Si no aportas, cállate
La estupidez se cotiza al alza en tiempos convulsos. No porque haya más, aunque siempre contará con cuota, sino porque usa de altavoz, y éste, precisamente, se amplifica empujado por el lado oscuro de esta revolución tecnológica. Lo advirtió Umberto Eco: las redes sociales se han convertido en tribuna gratuita de los imbéciles. Y vaya si se ha cumplido la premonición.
La crisis planetaria del coronavirus tiene obligatoriamente sus segmentaciones nacionales. Por lo leído y escuchado hasta ahora, ningún país, ha estado prevenido contra este microbio invasor, ni siquiera su país de nacimiento, China, que, conviene no olvidar, despreció sus consecuencias en los primeros embates, y se limitó a actuar con el inequívoco estilo del sistema totalitario que lo rige, cuando el bichejo campaba por sus respetos entre millones de organismos humanos. Si hoy se la mira con envidia porque empieza a revertir la situación, es porque contabiliza más cronómetro que el resto del mundo, no porque tenga la fuerza moral del ejemplo en la primera alarma.
El drama que hoy nos confina en nuestras casas, arrebatándonos las luces alegres de la primavera en ese sentimiento alegre del paso de lo lóbrego a lo luminoso, guarda en sí mismo valores que una sociedad, si sabe aprovecharlos, no cabe duda de que la fortalecerá, pese a la dureza y amargura de la catarsis previa.
Por primera vez en España, después de un par de siglos, concurren factores de unión como un enemigo común, que no pide carnés de afiliación política, que no repara en la obesidad o delgadez de las cuentas corrientes, que no escruta sentimientos religiosos o laicos, que se la suda el sexo u orientación sexual de sus víctimas, que desprecia talantes liberales o totalitarios, pues depreda carnaza en sustantivo, importándole una higa los adjetivos en forma de militancias y otros poderíos o vulnerabilidades.
Nos estrenamos también en una fuerza de choque convertida en infantería e intendencia cívica, con armamento, no para matar, sino para sanar; no para saquear, sino para suministrar. Un enjambre de hombres y mujeres que, con la raquítica defensa de mascarillas y guantes de usar y tirar, están cumpliendo con la épica de que este mundo no se pare del todo, enfrentándose a un enemigo con el demoledor poder de la invisibilidad. Un grandioso heroísmo colectivo que debemos y tenemos que reconocer, en el durante y en el después de esta pandemia, con la proclamación unánime de pertenecer a profesiones y oficios que se han ganado el título de esenciales e insustituibles para larguísimo tiempo en el durísimo entrenamiento de una catástrofe universal. Ya basta de proclamar a los cuatro vientos dedicaciones y actividades fruto del humo que es toda moda pasajera. Hemos creado una legión de ídolos con pies de barro.
¿Falta alguien? Para nada. Una ciudadanía amedrentada resiste el asedio del enemigo en sus casas. Solos o acompañados. Con una disciplina que transmite moral de victoria. Unos niños que se han olvidado de sus escuelas y parques infantiles, empezando a abrirse al sol, para sumarse a esa resistencia partisana de sobrellevar en familia esta plaga en los tan asfixiantes, para ellos, espacios reducidos, imposibles de corretear. Mucha gente que, de un plumazo, se enfrenta a las soledades increíbles que dibujan calles, museos, estadios y bares, vacíos, y todavía tiene el ánimo de armarse con el humor y compartirlo en la cara amable de las redes sociales.
Ábrase la puerta a la utopía. Imaginemos nuestro país impregnado estructuralmente de ese ánimo. ¿No seríamos la envidia del mundo y la bendición para cualquier líder? Los políticos de este país cometerán un imperdonable error de consecuencias que se me antojan dantescas, si no asimilan las lecciones de esta generosidad de un pueblo que, en su gran mayoría, no ha hecho preguntas y ha acatado con sumo estoicismo un confinamiento con tantas aristas de libertad vigilada. Que aprendan ellos la dura lección que les ha sobrevenido de gobernar en clave de estado de emergencia, para todos, y no para el reducto limitado de sus partidos y militancias. Que, en unión con el electorado, dejen hacer al Gobierno, nuestro Gobierno - ahora, y mientras esto dure, sin siglas - elegido en las urnas y legitimado para maniobrar en acontecimientos históricos como éste, libres de las ataduras de los oportunismos cortoplacista. La oposición, en circunstancias tan especiales, es un estorbo. Y si tiene soluciones que las ponga al servicio del bien común en el único ámbito legítimo que imponen los tiempos: la gobernanza.
Y en una especie de retorno al principio de esta columna, que las mentes cerradas de cualquier tendencia, poseídas y abducidas por los valores absolutos que descargan en la berrea digital, abdiquen de sus chirridos maniqueos, de su enfermiza visión de las dos Españas, de las soberbias de todo integrista incapaz de ver más allá de sus soluciones doctrinarias. Dejen de hacer ruido, porque, en momentos como éste, hasta el silencio es sobrecogedor.
La estupidez se cotiza al alza en tiempos convulsos. No porque haya más, aunque siempre contará con cuota, sino porque usa de altavoz, y éste, precisamente, se amplifica empujado por el lado oscuro de esta revolución tecnológica. Lo advirtió Umberto Eco: las redes sociales se han convertido en tribuna gratuita de los imbéciles. Y vaya si se ha cumplido la premonición.
La crisis planetaria del coronavirus tiene obligatoriamente sus segmentaciones nacionales. Por lo leído y escuchado hasta ahora, ningún país, ha estado prevenido contra este microbio invasor, ni siquiera su país de nacimiento, China, que, conviene no olvidar, despreció sus consecuencias en los primeros embates, y se limitó a actuar con el inequívoco estilo del sistema totalitario que lo rige, cuando el bichejo campaba por sus respetos entre millones de organismos humanos. Si hoy se la mira con envidia porque empieza a revertir la situación, es porque contabiliza más cronómetro que el resto del mundo, no porque tenga la fuerza moral del ejemplo en la primera alarma.
El drama que hoy nos confina en nuestras casas, arrebatándonos las luces alegres de la primavera en ese sentimiento alegre del paso de lo lóbrego a lo luminoso, guarda en sí mismo valores que una sociedad, si sabe aprovecharlos, no cabe duda de que la fortalecerá, pese a la dureza y amargura de la catarsis previa.
Por primera vez en España, después de un par de siglos, concurren factores de unión como un enemigo común, que no pide carnés de afiliación política, que no repara en la obesidad o delgadez de las cuentas corrientes, que no escruta sentimientos religiosos o laicos, que se la suda el sexo u orientación sexual de sus víctimas, que desprecia talantes liberales o totalitarios, pues depreda carnaza en sustantivo, importándole una higa los adjetivos en forma de militancias y otros poderíos o vulnerabilidades.
Nos estrenamos también en una fuerza de choque convertida en infantería e intendencia cívica, con armamento, no para matar, sino para sanar; no para saquear, sino para suministrar. Un enjambre de hombres y mujeres que, con la raquítica defensa de mascarillas y guantes de usar y tirar, están cumpliendo con la épica de que este mundo no se pare del todo, enfrentándose a un enemigo con el demoledor poder de la invisibilidad. Un grandioso heroísmo colectivo que debemos y tenemos que reconocer, en el durante y en el después de esta pandemia, con la proclamación unánime de pertenecer a profesiones y oficios que se han ganado el título de esenciales e insustituibles para larguísimo tiempo en el durísimo entrenamiento de una catástrofe universal. Ya basta de proclamar a los cuatro vientos dedicaciones y actividades fruto del humo que es toda moda pasajera. Hemos creado una legión de ídolos con pies de barro.
¿Falta alguien? Para nada. Una ciudadanía amedrentada resiste el asedio del enemigo en sus casas. Solos o acompañados. Con una disciplina que transmite moral de victoria. Unos niños que se han olvidado de sus escuelas y parques infantiles, empezando a abrirse al sol, para sumarse a esa resistencia partisana de sobrellevar en familia esta plaga en los tan asfixiantes, para ellos, espacios reducidos, imposibles de corretear. Mucha gente que, de un plumazo, se enfrenta a las soledades increíbles que dibujan calles, museos, estadios y bares, vacíos, y todavía tiene el ánimo de armarse con el humor y compartirlo en la cara amable de las redes sociales.
Ábrase la puerta a la utopía. Imaginemos nuestro país impregnado estructuralmente de ese ánimo. ¿No seríamos la envidia del mundo y la bendición para cualquier líder? Los políticos de este país cometerán un imperdonable error de consecuencias que se me antojan dantescas, si no asimilan las lecciones de esta generosidad de un pueblo que, en su gran mayoría, no ha hecho preguntas y ha acatado con sumo estoicismo un confinamiento con tantas aristas de libertad vigilada. Que aprendan ellos la dura lección que les ha sobrevenido de gobernar en clave de estado de emergencia, para todos, y no para el reducto limitado de sus partidos y militancias. Que, en unión con el electorado, dejen hacer al Gobierno, nuestro Gobierno - ahora, y mientras esto dure, sin siglas - elegido en las urnas y legitimado para maniobrar en acontecimientos históricos como éste, libres de las ataduras de los oportunismos cortoplacista. La oposición, en circunstancias tan especiales, es un estorbo. Y si tiene soluciones que las ponga al servicio del bien común en el único ámbito legítimo que imponen los tiempos: la gobernanza.
Y en una especie de retorno al principio de esta columna, que las mentes cerradas de cualquier tendencia, poseídas y abducidas por los valores absolutos que descargan en la berrea digital, abdiquen de sus chirridos maniqueos, de su enfermiza visión de las dos Españas, de las soberbias de todo integrista incapaz de ver más allá de sus soluciones doctrinarias. Dejen de hacer ruido, porque, en momentos como éste, hasta el silencio es sobrecogedor.






