Eloy Rubio Carro
Sábado, 21 de Marzo de 2020

Tan funesto deseo...

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Es maravilloso, yo tenía unas espiroquetas de una sífilis antigua alojadas en el cerebro y a mis 83 años se reactivaron, me resucitaron. Otra vez la oscura oblicuidad de la vida, el "festín donde todos los corazones se abrían, donde todos los vinos se escanciaban.” Pero, me dije: A dónde vas tú con la ‘enfermedad de Cupido’, a tu edad, seduciendo a cuantos jovencitos te encuentres por ahí. Así me dije, así lo pensé. Y a pesar de no querer curarme, mi nueva vida me desbordaba. Vino entonces la peste esta y quise apurarla hasta las heces, saciarme en sus sorpresas. Sentir la mezcolanza de un virus joven y una bacteria antigua.


Salí a la calle sin disfraz, sin mascarilla, en confraternización universal. Salí a la calle y no había nadie. Acudí entonces al hospital: ¿Dónde los coronavirus?, grité. Me pararon a la entrada, me dijeron: váyase.



Volví a casa con la obligación de recluirme; pero, frente a los encierros de antes, ahora disponía de Internet: las redes sociales para las amigas y las páginas de contacto para agenciarme amigos.


Mis amigas, casi todas más jóvenes que yo, me decían: ¡Tienes que estar mala, te sientes demasiado bien para tu edad! ¡Quédate en casa!



Yo les contaba mis intenciones, las conversaciones con hombres a través de Internet, las pesquisas en ‘Fuego de vida’ y en ‘Amigos con roce’, agencias de contactos donde, tras aportar mis datos físicos como altura, color de pelo, color de ojos; inquirían sobre mis preferencias sexuales: “chicos guapos, jóvenes, con una polla retozona y que follaran largo y bien”. Tan solo en el caso de que hubiera alguien interesado en mi perfil: “mujer madura, atrevida, locuaz, provocativa y sedienta de amor”, contactarían conmigo. Pero aquí siempre me pedían una foto, y ya no tenía sentido el engaño por ser la antesala de la cita.



Mi única ventaja en el ligue sobre las jovencitas era en el encuentro cara a cara, en el tú a tú: "retozona, frívola, extravagante". Eso y unas cuantas copas me había funcionado casi siempre, incluso a esta edad. Pero ahora, el confinamiento obligado me estaba matando.



Pasaban los días de la cuarentena y seguía enjaulada. Mi don de la ebriedad no casaba con la distancia fisica, con esa soledad que me envenena, que me deprime y me obliga a pensar dinamitando mi lirismo y mi vida. Salía a menudo por una urgencia inventada, pero me encontraba a los viandantes “abozaleados, impertérritos”, sin rastro de cortesía. Si intentaba traspasar su distancia me gritaban, aunque jamás osarían tocarme.



El encierro después de 40 días se me hizo cuesta arriba. Apuré todos los cálices, me coroné de adormideras, me apunté en páginas de voluntariado para asistir a los enfermos, para pasearles los perros. No me creía que fuese por caridad, nunca lo había hecho. A estas alturas tampoco era otra disculpa para salir del confín, sino para dirigirme a él definitivamente; mi nueva estrategia para citarme con el joven virus. Pero me rechazaron de plano, me dijeron: ¡Ya estás viejita para andar coqueteando con la muerte! Por razones obvias no me interesaron la ayuda emocional ni los grupos solidarios a través de redes.



Juzgar si la vida vale la pena o no de vivirla para mí no tuvo nunca una respuesta unívoca, definitiva. He vivido mucho y he pasado por tantos momentos en que no la ha valido, y luego he regresado para sentir la reviviscencia de la carne, las ganas de forzar mi cuerpo hasta sus límites, por eso la búsqueda de ese abrazo me merecería la pena, y mucho.



Acudía dos veces por semana al ‘super’. Me colocaba en la cola detrás de algún chico atractivo, a la distancia recomendada de dos metros. La última vez me puse detrás de un joven espigado, con barba oscura a lo 'hípster', de unos 24 años. Hablamos del tiempo, de la espera, de lo difícil que se iban poniendo las cosas. Me confesó que le gustaba la caza, le hablé entonces de mis perritos, de su costumbre de ofrecer la región anal en expresión de confianza. El joven se puso nervioso, me dio la espalda y dejó de mirarme. Le pregunté si tenía novia, me dijo que sí, pero que ahora no se podían ver. El hermano de su chica estaba tocado del Covid-19 y llevaban una cuarentena muy rigurosa, vivían con sus padres en un apartamento minúsculo y ella dormía en un sofá. Le comenté que disponía de un piso vacío, que podría alquilárselo por un tiempo por poco dinero. Me dijo que lo consultaría.


Ya en casa recibí una llamada del padre del enfermo interesándose por las condiciones del alquiler. No quise aparentar demasiado desinterés por el dinero y por ello le pregunté sobre cuánto podría pagar, me respondió que no podía ofertarme más de 150 €, le dije que era insuficiente, que otras veces lo había alquilado por 600, pero que dada la situación y temporalmente se lo dejaría en 300. Sigue siendo mucho, respondió. Pues 150, dije súbitamente; pero por el alquiler de una habitación con derecho a cocina y baño, quedando a mí disposición el resto de la casa. Vale, dijo, ¿cuándo podríamos acudir? Pues esta misma tarde, le espeté, el piso está limpio.


A las cinco quedamos en el portal. El joven tendría unos 30 años más o menos. Le enseñé la habitación, les dije que pondría una mesa y un flexo. Estuvieron de acuerdo.


A las ocho del mismo día después de hacer unas compras de víveres, me trasladé yo también al piso. La convivencia era perfecta, el joven pasaba el día en su cama. Me acostumbré a cocinar para él. Al tercer día le invité a que viera conmigo la televisión, me dijo que no, era de pocas palabras, le bastaba con el portátil. El quinto día era viernes, y le comenté que por ser mi cumpleaños tal vez le apeteciera brindar conmigo, me respondió que no le importaba. Prepararía una cena frugal, con marisco y tarta. ¿Cuántos cumples?, me espetó de manera inmisericorde, solo 65, respondí. Pues no los representas, fue su irónica respuesta.


Preparé la mesa en el saloncito con mis mejores manteles, abrí una botella del mejor Alvariño y le avise de que ya estaba la cena. Se vistió con sus galas de fiesta, sus Mizuno de correr, su gorrita de jugador de béisbol, su barba desordenada por la enfermedad. Le pregunté por su trabajo, no lo tenía, estaba todavía enredado con su tesis sobre el ‘Estado de excepción’. Le comenté que era viuda, pero de eso hacía ya muchos años, que había tenido unos cuantos ligues, aunque ahora ya ni tenía esperanzas, tampoco las quería.

 

Me había enfundado mi body rosa, por debajo de una blusa floreada, y una falda de lunares hasta media pantorrilla, llevaba puestos mis zapatos rojos con tacones de aguja; mi pelo blanco, lacio me daba un aire intelectual, soberbio a la penumbra de las velas. ¡Demasiado estrafalaria para mi edad!, como para suscitar las paradojas.

 

Cuando íbamos por la segunda botella comenzaron las confesiones. No tenía suerte con las chicas, apenas sí había tenido un medio amor que no le duro tres meses. Le acaricié la mano y no la retiró, seguía confesándose. Tras las velas y la tarta nos fuimos al sofá. Le dije que siempre había tenido facilidad con los hombres, que me gustaba experimentar sensaciones nuevas, la variación en el gusto, y ahora ya no me quedaba nada, no quería que me quedara nada, no a mí al menos…. Le dejaba ver mis piernas todavía atractivas hasta encima de las rodillas, le comentaba como gamitaba cuando un hombre me tocaba, cuando me sorbía el sexo. Me contó que únicamente se había acostado con aquella novia efímera, le acaricié entonces el pelo. Me recordó, tengo el virus, no te olvides. Yo le respondí con un beso amistoso, despreocupado, que no rechazó. Me acerqué más a él y volví a besarlo en la boca de manera más íntima, al tiempo que asomaba mi body por debajo de la falda. De pronto me senté sobre su sexo y le besé de manera apasionada. La cosa fue en aumento y cuando lo llevaba de mi mano hacia la cama, me volvió a recordar, ¿mi virus? No importa, le respondí, mi cuerpo ya va viejo. Ya, pero ¿tan funesto deseo? Quién sabe le respondí, es viejo pero sabio y fecundo en ardides y ha salido indemne de tantas odiseas, y ahora esa ardiente oscuridad de la luz de tus ojos...

 

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