Andrés Martínez Oria
Sábado, 28 de Marzo de 2020

22 de marzo

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He bajado hasta la Moldera para darle de comer a Uro, que está más solo. Ayer cazó tres ratas y se lo ha ganado. Para él no rige la inactividad. El encierro. Y escucho el trino de un mirlo en el albor de la primavera. La armonía, interrumpida por el grito disonante de la urraca. Las pegas. Luce el sol a ratos, viene y se va. Y cuando viene, es como si florecieran de pronto las minutisas, las gazanias, las clavellinas. Ahora que se han marchitado los narcisos y solo quedan las margaritas y los dientes de león en el esplendor de la hierba. Blanco, amarillo. Y diminutas florecillas azules, moradas. Casi invisibles. Los pétalos del pruno son una nevada rosa en la hierba y arriba luce la flor y las hojas encendidas.

 

Ya tiene mariposas la madreselva y vienen los pececillos del reguero vivos a las migas de pan que les echo. Luego me quedo pensativo, junto al pozo, escuchando el rumor interminable del agua, y me digo, como cuando acaba de acontecernos algo malo y nos quedamos más solos, “¿Para quién luce hoy la primavera?” Ya abriendo la flor del manzano que plantara mi padre en el cembo, y ese olor a azahar que se desprende de todos los árboles floridos; los ciruelos y cerezos salvajes, que han crecido a sus anchas en la maleza.

 

Bebo un poco de agua, como una purificación interior —no tengo sed—, y junto a unas piedras antiguas que he puesto al pie de los cipreses, oro por el largo desfile de muertos sin velatorio ni entierro. Esta belleza sin límites de la primavera hace aún más hiriente lo que nos rodea.

 

Pero esto pasará, sabremos vencerlo con voluntad y paciencia, y cuando se haya ido bien lejos, mucho, mucho después, nos preguntaremos,  “¿Qué nos habrá pasado?”, o quizá, “¿Para quién fue aquella primavera?”

 

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