Ángel Alonso Carracedo
Sábado, 22 de Febrero de 2020

El miedo como negocio

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Un magnífico periodista me comentaba hace su buen número de años que una de las experiencias que más le había impresionado, como corresponsal en varios países de sur y Centroamérica, era el gran negocio montado en torno al miedo de las personas y, como, al sudor de sus brasas, la seguridad se había convertido en una de las mercancías intangibles más demandadas, incluso entre clases sociales de rentas no altas. Eran tiempos convulsos en aquellas zonas, bien por la proliferación de grupos guerrilleros o carteles de narcotraficantes, bien por la idea preconcebida de que el subdesarrollo en esos países devaluaba el valor de la propia existencia. Las llamadas por esos pagos, balaceras, formaban - y aún forman- parte de un trágica cotidianeidad. Me hablaba aquel colega de que las situaciones revestían una realidad incuestionable, pero que la exageración de la misma se traducía en significativas plusvalías económicas. Acabar con el terror y sus psicosis anexas era echar cerrojazo a tan siniestra  factoría. 

 

 El mundo vive hoy sumido en la esclavitud del miedo. Todos lo tenemos, y el que suscribe, no es una excepción. Pero a veces queda tiempo para meditar si no nos hemos dejado engañar por un espejismo.  A la memoria me viene el famoso caso de la  sugerida pandemia de aquella llamada gripe A, a cuyos rescoldos apriorísticos, las multinacionales farmacéuticas soasaron increíbles beneficios en las ventas de vacunas, mientras los resultados de mortandad a posteriori no fueron más allá de lo que era una estacionalidad estándar de esta patología.

 

Hemos empezado la nueva década con otra plaga egipcíaca moderna en forma de esos virus de infinitesimal monstruosidad que nos llevan al apocalipsis atrapados en las zarpas o tentáculos de un leviatán o kraken mitológicos. Se empezó por llamarle coronavirus; pero, uno piensa que la segunda acepción del término, como que quedaba en una terminología sanitaria más propia de laboratorio que del nuevo y cruento campo de batalla que son hoy los mercados. El rebautizo a COVID-19 parece recrearse en nuestros oídos como un valor en bolsa, como algo, en apariencia, más inofensivo y pedestre.

 

Las secuelas de este proyecto de pandemia necesitan, no puede ser de otra manera, del miedo masivo, para abonar el campo de los ingentes beneficios o descréditos de la competencia, que, a la postre, también son ganancia en pura ortodoxia capitalista. De ahí toda la parafernalia de goteo de estadísticas mortales, de cuarentenas indiscriminadas y de cuestionamiento inmediato de grandes demostraciones o ferias mercantiles que son clausuradas de un plumazo.

 

Sin embargo, por los canales sumergidos de esta globalización de pavores universales discurre una guerra comercial como nunca se ha dado en la historia entre dos colosos de la geopolítica, o entre el imperio y su más avezado sucesor, o entre la vanguardia y la obsolescencia tecnológica, un dilema que dirimirá el trono y cetro de un futuro labrado a base miedos, por mucho que se quieran disfrazar de unas oportunidades, de las que siempre se aprovechan unos pocos, los más desaprensivos.

 

El miedo es también hoy ingrediente necesario del espectáculo. El cine es el gran espejo. Si una película quiere ser taquillera, el verdadero valor cualitativo (y cuantitativo) en estos tiempos, de su grandeza, tendrá que estar todo el metraje repleto de amenazas y asechanzas al planeta y a los humanos por parte de monstruos que dejan en adorables mininos a la bien nutrida mitología clásica. Por supuesto, tendrán la respuesta victoriosa de una casta elegida de superhéroes magnificados en la superioridad incontestable de las más sofisticadas tecnologías ¿Captan el mensaje?

 

Lo de la televisión es mucho más doméstico, por aquello de que se ve en ambiente familiar. Una buena ración de catástrofes de la mano del hombre empuja lo suyo. Incendios devoradores de superficies semejantes a naciones, asesinatos en masa, reyertas familiares, violencias de género y de subgénero, conflictos raciales, terrorismo selectivo e indiscriminado, monopolizan la parrilla de cualquier informativo. Y, por amargar, hasta el postre, con una información meteorológica, muchas veces con rango de portada, que se mueve entre la profusión de cataclismos naturales que nos acercan sin remisión al fin del mundo y pronósticos que, más veces de las necesarias, han coqueteado con la alarma social de feroces temporales que, luego, se han quedado en meras tormentas.

 

Miedo es hoy lo que vende la casta política como axioma de rentabilidad electoral. De sus atriles salen las descalificaciones más groseras hacia el adversario, dibujando bocetos catastróficos que solo pueden ser controlados por la inteligencia y bondad propias. De sus tribunas apenas emergen ideas e iniciativas que tiendan a revertir lacras como el paro, la pobreza, la acritud ciudadana, el nacionalismo exacerbado.

 

El pánico de nuestro tiempo es demasiado ruidoso y confuso. Aturde, pero no debe paralizar. Debe ir a la pulpa del fruto y no quedarse en la cáscara. Para ello deben primar las razones sobre los instintos. El terror efectivo nunca se ve venir hasta que atrapa como un depredador a su pieza. El miedo verdadero, el real, nace en los silencios.        

                             

                                                                                                             

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