Manuel Casal
Lunes, 24 de Febrero de 2020

Ser uno mismo en Carnaval

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No sabemos ni cuándo ni dónde nació el Carnaval. Hay quienes encuentran indicios de estas fiestas entre los sumerios, hace unos 5.000 años, y hay más que las ven como continuación de las saturnales, bacanales y lupercales romanas. En todo caso, parecen tener un origen pagano, festivo y tolerante, en donde se permitía lo que en los momentos cotidianos no era, en general, bien visto en la sociedad.

 

Como casi todo en nuestra cultura, teñida por el catolicismo, el Carnaval tuvo en la Historia su contacto con esta religión. Sabido es que la semana santa ocupa un lugar central entre las celebraciones católicas, y que le precede la cuaresma, cuarenta días de preparación, a través de privaciones y penitencias, para que el creyente reciba adecuadamente el mensaje salvador que la religión le propone. El sentido del Carnaval era el de despedirse de una vida mundana, alegre y licenciosa, para sumergirse luego en el período religioso de carencias y prohibiciones cuaresmales.

 

Hoy, en mi opinión, las fiestas se viven de otra manera. El origen milenario del Carnaval ha quedado en cosa de interés para eruditos, y su posible vinculación con la cuaresma ha dejado de tener significado para casi todo el mundo: los creyentes no parecen estar muy interesados en el Carnaval, salvo las excepciones que siempre hay, y los no creyentes pasan de largo por la cuaresma y por la mayoría de las costumbres y mandatos religiosos. Hoy las fiestas se viven para divertirse, sin más.

 

Es posible, sin embargo, que haya una manera consciente y, a la vez, alegre y gozosa de vivir hoy el Carnaval. Nos aparece si nos damos cuenta de que nos pasamos todos los días de nuestra vida corriente más o menos disfrazados, sumidos en un envaramiento mustio y llevando a cabo unas prácticas demasiado alejadas de una humanidad fresca y lozana. Usamos disfraces físicos, como las vestimentas, los artefactos que nos vemos obligados a usar, los ritos que debemos seguir o las costumbres que tenemos que practicar, pero también disfraces de tipo más psicológico. En multitud de ocasiones, en lugar de actuar como nos lo pide el cuerpo o la mente, debemos ser pacientes, educados, responsables, prudentes y permisivos, aunque quien nos provoque tales reacciones no se merezca la menor condescendencia. En nuestro trabajo, en nuestras relaciones sociales, en nuestras diversiones y hasta en nuestra vida privada nos vemos más o menos obligados a no ser nosotros mismos, sino a adoptar el comportamiento de alguien que es como si fuera un yo disfrazado de otro, un ser que hace lo que no quiere ni le apetece, pero que se siente en la necesidad de asumir un rol que no es el que adoptaría si fuera realmente libre.

 

Creo que hay un sentido terapéutico y liberador con el que se puede vivir hoy el Carnaval. Se trata de que, por una vez, nos quitemos el disfraz habitual, el que nos vemos obligados a llevar todos los días y que nos impide ser lo que somos. Y que si, por el frío o por alguna otra razón, no nos atrevemos a ir desnudos, nos caractericemos de algo jocoso, disparatado y alejado de lo cotidiano que nos permita, por unos días o por unas horas, no ser el obediente disfrazado de siempre, sino alguien más parecido a lo que en el fondo somos nosotros mismos, pero que no nos permiten mostrar. Se trata de ser, aunque sea por tiempo limitado, como nos gustaría ser.

 

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