El confinado
Como este confinamiento parece que va a ser largo, hemos pedido a cuatro narradores que realicen una labor como la del Decamerón. Estos escritores de ahora no se han refugiado en un ninguna villa florentina para huir de la plaga, pero han encontrado un espacio virtual común en un blog a propósito, como modo de distraerse y darse compañía.
La primera narración, en una idea de infinito, hace como Scherezade cuando cuenta 'Las mil y una noches', que contienen también la historia de Scherezade como narradora; es la historia de la propuesta del blog, la primera a la que habrán de sucederle otras en un juego de espejos sin fin.
![[Img #48784]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/03_2020/6137_lenguaraz-005.jpg)
Hacía dos meses desde que escuchara las primeras noticias de que, al otro lado del mundo, un virus letal estaba asolando ciudades y produciendo una mortandad entre la población. Como la virtualidad del sufrimiento lejano nos sume en la irrealidad, no me preocupé lo más mínimo de las cifras de muertos que transmitían los medios de comunicación. Un mes más tarde, los estragos de la nanominúscula criatura comenzaron a sentirse en otra ciudad, esta vez a solo unas pocas horas de avión de la mía. Sin embargo, esta cercanía no auguraba peligro alguno para nosotros, pues en los servicios informativos de ninguno de los canales de televisión alertaban de nada, y mucho menos desde los organismos administrativos al efecto. El caso es que tras una semana, la emisora de radio que siempre llevaba sintonizada en el coche, camino de la oficina, comenzó a reportar algunos contagios en distintas localidades del país. A pesar de ello, casi nadie presagió el funesto desenlace, ni mereció la menor atención en la escaleta de los programa de más audiencia. Cuando se contabilizaron las víctimas por centenares, el gobierno decidió confinar obligatoriamente a todos los ciudadanos en sus hogares para evitar la fatal progresión de las muertes.
Desde que murió mi esposa Oliva hace ya más de doce años, nunca he sentido la soledad como en estos momentos. El trabajo y el deporte me habían salvado hasta ahora, además de mi grupo de amigos, con los que compartía gimnasio y celebraciones varias. El primer día de confinamiento lo pasé sentado en el sofá viendo la televisión. El segundo hice lo mismo, solo que comencé a cambiar de canal cada poco. Los movimientos del pulgar sobre los botones del mando a distancia adquirieron una velocidad vertiginosa. Decidí entonces descargar la tensión del encierro haciendo una tabla de ejercicios, eso me calmaría. A los cinco días esta medida resultó insuficiente para conciliar el sueño y frenar la ansiedad, así que organicé un circuito a lo largo de mi pequeño piso. Correría a pequeños pasos durante treinta minutos. Además de esto planifiqué el tiempo dedicado a ver la televisión, único medio por el que me informaba, con dos horas diarias sería suficiente para estar enterado de la evolución de la pandemia. Los primeros días de la segunda semana todo marchó sobre ruedas, recuperé el ánimo y la vitalidad. Pero no duró mucho, porque al cuarto día de dar vueltas por los ochenta meros cuadrados sorteando mesas, sillas, galanes de noche y golpearme las rodillas y los brazos con los muebles, la desesperación me llevó a aumentar el tiempo de carrera, por ver si el cansancio pudiera amortiguarla. Lejos de alcanzar el objetivo, comencé a ver los telediarios de todos los canales disponibles, y no solo eso, sino a escribir en una libreta resúmenes diarios de cada uno de ellos sobre la noticia principal. Muy pronto descubrí que entre ellos reinaba una extraña unanimidad que me inquietaba. Tanto era así, que si al principio me sentí confinado y después aislado, ahora me sentía preso, tanto física como mentalmente, y eso que nunca fui un intelectual ni nada por el estilo.
Lo único que se me ocurrió para cerciorarme de que no me estaba volviendo loco, fue comunicar al grupo de wasap, compuesto por mis amigos, las consecuencias que estaba experimentado por la reclusión. Felizmente a todos les estaba sucediendo algo parecido, lo cual no nos consolaba. Para mitigar el deterioro de nuestro estado mental, a Marcos se le ocurrió hacer un blog, donde cada uno iríamos colgando diariamente una narración que tuviera por tema el confinamiento, como hicieron los personajes de un antiguo libro titulado el ‘Decamerón’, eso dijo. No importaba la calidad literaria, tan solo que fuera legible, apostilló, ya que la mayor parte de nosotros solo éramos aficionados a la lectura de periódicos deportivos. Como a todos nos pareció bien la idea, nos pusimos manos a la obra. Lo echamos a sorteo y me tocó a mí la primera jornada, si bien me tomaría unos días para pensar qué historia se me podría ocurrir.
![[Img #48783]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/03_2020/5359_sillado-007.jpg)
Estaba claro que a Iván ni el intenso ejercicio físico ni la borrachera de información, cierta o no, lo iba a librar del desvarío de estar confinado solo. El espacio de su casa, a medida que transcurrían los días, las horas, los minutos, y hasta los segundos, le parecía mucho más asfixiante. La realidad de lo que estaba ocurriendo más allá de sus cuatro ventanas, se le revelaba más incierta y sospechosa cuanto más coincidentes eran las versiones televisivas de lo acaecido en el mundo. Solo aquellas pocas paredes le ofrecían, a pesar de todo, un baluarte contra la adversidad y la zozobra. Quizás estaba comenzando a asumir su condición de prisionero.
En una de sus incursiones deportivas en la biblioteca de su difunta esposa, clausurada hasta que necesitó ampliar los metros para mantenerse en forma, se topó con el libro que ella leía cuando se conocieron. Lo tomó en sus manos, se sentó en el escritorio y comenzó a leer por mero sentimentalismo “Obra así, querido Lucilio: reivindica para ti la posesión de ti mismo…” Estas primeras palabras le mordieron el entendimiento y le hicieron reflexionar hasta el punto de no poder dejar de leer las siguientes, y las siguientes… Lo terminó no supo a qué hora ni de qué día debido al embebecimiento padecido. Detrás de este vino otro, las Meditaciones de Marco Aurelio, y otro, El banquete de Platón, y muchos más que devoró con fruición, tanto para sorpresa suya como lo hubiera sido para Oliva. Tras varias obras filosóficas, no en vano ella había ejercido como profesora de dicha materia, probó con la literatura, de la cual había sido una entusiasta aficionada. Eligió al azar Memorias de un cazador de Turguenev, quizás porque compartía con el autor el mismo nombre: la luminosidad y la pureza de las descripciones de la naturaleza le sobrecogieron. Luego cerró los ojos frente a otro estante y extrajo, bajo los auspicios de la casualidad, El coloso de Marusi de Henry Miller: el aire fresco de las islas griegas y el mar lo catapultaron hacia la más completa dicha. De este modo ya no dejó de leer sin parar, alternando literatura y filosofía, aunque sin descuidar el ejercicio físico, que ya no supuso ni un remedio ni una obsesión.
![[Img #48781]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/03_2020/8203_dobles-cabezas-011.jpg)
Uno de los días, tras recorrer los veinte metros que separaban la cocina del dormitorio principal, la distancia más larga a su disposición para practicar la carrera, a la decimoctava vuelta llegó a la mesita del lado derecho. Quiso dar la vuelta para reiniciar la marcha, pero sus piernas no se lo permitieron. Contra su voluntad racional, continuaron dando zancadas hacia adelante por sí mismas, sin obedecer a la lógica pétrea de hallarse al final, frente a la pared, sin más trayecto posible de no mediar la existencia de un agujero en ella para franquearla, sin embargo no era este el caso. Pisó un suelo espeso, ignoto, de naturaleza no mineral, como tampoco gaseosa o líquida. El espacio se tornó blando como los relojes de Dalí. Lo envolvió como una boa constrictor. De la oscuridad reinante durante un tiempo inmensurable, pasó a la luz cegadora y al aire vivificante de una isla que, sin que nadie se lo dijera, supo que se trataba de Corfú.
Ascendía hacia la cima del monte Pantocrátor por una vereda, desde donde contempló a lo lejos el mar Jónico. Saliendo de sus aguas esmeraldas columbró a Poseidón con la ninfa Córcira en sus brazos, a la que depositó con delicadeza en tierra. De vuelta a la cocina, se sentó en una silla a disfrutar de la belleza de aquellas vivencias mientras la memoria se lo permitiera. Otro día sintió en su rostro el aire puro y helado de los bosques de abedules en Rusia, entre cuyas frondas escuchó el canto de los esquivos urogallos. La belleza había posibilitado una nueva dimensión a los escuetos ochenta metros entre los que se encontraba enclaustrado. El techo de cada habitación se tornó en un bóveda que contenía múltiples cielos y atmósferas, y cada metro de pasillo transitado se había convertido en un viaje audaz. Llegó un momento en que solo las luctuosas noticias que provenían del exterior a través del aparato de televisión, eran capaces de sumirlo en una incertidumbre desangelada, sobre todo si comparaba todas esas palabras turbias, pretendidamente maliciosas, obscenas, con la búsqueda de la verdad emanada de los pensadores.
![[Img #48782]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/03_2020/7560_fragmentarizacion-bis-002.jpg)
A punto de cumplirse la séptima semana de confinamiento, se asomó a la ventana a media tarde, el sol lucía indiferente, del silencio y la quietud aún no emanaba el hedor del subsuelo, ni el tiempo había comenzado a degradarse. La calle vacía le dio miedo, tal vez había llegado a la conclusión de que los confinados estaban al otro lado. Sin embargo, los muertos…
Puse puntos suspensivos, apagué el ordenador y me senté en el sofá, pensativo, aterrado. Lo mejor sería dejar el relato así, antes de que el otro Iván…
La primera narración, en una idea de infinito, hace como Scherezade cuando cuenta 'Las mil y una noches', que contienen también la historia de Scherezade como narradora; es la historia de la propuesta del blog, la primera a la que habrán de sucederle otras en un juego de espejos sin fin.
Hacía dos meses desde que escuchara las primeras noticias de que, al otro lado del mundo, un virus letal estaba asolando ciudades y produciendo una mortandad entre la población. Como la virtualidad del sufrimiento lejano nos sume en la irrealidad, no me preocupé lo más mínimo de las cifras de muertos que transmitían los medios de comunicación. Un mes más tarde, los estragos de la nanominúscula criatura comenzaron a sentirse en otra ciudad, esta vez a solo unas pocas horas de avión de la mía. Sin embargo, esta cercanía no auguraba peligro alguno para nosotros, pues en los servicios informativos de ninguno de los canales de televisión alertaban de nada, y mucho menos desde los organismos administrativos al efecto. El caso es que tras una semana, la emisora de radio que siempre llevaba sintonizada en el coche, camino de la oficina, comenzó a reportar algunos contagios en distintas localidades del país. A pesar de ello, casi nadie presagió el funesto desenlace, ni mereció la menor atención en la escaleta de los programa de más audiencia. Cuando se contabilizaron las víctimas por centenares, el gobierno decidió confinar obligatoriamente a todos los ciudadanos en sus hogares para evitar la fatal progresión de las muertes.
Desde que murió mi esposa Oliva hace ya más de doce años, nunca he sentido la soledad como en estos momentos. El trabajo y el deporte me habían salvado hasta ahora, además de mi grupo de amigos, con los que compartía gimnasio y celebraciones varias. El primer día de confinamiento lo pasé sentado en el sofá viendo la televisión. El segundo hice lo mismo, solo que comencé a cambiar de canal cada poco. Los movimientos del pulgar sobre los botones del mando a distancia adquirieron una velocidad vertiginosa. Decidí entonces descargar la tensión del encierro haciendo una tabla de ejercicios, eso me calmaría. A los cinco días esta medida resultó insuficiente para conciliar el sueño y frenar la ansiedad, así que organicé un circuito a lo largo de mi pequeño piso. Correría a pequeños pasos durante treinta minutos. Además de esto planifiqué el tiempo dedicado a ver la televisión, único medio por el que me informaba, con dos horas diarias sería suficiente para estar enterado de la evolución de la pandemia. Los primeros días de la segunda semana todo marchó sobre ruedas, recuperé el ánimo y la vitalidad. Pero no duró mucho, porque al cuarto día de dar vueltas por los ochenta meros cuadrados sorteando mesas, sillas, galanes de noche y golpearme las rodillas y los brazos con los muebles, la desesperación me llevó a aumentar el tiempo de carrera, por ver si el cansancio pudiera amortiguarla. Lejos de alcanzar el objetivo, comencé a ver los telediarios de todos los canales disponibles, y no solo eso, sino a escribir en una libreta resúmenes diarios de cada uno de ellos sobre la noticia principal. Muy pronto descubrí que entre ellos reinaba una extraña unanimidad que me inquietaba. Tanto era así, que si al principio me sentí confinado y después aislado, ahora me sentía preso, tanto física como mentalmente, y eso que nunca fui un intelectual ni nada por el estilo.
Lo único que se me ocurrió para cerciorarme de que no me estaba volviendo loco, fue comunicar al grupo de wasap, compuesto por mis amigos, las consecuencias que estaba experimentado por la reclusión. Felizmente a todos les estaba sucediendo algo parecido, lo cual no nos consolaba. Para mitigar el deterioro de nuestro estado mental, a Marcos se le ocurrió hacer un blog, donde cada uno iríamos colgando diariamente una narración que tuviera por tema el confinamiento, como hicieron los personajes de un antiguo libro titulado el ‘Decamerón’, eso dijo. No importaba la calidad literaria, tan solo que fuera legible, apostilló, ya que la mayor parte de nosotros solo éramos aficionados a la lectura de periódicos deportivos. Como a todos nos pareció bien la idea, nos pusimos manos a la obra. Lo echamos a sorteo y me tocó a mí la primera jornada, si bien me tomaría unos días para pensar qué historia se me podría ocurrir.
Estaba claro que a Iván ni el intenso ejercicio físico ni la borrachera de información, cierta o no, lo iba a librar del desvarío de estar confinado solo. El espacio de su casa, a medida que transcurrían los días, las horas, los minutos, y hasta los segundos, le parecía mucho más asfixiante. La realidad de lo que estaba ocurriendo más allá de sus cuatro ventanas, se le revelaba más incierta y sospechosa cuanto más coincidentes eran las versiones televisivas de lo acaecido en el mundo. Solo aquellas pocas paredes le ofrecían, a pesar de todo, un baluarte contra la adversidad y la zozobra. Quizás estaba comenzando a asumir su condición de prisionero.
En una de sus incursiones deportivas en la biblioteca de su difunta esposa, clausurada hasta que necesitó ampliar los metros para mantenerse en forma, se topó con el libro que ella leía cuando se conocieron. Lo tomó en sus manos, se sentó en el escritorio y comenzó a leer por mero sentimentalismo “Obra así, querido Lucilio: reivindica para ti la posesión de ti mismo…” Estas primeras palabras le mordieron el entendimiento y le hicieron reflexionar hasta el punto de no poder dejar de leer las siguientes, y las siguientes… Lo terminó no supo a qué hora ni de qué día debido al embebecimiento padecido. Detrás de este vino otro, las Meditaciones de Marco Aurelio, y otro, El banquete de Platón, y muchos más que devoró con fruición, tanto para sorpresa suya como lo hubiera sido para Oliva. Tras varias obras filosóficas, no en vano ella había ejercido como profesora de dicha materia, probó con la literatura, de la cual había sido una entusiasta aficionada. Eligió al azar Memorias de un cazador de Turguenev, quizás porque compartía con el autor el mismo nombre: la luminosidad y la pureza de las descripciones de la naturaleza le sobrecogieron. Luego cerró los ojos frente a otro estante y extrajo, bajo los auspicios de la casualidad, El coloso de Marusi de Henry Miller: el aire fresco de las islas griegas y el mar lo catapultaron hacia la más completa dicha. De este modo ya no dejó de leer sin parar, alternando literatura y filosofía, aunque sin descuidar el ejercicio físico, que ya no supuso ni un remedio ni una obsesión.
Uno de los días, tras recorrer los veinte metros que separaban la cocina del dormitorio principal, la distancia más larga a su disposición para practicar la carrera, a la decimoctava vuelta llegó a la mesita del lado derecho. Quiso dar la vuelta para reiniciar la marcha, pero sus piernas no se lo permitieron. Contra su voluntad racional, continuaron dando zancadas hacia adelante por sí mismas, sin obedecer a la lógica pétrea de hallarse al final, frente a la pared, sin más trayecto posible de no mediar la existencia de un agujero en ella para franquearla, sin embargo no era este el caso. Pisó un suelo espeso, ignoto, de naturaleza no mineral, como tampoco gaseosa o líquida. El espacio se tornó blando como los relojes de Dalí. Lo envolvió como una boa constrictor. De la oscuridad reinante durante un tiempo inmensurable, pasó a la luz cegadora y al aire vivificante de una isla que, sin que nadie se lo dijera, supo que se trataba de Corfú.
Ascendía hacia la cima del monte Pantocrátor por una vereda, desde donde contempló a lo lejos el mar Jónico. Saliendo de sus aguas esmeraldas columbró a Poseidón con la ninfa Córcira en sus brazos, a la que depositó con delicadeza en tierra. De vuelta a la cocina, se sentó en una silla a disfrutar de la belleza de aquellas vivencias mientras la memoria se lo permitiera. Otro día sintió en su rostro el aire puro y helado de los bosques de abedules en Rusia, entre cuyas frondas escuchó el canto de los esquivos urogallos. La belleza había posibilitado una nueva dimensión a los escuetos ochenta metros entre los que se encontraba enclaustrado. El techo de cada habitación se tornó en un bóveda que contenía múltiples cielos y atmósferas, y cada metro de pasillo transitado se había convertido en un viaje audaz. Llegó un momento en que solo las luctuosas noticias que provenían del exterior a través del aparato de televisión, eran capaces de sumirlo en una incertidumbre desangelada, sobre todo si comparaba todas esas palabras turbias, pretendidamente maliciosas, obscenas, con la búsqueda de la verdad emanada de los pensadores.
A punto de cumplirse la séptima semana de confinamiento, se asomó a la ventana a media tarde, el sol lucía indiferente, del silencio y la quietud aún no emanaba el hedor del subsuelo, ni el tiempo había comenzado a degradarse. La calle vacía le dio miedo, tal vez había llegado a la conclusión de que los confinados estaban al otro lado. Sin embargo, los muertos…
Puse puntos suspensivos, apagué el ordenador y me senté en el sofá, pensativo, aterrado. Lo mejor sería dejar el relato así, antes de que el otro Iván…