EL FILANDÓN DEL CORONAVIRUS
Al revés
Como este confinamiento parece que va a ser largo, hemos pedido a cuatro narradores que realicen una labor como la del Decamerón. Estos escritores de ahora no se han refugiado en un ninguna villa florentina para huir de la plaga, pero han encontrado un espacio virtual común en un blog a propósito, como modo de distraerse y darse compañía.
![[Img #48878]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2020/7592_cabeza-de-medusa-006.jpg)
Vivíamos cerca pero no tanto como para poder hablar de ventana a ventana. Nos comunicábamos por el teléfono móvil, como todo el mundo, desde los primeros días del confinamiento. Su casa tenía las mismas vistas que la mía: una amplia plaza rodeada de árboles a punto de florecer seguida de jardines que daban paso a las afueras ferroviarias que se confundían poco a poco con el campo y, luego, extensas planicies hasta el horizonte.
Cada día anochecía más tarde. Avanzábamos hacia el buen tiempo. Él comenzó a retratar cada ocaso y a enviarme la fotografía inmediatamente. Entonces yo me levantaba del sofá con el teléfono en la mano y me acercaba a la ventana para ver la realidad de la imagen capturada por él. Todas las veces tenía la sensación de llegar tarde, de que el momento mejor y más bello ya había pasado, que se había ido en los segundos que había tardado en asomarme y que, sin embargo, estaba ahí, en la fotografía, que siempre era superior a mi visión del paisaje.
Aunque no se estuviese enfermo parecía que todos lo estuviésemos, al menos un poco y a la vez, lo cual era algo que nunca habíamos experimentado, una enfermedad colectiva y universal. Cada jornada que transcurría, y ante las malas noticias que producía la extensión descontrolada de la epidemia, las medidas de confinamiento fueron endureciéndose. La calle estaba militarizada aunque casi siempre desierta.
Una mañana cuando me levanté de la cama vi que habían brotado las flores de los árboles. La primavera, ajena a la tragedia, se había instalado en todos sitios como si no se estuviera dando el caso más extraordinario de la historia en el que el planeta entero había quedado confinado en sus casas. Saqué medio cuerpo a la calle sobre la barandilla del balcón de mi alcoba y respiré hondo mientras oía algo inédito: el canto de los pájaros en plena ciudad y, un poco después, de forma constante, un sonido de agua vertiéndose que correspondía a una pequeña fuente para beber. Estaba todo intacto, quieto, vacío, materia sola, hermoso pero más pobre que su propio recuerdo.
A mí no me costaba quedarme encerrado, uno de los mejores recuerdos de mi infancia era permanecer, a veces una semana completa, con mi madre, por un simple constipado, jugando por el piso, imaginando que las alfombras, los muebles o las plantas eran praderas, montañas y bosques para mis hombres o vehículos en miniatura.
En pocos días el pasado fue invadiendo mis pensamientos y los recuerdos ocupando el espacio de los acontecimientos que se habían detenido desde la cuarentena. La realidad se retraía al ser superada por la ficción. Lo que hallaba en los informativos, que constantemente emitían por la televisión, empezó a ser mucho menos verdadero que lo que veía en las películas o leía en libros y lo artificial que había llenado mi vida, las novelas, las series, los relatos de la gente, pero también mis propios recuerdos y los sueños y las cosas que había imaginado se levantaron dentro de mi casa como fantasmas que se inflaban solos hasta cobrar matices de gran verosimilitud, quedando todo como un mundo al revés en el que lo irreal era más real que lo real.
Entonces me llegó una nueva fotografía suya. Esta no era del horizonte ni del ocaso sino de mi casa. Amplié la imagen en la pantalla del teléfono móvil hasta mirar por mi propia ventana para ver que allí estaba yo mismo, iluminado por una extraña luz anaranjada que no era del sol ni de una lámpara, no solitario como me sabía sino rodeado de las figuras que salían en mis películas, en mis novelas, en las historias de la gente, en mis juegos de niño y en mis imaginaciones, en mis recuerdos y en mis sueños.
![[Img #48878]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2020/7592_cabeza-de-medusa-006.jpg)
Vivíamos cerca pero no tanto como para poder hablar de ventana a ventana. Nos comunicábamos por el teléfono móvil, como todo el mundo, desde los primeros días del confinamiento. Su casa tenía las mismas vistas que la mía: una amplia plaza rodeada de árboles a punto de florecer seguida de jardines que daban paso a las afueras ferroviarias que se confundían poco a poco con el campo y, luego, extensas planicies hasta el horizonte.
Cada día anochecía más tarde. Avanzábamos hacia el buen tiempo. Él comenzó a retratar cada ocaso y a enviarme la fotografía inmediatamente. Entonces yo me levantaba del sofá con el teléfono en la mano y me acercaba a la ventana para ver la realidad de la imagen capturada por él. Todas las veces tenía la sensación de llegar tarde, de que el momento mejor y más bello ya había pasado, que se había ido en los segundos que había tardado en asomarme y que, sin embargo, estaba ahí, en la fotografía, que siempre era superior a mi visión del paisaje.
Aunque no se estuviese enfermo parecía que todos lo estuviésemos, al menos un poco y a la vez, lo cual era algo que nunca habíamos experimentado, una enfermedad colectiva y universal. Cada jornada que transcurría, y ante las malas noticias que producía la extensión descontrolada de la epidemia, las medidas de confinamiento fueron endureciéndose. La calle estaba militarizada aunque casi siempre desierta.
Una mañana cuando me levanté de la cama vi que habían brotado las flores de los árboles. La primavera, ajena a la tragedia, se había instalado en todos sitios como si no se estuviera dando el caso más extraordinario de la historia en el que el planeta entero había quedado confinado en sus casas. Saqué medio cuerpo a la calle sobre la barandilla del balcón de mi alcoba y respiré hondo mientras oía algo inédito: el canto de los pájaros en plena ciudad y, un poco después, de forma constante, un sonido de agua vertiéndose que correspondía a una pequeña fuente para beber. Estaba todo intacto, quieto, vacío, materia sola, hermoso pero más pobre que su propio recuerdo.
A mí no me costaba quedarme encerrado, uno de los mejores recuerdos de mi infancia era permanecer, a veces una semana completa, con mi madre, por un simple constipado, jugando por el piso, imaginando que las alfombras, los muebles o las plantas eran praderas, montañas y bosques para mis hombres o vehículos en miniatura.
En pocos días el pasado fue invadiendo mis pensamientos y los recuerdos ocupando el espacio de los acontecimientos que se habían detenido desde la cuarentena. La realidad se retraía al ser superada por la ficción. Lo que hallaba en los informativos, que constantemente emitían por la televisión, empezó a ser mucho menos verdadero que lo que veía en las películas o leía en libros y lo artificial que había llenado mi vida, las novelas, las series, los relatos de la gente, pero también mis propios recuerdos y los sueños y las cosas que había imaginado se levantaron dentro de mi casa como fantasmas que se inflaban solos hasta cobrar matices de gran verosimilitud, quedando todo como un mundo al revés en el que lo irreal era más real que lo real.
Entonces me llegó una nueva fotografía suya. Esta no era del horizonte ni del ocaso sino de mi casa. Amplié la imagen en la pantalla del teléfono móvil hasta mirar por mi propia ventana para ver que allí estaba yo mismo, iluminado por una extraña luz anaranjada que no era del sol ni de una lámpara, no solitario como me sabía sino rodeado de las figuras que salían en mis películas, en mis novelas, en las historias de la gente, en mis juegos de niño y en mis imaginaciones, en mis recuerdos y en mis sueños.






