El soldado virus
![[Img #48768]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/03_2020/1610_estado-de-alarma-_dsc0007.jpg)
Miedo, preocupación, ansiedad, angustia, soledad, hipocondría, claustrofobia, cada uno masca la situación que le toca vivir con la aprensión que mejor le encaje, en singular o en plural, pues a casi todos se nos agolpan las pésimas sensaciones depresivas de una etapa que no tiene el escenario de una guerra como la conocieron nuestros abuelos, pero sí muchos de sus efectos.
Efectivamente, no hay trincheras, ni oímos las sirenas avisadoras de un bombardeo. Tampoco se da el ambiente bélico de los movimientos de tropas y armamento. Pero nuestros hogares se han convertido en refugio hasta nueva orden, que no se antoja corta, y en las miradas de los escasísimos viandantes se percibe la asechanza del peligro oculto y, si no, las máscaras delatan sombríos misterios. Los mensajes institucionales lanzan la firme decisión de vencer, jamás rendirse, con un perceptible deje de arenga castrense. No queda otra. Y lo peor de todo, no falta el macabro parte de bajas con la asepsia del número estadístico para desdramatizar en lo colectivo y acotar la tragedia a lo individual y familiar.
Muchos sabios han advertido de que no hay generación que escape al jinete apocalíptico de la guerra. Nos creíamos salvados por el terror a las armas nucleares. Pero, con retraso, ha acudido fiel a la cita marcando el paso con los nuevos soldados en forma de virus. No pocos expertos, de esos que se llaman politólogos, han esbozado el fondo y forma de la conflagración global bajo múltiples rostros que en nada se iban a parecer a lo vivido. Infantería, artillería, caballería, ingenieros, son antiguallas del pasado, una rémora como el hacha de sílex. Informática, biología, tecnología, información, son los campos de batalla de esta belicosidad del siglo XXI, y como comodín inalterable desde el principio de los tiempos, la economía - siempre de la mano de los inseparables recursos-, la constante K de esta tenebrosa ecuación. El coronavirus, invisible y silencioso, es la antítesis de los estruendos y aglomeraciones de máquinas y hombres, cuando la guerra conjugaba en pretérito la ostentación de superpotencia como arma paralizante y desmoralizadora para todo enemigo.
Sí, la economía, causa y efecto de casi todo conflicto. Quizá nuestra guerra civil fue un paréntesis de supremacía de los ideales. De ahí que tarde tanto en cicatrizar. En la edad de piedra se batalló, piedra y quijada en mano, por el dominio de la caza, único medio para el sustento de los lejanos antepasados. Las armas sofisticaron los métodos de lucha, pero el fin siempre ha sido el mismo: la conquista de territorios que asegurasen el control de materias primas con las que poner en marcha la máquina del dinero y extorsionar y debilitar al enemigo real o potencial. Las fronteras del imperio ya no se delimitan con legiones, tercios, lanceros o marines. El petróleo, primero, y ahora, la tecnología, como controladora de datos, son sus guardianes. Las abstracciones reemplazan a la más poderosa de las concreciones: el hombre.
El triunfo o la derrota no se contabilizan en vidas humanas. La crónica del virus que padecemos tiene la lectura dominante de los destrozos en el tejido económico. Ha sido su antes, es su ahora, y será su inevitable después. Los precedentes de la historia escriben con tiza sobre pizarra que después de cada gran conflicto, el orden mundial ha tenido radicales transformaciones. El (o la) COVID-19 las traerá. Algunas se vislumbran en esta primera escaramuza.
Se hace difícil eludir que ese gran ensayo del teletrabajo no termine masificándose. Puede ser bueno o malo. Si se concibe desde una perspectiva de conciliación familiar, vale; pero si detrás de ello, hay una pretensión de aislar a los individuos del entorno social básico que es el puesto de trabajo presencial, no habrá duda de que habremos perdido. El hombre en soledad ante los poderes es absoluta nulidad.
Otra visión preocupante es que la pandemia empuje los proyectos de robotización del trabajo. Ningún virus de ámbito humano o animal contaminará una máquina, por lo que si las pandemias, espontáneas o provocadas, se suceden como nuevo recurso guerrero, las fábricas y los servicios no pararán. De hacerlo, tendrá que ser, con la no menos tenebrosa biología virtual de los hackers, otro agente de las guerras ocultas que determinarán la nueva historia.
Las nuevas tecnologías se presentaron en sociedad como avances beneficiosos para la humanidad. Los hay, innegable. Pero ocultaron otra constante de la historia: la variante bélica de todo progreso, y por el coronavirus, asoma la patita de abundante poder destructor.
Sin embargo, el optimismo tiene campo de acción. Uno no pierde la esperanza en el cerebro humano como fuente inagotable de entendimiento y creatividad constructiva, ni tampoco obvia la rebeldía de nuestro ADN que, aunque muy ocasional, no deja de latir. No es gratuito que, de siempre, la aspiración suprema de las tiranías se haya concentrado en anular el maravilloso don de pensar.
![[Img #48768]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/03_2020/1610_estado-de-alarma-_dsc0007.jpg)
Miedo, preocupación, ansiedad, angustia, soledad, hipocondría, claustrofobia, cada uno masca la situación que le toca vivir con la aprensión que mejor le encaje, en singular o en plural, pues a casi todos se nos agolpan las pésimas sensaciones depresivas de una etapa que no tiene el escenario de una guerra como la conocieron nuestros abuelos, pero sí muchos de sus efectos.
Efectivamente, no hay trincheras, ni oímos las sirenas avisadoras de un bombardeo. Tampoco se da el ambiente bélico de los movimientos de tropas y armamento. Pero nuestros hogares se han convertido en refugio hasta nueva orden, que no se antoja corta, y en las miradas de los escasísimos viandantes se percibe la asechanza del peligro oculto y, si no, las máscaras delatan sombríos misterios. Los mensajes institucionales lanzan la firme decisión de vencer, jamás rendirse, con un perceptible deje de arenga castrense. No queda otra. Y lo peor de todo, no falta el macabro parte de bajas con la asepsia del número estadístico para desdramatizar en lo colectivo y acotar la tragedia a lo individual y familiar.
Muchos sabios han advertido de que no hay generación que escape al jinete apocalíptico de la guerra. Nos creíamos salvados por el terror a las armas nucleares. Pero, con retraso, ha acudido fiel a la cita marcando el paso con los nuevos soldados en forma de virus. No pocos expertos, de esos que se llaman politólogos, han esbozado el fondo y forma de la conflagración global bajo múltiples rostros que en nada se iban a parecer a lo vivido. Infantería, artillería, caballería, ingenieros, son antiguallas del pasado, una rémora como el hacha de sílex. Informática, biología, tecnología, información, son los campos de batalla de esta belicosidad del siglo XXI, y como comodín inalterable desde el principio de los tiempos, la economía - siempre de la mano de los inseparables recursos-, la constante K de esta tenebrosa ecuación. El coronavirus, invisible y silencioso, es la antítesis de los estruendos y aglomeraciones de máquinas y hombres, cuando la guerra conjugaba en pretérito la ostentación de superpotencia como arma paralizante y desmoralizadora para todo enemigo.
Sí, la economía, causa y efecto de casi todo conflicto. Quizá nuestra guerra civil fue un paréntesis de supremacía de los ideales. De ahí que tarde tanto en cicatrizar. En la edad de piedra se batalló, piedra y quijada en mano, por el dominio de la caza, único medio para el sustento de los lejanos antepasados. Las armas sofisticaron los métodos de lucha, pero el fin siempre ha sido el mismo: la conquista de territorios que asegurasen el control de materias primas con las que poner en marcha la máquina del dinero y extorsionar y debilitar al enemigo real o potencial. Las fronteras del imperio ya no se delimitan con legiones, tercios, lanceros o marines. El petróleo, primero, y ahora, la tecnología, como controladora de datos, son sus guardianes. Las abstracciones reemplazan a la más poderosa de las concreciones: el hombre.
El triunfo o la derrota no se contabilizan en vidas humanas. La crónica del virus que padecemos tiene la lectura dominante de los destrozos en el tejido económico. Ha sido su antes, es su ahora, y será su inevitable después. Los precedentes de la historia escriben con tiza sobre pizarra que después de cada gran conflicto, el orden mundial ha tenido radicales transformaciones. El (o la) COVID-19 las traerá. Algunas se vislumbran en esta primera escaramuza.
Se hace difícil eludir que ese gran ensayo del teletrabajo no termine masificándose. Puede ser bueno o malo. Si se concibe desde una perspectiva de conciliación familiar, vale; pero si detrás de ello, hay una pretensión de aislar a los individuos del entorno social básico que es el puesto de trabajo presencial, no habrá duda de que habremos perdido. El hombre en soledad ante los poderes es absoluta nulidad.
Otra visión preocupante es que la pandemia empuje los proyectos de robotización del trabajo. Ningún virus de ámbito humano o animal contaminará una máquina, por lo que si las pandemias, espontáneas o provocadas, se suceden como nuevo recurso guerrero, las fábricas y los servicios no pararán. De hacerlo, tendrá que ser, con la no menos tenebrosa biología virtual de los hackers, otro agente de las guerras ocultas que determinarán la nueva historia.
Las nuevas tecnologías se presentaron en sociedad como avances beneficiosos para la humanidad. Los hay, innegable. Pero ocultaron otra constante de la historia: la variante bélica de todo progreso, y por el coronavirus, asoma la patita de abundante poder destructor.
Sin embargo, el optimismo tiene campo de acción. Uno no pierde la esperanza en el cerebro humano como fuente inagotable de entendimiento y creatividad constructiva, ni tampoco obvia la rebeldía de nuestro ADN que, aunque muy ocasional, no deja de latir. No es gratuito que, de siempre, la aspiración suprema de las tiranías se haya concentrado en anular el maravilloso don de pensar.






