Ventajas (y desventajas) de viajar en tren
Andando.
Dejad atrás los caballos,
que yo quiero llegar tardando
(andando, andando)
dar mi alma a cada grano
de la tierra que voy rozando.
Juan Ramón Jiménez
![[Img #48851]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2020/2849__pilar-blanco-dsc0105.jpg)
Un lugar común de la literatura de viajes y destacada preferencia de todo escritor que se precie es la alabanza del tren que, en una sociedad acuciada por la velocidad, aún se identifica con la mirada detenida sobre el paisaje y el paisanaje, las paradas para estirar las piernas en estaciones de aire decadente, las cantinas decimonónicas que despliegan su oferta de especialidades regionales, la posibilidad de recuperar el tacto, los olores, el color de una realidad que ya solo vemos a distancia, entrecortada por un ritmo incompatible con la contemplación diáfana y la pulcra escritura.
Pero me temo que también en esto los escritores viven en un planeta paralelo cuyo reloj se detuvo en tiempos de la carbonilla o la locomotora de vapor. Y no me refiero especialmente a la proliferación de la red pajarraca que ha dejado sin servicio a muchas provincias del interior de España, a las que solo les queda contemplar cómo su zigzagueo culebrero pasa sin detenerse porque en el reino de las dos velocidades a ellos les tocó la carromata. No, se trata de algo mucho peor que los viajes concentrados en una sola vuelta del reloj de arena, en el parpadeo de una joven detrás de su abanicado Aifon, en el vuelco de un corazón al que abandonó la esperanza.
Porque nadie que frecuente en la actualidad los trenes habrá podido sumergirse en la lectura, afanarse en las páginas de su novela ultimísima desde el ordenador, escribir su diario o cartas al amor ausente. Y si se atreve a intentarlo, todo a su alrededor se conjurará para impedirlo, será presencia agresora, dedo en el ojo (o más bien el oído) ahora que ha desaparecido de nuestro entorno cualquier aprecio por la intimidad.
Se podrían distinguir fenotipos humanos según los sonidos que escogen para su móvil, altavoz desde el que proyectarán urbi et orbi la matraca o melodía de cada personalidad. Unos prefieren a Bach, otros la Cabalgata de las valquirias o los últimos gorgoritos monocolores de OT. Algunos el toque de trompeta cuartelera, timbres o alarmas espeluznantes; los sádicos graban aullidos angustiosos de sus hijos, cuyo volumen va subiendo cuanto más se tarda en contestar, sin olvidar la gama interminable de mugidos, cloqueos, barritares o maullidos (dulce sonido este que, cuando te acompaña sin parar de Madrid a Alicante, te hace pensar en razzias de laceros llevándose por delante a los Aristogatos al completo).
Los omnipresentes teléfonos móviles se han convertido en uno de los principales impedimentos de un buen viaje. Ni las apelaciones a la educación ni las recomendaciones para que se salga a hablar a las plataformas sirven para contrarrestar el mal gusto, la verborrea incontenible, el mobilattak que los pacíficos amantes del silencio sufrimos cada vez que nos acomodamos en nuestro nada barato asiento y desplegamos periódicos y libretas, ordenador o libros con el afán ingenuo de aprovechar las horas que se abren cuajadas de promesas creativas, de relajación zen, de trabajo concentrado o alivio tensional itinerante.
Al final todo nos remite al mismo, al viejo, al acuciante problema: la pérdida de respeto y civismo que aqueja a muchos nacionales y foráneos, todos los cuales se han beneficiado sin mucho provecho cívico de la educación obligatoria, sea gratuita o de pago. Pero este no es un asunto que tenga que ver con el grado de formación recibido. Si lo vemos en los festejos, populares o universitarios -poca diferencia hay- que dejan tras de sí toneladas de basura por calles, parques o playas, no puede extrañarnos que también se esparza basura acústica que a nadie, y menos a las administraciones responsables de regularla, parece preocupar.
Habrá que retocar el título del estupendo Ventajas de viajar en tren de Antonio Orejudo y desmitificar lo que es tan irreal hoy en día como las playas solitarias e idílicas, la Venecia melancólica y romántica o España como modelo de la dieta mediterránea, mitos cuyas imágenes anidaron en nuestro cerebro y allí permanecen, con esa pátina idealizadora que nos permite soportar la añoranza empalagosa de todo lo que desaparece.
Cuando, como en el periodo desconcertado que atravesamos, los trenes empiezan a oler a éxodo y a miedo, los teléfonos se transforman en sirenas de barcos que intercambian mensajes de esperanza. Y el escritor es Nemo, Ajab, Crusoe. Observa y escribe. Para que nada se pierda.
Andando.
Dejad atrás los caballos,
que yo quiero llegar tardando
(andando, andando)
dar mi alma a cada grano
de la tierra que voy rozando.
Juan Ramón Jiménez
![[Img #48851]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2020/2849__pilar-blanco-dsc0105.jpg)
Un lugar común de la literatura de viajes y destacada preferencia de todo escritor que se precie es la alabanza del tren que, en una sociedad acuciada por la velocidad, aún se identifica con la mirada detenida sobre el paisaje y el paisanaje, las paradas para estirar las piernas en estaciones de aire decadente, las cantinas decimonónicas que despliegan su oferta de especialidades regionales, la posibilidad de recuperar el tacto, los olores, el color de una realidad que ya solo vemos a distancia, entrecortada por un ritmo incompatible con la contemplación diáfana y la pulcra escritura.
Pero me temo que también en esto los escritores viven en un planeta paralelo cuyo reloj se detuvo en tiempos de la carbonilla o la locomotora de vapor. Y no me refiero especialmente a la proliferación de la red pajarraca que ha dejado sin servicio a muchas provincias del interior de España, a las que solo les queda contemplar cómo su zigzagueo culebrero pasa sin detenerse porque en el reino de las dos velocidades a ellos les tocó la carromata. No, se trata de algo mucho peor que los viajes concentrados en una sola vuelta del reloj de arena, en el parpadeo de una joven detrás de su abanicado Aifon, en el vuelco de un corazón al que abandonó la esperanza.
Porque nadie que frecuente en la actualidad los trenes habrá podido sumergirse en la lectura, afanarse en las páginas de su novela ultimísima desde el ordenador, escribir su diario o cartas al amor ausente. Y si se atreve a intentarlo, todo a su alrededor se conjurará para impedirlo, será presencia agresora, dedo en el ojo (o más bien el oído) ahora que ha desaparecido de nuestro entorno cualquier aprecio por la intimidad.
Se podrían distinguir fenotipos humanos según los sonidos que escogen para su móvil, altavoz desde el que proyectarán urbi et orbi la matraca o melodía de cada personalidad. Unos prefieren a Bach, otros la Cabalgata de las valquirias o los últimos gorgoritos monocolores de OT. Algunos el toque de trompeta cuartelera, timbres o alarmas espeluznantes; los sádicos graban aullidos angustiosos de sus hijos, cuyo volumen va subiendo cuanto más se tarda en contestar, sin olvidar la gama interminable de mugidos, cloqueos, barritares o maullidos (dulce sonido este que, cuando te acompaña sin parar de Madrid a Alicante, te hace pensar en razzias de laceros llevándose por delante a los Aristogatos al completo).
Los omnipresentes teléfonos móviles se han convertido en uno de los principales impedimentos de un buen viaje. Ni las apelaciones a la educación ni las recomendaciones para que se salga a hablar a las plataformas sirven para contrarrestar el mal gusto, la verborrea incontenible, el mobilattak que los pacíficos amantes del silencio sufrimos cada vez que nos acomodamos en nuestro nada barato asiento y desplegamos periódicos y libretas, ordenador o libros con el afán ingenuo de aprovechar las horas que se abren cuajadas de promesas creativas, de relajación zen, de trabajo concentrado o alivio tensional itinerante.
Al final todo nos remite al mismo, al viejo, al acuciante problema: la pérdida de respeto y civismo que aqueja a muchos nacionales y foráneos, todos los cuales se han beneficiado sin mucho provecho cívico de la educación obligatoria, sea gratuita o de pago. Pero este no es un asunto que tenga que ver con el grado de formación recibido. Si lo vemos en los festejos, populares o universitarios -poca diferencia hay- que dejan tras de sí toneladas de basura por calles, parques o playas, no puede extrañarnos que también se esparza basura acústica que a nadie, y menos a las administraciones responsables de regularla, parece preocupar.
Habrá que retocar el título del estupendo Ventajas de viajar en tren de Antonio Orejudo y desmitificar lo que es tan irreal hoy en día como las playas solitarias e idílicas, la Venecia melancólica y romántica o España como modelo de la dieta mediterránea, mitos cuyas imágenes anidaron en nuestro cerebro y allí permanecen, con esa pátina idealizadora que nos permite soportar la añoranza empalagosa de todo lo que desaparece.
Cuando, como en el periodo desconcertado que atravesamos, los trenes empiezan a oler a éxodo y a miedo, los teléfonos se transforman en sirenas de barcos que intercambian mensajes de esperanza. Y el escritor es Nemo, Ajab, Crusoe. Observa y escribe. Para que nada se pierda.






