo— que encorsetaba la vida”.
Poco más puedo añadir en este texto a bocajarro, celebratorio, que querría acompañar mucho al escritor salmantino como él desearía: sin pompa ni estridencia. Ojalá tome así estas palabras desperdigadas. Como otra de sus vendas, de sus gasas protectoras para caminar con un poco más de amparo por la travesía, cada vez más ciega, del orden del mundo, un orden al que ciertos poetas — Puerto entre ellos— desafía desde el desvelamiento de la fuerza interior de otro mundo de criaturas desvalidas pero con la entereza indemne. Él sigue reclamando — en la súplica continua que es buena parte de su poesía última— la presencia del consuelo verdadero para esos seres dotados de una inocencia que molesta, de tan manifiesta. Él es uno de ellos. ¿Lo sabrá? Sea como sea, allá va este pasaje meditado de Juan Ramón Jiménez (sí: otra vez Juan Ramón) que habla de fortaleza, no de claudicación:
“LA fuerza material puede demoler, minar, destruir el ser material del hombre, pero no podrá nunca desalar su ser espiritual. Porque el tiro en el ala atraviesa la pluma, no el vuelo”.