'Extramuros', la novela de la peste cuya trama podría situarse en Astorga
Con motivo del día del libro publicamos el comienzo de 'Extramuros', una excelente novela de Jesús Fernández Santos que sucede en un convento que podría ser el de Santa Clara de Astorga, en medio de una peste. A partir de la muerte de Felipe II y durante el reinado de los últimos Austrias las epidemias hicieron perder la cuarta parte de los habitantes de España. Importantes ciudades del interior cayeron en ruinas, quedando algunas convertida en páramos.
![[Img #49247]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2020/2677_61b2ida26ml.jpg)
CAPÍTULO PRIMERO
Extramuros la luna se detuvo. Más allá del camino real quedó inmóvil sobre la ciudad, encima de sus torres y murallas, dominando los prados empinados donde cada semana se alzaban las fugaces tiendas del mercado. Los recios muros revelaban ahora la trama de sus flancos, sus cuadrados remates, sus puertas blasonadas, con sus luces de pez y estopa, movidas por el aliento solemne de las ráfagas. De lejos llegaba intermitente el rumor del río, dando vida a la noche, la voz de la llanura estremecida, el opaco silencio de la tierra, de las lomas peladas y de los surcos yermos.
Todo se había congelado, detenido, muerto bajo el manto de aquella luz tan fría, a los pies de las nubes heladas como husos blancos de una rueca invisible, como rebaños fantasmales, empujados, amenazados, divididos por los veloces canes del viento.
La luz hizo alzar de sus cenizas, de su nocturna muerte a las aceñas del río, por lo común calladas, silenciosas, volvió brillantes tejados y corrales, cubriendo de cristales diminutos los quebrados caminos, los calvarios medrosos, más allá de las murallas, de las agudas flechas de sus torres. Se las veía apuntar a la madre de todas las cosas, a la señora de la noche, blanca, tersa, desnuda, ahuyentando con su presencia, no sólo las estrellas, sino también las nubes y las aves. Era su manto helado, su reino frío, no de cálidas tinieblas, su voz un hilo apenas como el susurro de las bogas en el río que, entre suspiros y arrebatos, daba vuelta a la villa por su cara opuesta.
Todo ello, la ciudad, las lomas y el camino en torno, se adivinaba más allá, al otro lado de la gastada celosía. De día, en cambio, podían verse recuas de trajinantes con la blanca cosecha de pan sobre sus muías recias afrontando con calma la pesada cuesta, camino del mercado, rebaños sonámbulos mantenidos a voces en las estrechas sendas, gente de a pie, de silla, acompasados caballeros, ricos cortejos que ajenos al viento frío de la sierra se alejaban navegando en el polvo, camino de la corte.
Todo ello se podía contemplar, sentir, adivinar más allá de nuestros muros, al compás de las labores o la oración, según la hora, según pintase el día, la devoción, según su Majestad, de quien han de venir rigores y mercedes, dispusiera en beneficio nuestro.
Pues así fue que estando un día la comunidad en el coro a la hora de maitines, dispuso que mi hermana viniera a dar en tierra o por mejor decirlo, en el suelo de tablas, tan remendado y roto. Puede que fuera el mal de mudanza de estación o la comida ruin de aquel año de tan largas privaciones, o el ansia por merecer aquellos primeros votos que tanto ambicionábamos, pero allá quedó en el suelo privada de todo sentido. Con gran diligencia se intentó levantarla y como por lo avanzado de la hora no procediera llamar al médico, ordenó la priora sacarla al aire del portal, por si el frío de la noche y nuestras oraciones eran capaces de espantar el mal y mejorarla. Pero no fue preciso tal remedio. Ella sola fue alzando poco a poco la cabeza entre elrevuelo de miradas, alerta como si regresara de otro mundo, de más allá del claustro, de más lejos que las murallas de la villa, quién sabe si desde aquellas estrellas que ahora en lo alto, de nuevo tiritaban.
Poco a poco se levantó, adelantando el pie, las manos, con la ayuda de las demás hermanas, abriéndose paso, camino de la celda, en donde la esperaba al menos el mezquino cobijo de la manta que, aunque gastada y pobre, siempre ayudaba más que aquel relente helado y la luna ocultándose en lo alto.
Toda la noche se le fue en suspiros y tiemblos, en rogar al Señor para poder siquiera mantenerse en pie, tal como lo intentara a veces luchando por salir al excusado o por volver al coro para seguir los cantos. Mas cada nuevo intento acababa en derrota; cada esperanza en nuevo descalabro. Así pasamos juntas la noche, ella viendo llegar el día más allá del mezquino ventanillo, yo rezando, luchando por aguantar el sueño y aquel frío negro como un demonio que dejaba los miembros doloridos. Ya con el sol rompiendo por encima de tapias de la huerta, sonó la esquila del portal principal anunciando visita. A poco la puerta de la celda se abrió dando paso a la priora acompañada de nuestro viejo médico. Traía éste rojas aún del relente las mejillas y las manos como puros tendones que fueran a romper la piel tan transparente. Enfundado en la capa que no llegaba a cubrir sus rodillas, parecía un gran pájaro calvo que el mal viento de enero hubiera hecho caer buscando amparo entre aquellos muros escuálidos.
La priora le explicó el mal de la hermana, y él palpando los pulsos, acechando en el fondo de los ojos, consultando los distintos humores, sentenció, tras pensarlo un instante, que nada era tan grave como la extrema debilidad de la enferma. Sin embargo, su grave postración podía corregirse con vino, pan y carne en abundancia y trabajos ligeros y breves.
Tal dijo y calló pronto porque según hablaba se diría que descubría aquella celda ruin con sus suelos de ladrillos partidos, su cama y su lebrillo y las grietas por donde los adobes asomaban amenazando ruina.
Calló viendo a la luz del velón el color de mi hermana y el gesto de la superiora, escuchando su voz, sabiendo cómo faltaba el pan que la sequía nos negaba, cómo la carne la conocimos por postrera vez en la fiesta del santo y el vino poco más, antes de que nuestra bodega definitivamente se secara.
En un instante ante el lecho de mi hermana, ante su rostro tan gastado y mezquino, debió de recordar qué tiempos eran aquellos que corrían a la vez ruines y recios, qué años de soledad para el alma y el cuerpo miserable. Así enmudeció en tanto yo corría el embozo de la sábana sobre los labios de mi hermana, cubriendo su respirar tan hondo, la blanca nubecilla que nacía en el aire cada vez que su aliento se animaba.
Era como los pájaros que derriban en invierno las heladas, tan desvalida y pobre, respirando apenas, luchando aún por volar, por revolverse, por alzarse de nuevo hasta las ramas.
Con el médico y la priora ya camino del portal, perdidos y lejanos, le pregunté si sus desmayos volvían. Me respondió que aún andaba harto mal como privada de sentido, que si el Señor no le ayudaba mal podían los hombres, con toda su ciencia, intentar devolverle la salud y las fuerzas.
Así quedamos largo rato; mi hermana suspirando y yo dando a entender que su mal era cosa de poco; ella cerrando los ojos como quien se despide de este Mundo y yo tomando sus manos en las mías, procurando aliviar su soledad, luchando por sembrar en ella la esperanza.
Poco tardó en saber nuestro capellán las nuevas de la casa. Bien presto se las hizo conocer el médico y tras mucho pensarlo acordaron, tal como procedía, pasar aviso a nuestros superiores.
Vano empeño, pues en la villa donde residían no debían pintar tiempos mejores. También allá el demonio debía andar sembrando su cosecha de males terrenales, la escasa fe, la olvidada caridad, la esperanza menguada por culpa de la seca.
Pues aunque en cuestión de fe Nuestro Señor nunca llegó a dejarnos de su mano, la lluvia nos olvidó invierno tras invierno, verano tras verano, no dejando mata de hierba en muchas leguas, ni arroyo a flor de tierra, ni surco brotado.
Era una de aquellas famosas plagas que el Santo Libro cuenta. El agua huyó de ríos y manantiales, y la lluvia de las nubes. El campo respiraba polvo, angustia y miseria. Era cosa triste de ver, según decían los que nos visitaban en busca de algo de pan y caldo, las espigas a punto de nacer y ya muertas al sol, ni maduras ni en sazón, los arrabales mustios y el ganado campando a su albedrío, buscando por veredas y trochas lo que el cielo y la tierra le negaban.
El camino real que antaño se animaba al caer del sol con el paso de las muías y caballos, con cortejos y carros, ahora a lo lejos, desde la celosía, aparecía desierto como un presagio de lo que había de acaecer tras breve tiempo.
(…)
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CAPÍTULO PRIMERO
Extramuros la luna se detuvo. Más allá del camino real quedó inmóvil sobre la ciudad, encima de sus torres y murallas, dominando los prados empinados donde cada semana se alzaban las fugaces tiendas del mercado. Los recios muros revelaban ahora la trama de sus flancos, sus cuadrados remates, sus puertas blasonadas, con sus luces de pez y estopa, movidas por el aliento solemne de las ráfagas. De lejos llegaba intermitente el rumor del río, dando vida a la noche, la voz de la llanura estremecida, el opaco silencio de la tierra, de las lomas peladas y de los surcos yermos.
Todo se había congelado, detenido, muerto bajo el manto de aquella luz tan fría, a los pies de las nubes heladas como husos blancos de una rueca invisible, como rebaños fantasmales, empujados, amenazados, divididos por los veloces canes del viento.
La luz hizo alzar de sus cenizas, de su nocturna muerte a las aceñas del río, por lo común calladas, silenciosas, volvió brillantes tejados y corrales, cubriendo de cristales diminutos los quebrados caminos, los calvarios medrosos, más allá de las murallas, de las agudas flechas de sus torres. Se las veía apuntar a la madre de todas las cosas, a la señora de la noche, blanca, tersa, desnuda, ahuyentando con su presencia, no sólo las estrellas, sino también las nubes y las aves. Era su manto helado, su reino frío, no de cálidas tinieblas, su voz un hilo apenas como el susurro de las bogas en el río que, entre suspiros y arrebatos, daba vuelta a la villa por su cara opuesta.
Todo ello, la ciudad, las lomas y el camino en torno, se adivinaba más allá, al otro lado de la gastada celosía. De día, en cambio, podían verse recuas de trajinantes con la blanca cosecha de pan sobre sus muías recias afrontando con calma la pesada cuesta, camino del mercado, rebaños sonámbulos mantenidos a voces en las estrechas sendas, gente de a pie, de silla, acompasados caballeros, ricos cortejos que ajenos al viento frío de la sierra se alejaban navegando en el polvo, camino de la corte.
Todo ello se podía contemplar, sentir, adivinar más allá de nuestros muros, al compás de las labores o la oración, según la hora, según pintase el día, la devoción, según su Majestad, de quien han de venir rigores y mercedes, dispusiera en beneficio nuestro.
Pues así fue que estando un día la comunidad en el coro a la hora de maitines, dispuso que mi hermana viniera a dar en tierra o por mejor decirlo, en el suelo de tablas, tan remendado y roto. Puede que fuera el mal de mudanza de estación o la comida ruin de aquel año de tan largas privaciones, o el ansia por merecer aquellos primeros votos que tanto ambicionábamos, pero allá quedó en el suelo privada de todo sentido. Con gran diligencia se intentó levantarla y como por lo avanzado de la hora no procediera llamar al médico, ordenó la priora sacarla al aire del portal, por si el frío de la noche y nuestras oraciones eran capaces de espantar el mal y mejorarla. Pero no fue preciso tal remedio. Ella sola fue alzando poco a poco la cabeza entre elrevuelo de miradas, alerta como si regresara de otro mundo, de más allá del claustro, de más lejos que las murallas de la villa, quién sabe si desde aquellas estrellas que ahora en lo alto, de nuevo tiritaban.
Poco a poco se levantó, adelantando el pie, las manos, con la ayuda de las demás hermanas, abriéndose paso, camino de la celda, en donde la esperaba al menos el mezquino cobijo de la manta que, aunque gastada y pobre, siempre ayudaba más que aquel relente helado y la luna ocultándose en lo alto.
Toda la noche se le fue en suspiros y tiemblos, en rogar al Señor para poder siquiera mantenerse en pie, tal como lo intentara a veces luchando por salir al excusado o por volver al coro para seguir los cantos. Mas cada nuevo intento acababa en derrota; cada esperanza en nuevo descalabro. Así pasamos juntas la noche, ella viendo llegar el día más allá del mezquino ventanillo, yo rezando, luchando por aguantar el sueño y aquel frío negro como un demonio que dejaba los miembros doloridos. Ya con el sol rompiendo por encima de tapias de la huerta, sonó la esquila del portal principal anunciando visita. A poco la puerta de la celda se abrió dando paso a la priora acompañada de nuestro viejo médico. Traía éste rojas aún del relente las mejillas y las manos como puros tendones que fueran a romper la piel tan transparente. Enfundado en la capa que no llegaba a cubrir sus rodillas, parecía un gran pájaro calvo que el mal viento de enero hubiera hecho caer buscando amparo entre aquellos muros escuálidos.
La priora le explicó el mal de la hermana, y él palpando los pulsos, acechando en el fondo de los ojos, consultando los distintos humores, sentenció, tras pensarlo un instante, que nada era tan grave como la extrema debilidad de la enferma. Sin embargo, su grave postración podía corregirse con vino, pan y carne en abundancia y trabajos ligeros y breves.
Tal dijo y calló pronto porque según hablaba se diría que descubría aquella celda ruin con sus suelos de ladrillos partidos, su cama y su lebrillo y las grietas por donde los adobes asomaban amenazando ruina.
Calló viendo a la luz del velón el color de mi hermana y el gesto de la superiora, escuchando su voz, sabiendo cómo faltaba el pan que la sequía nos negaba, cómo la carne la conocimos por postrera vez en la fiesta del santo y el vino poco más, antes de que nuestra bodega definitivamente se secara.
En un instante ante el lecho de mi hermana, ante su rostro tan gastado y mezquino, debió de recordar qué tiempos eran aquellos que corrían a la vez ruines y recios, qué años de soledad para el alma y el cuerpo miserable. Así enmudeció en tanto yo corría el embozo de la sábana sobre los labios de mi hermana, cubriendo su respirar tan hondo, la blanca nubecilla que nacía en el aire cada vez que su aliento se animaba.
Era como los pájaros que derriban en invierno las heladas, tan desvalida y pobre, respirando apenas, luchando aún por volar, por revolverse, por alzarse de nuevo hasta las ramas.
Con el médico y la priora ya camino del portal, perdidos y lejanos, le pregunté si sus desmayos volvían. Me respondió que aún andaba harto mal como privada de sentido, que si el Señor no le ayudaba mal podían los hombres, con toda su ciencia, intentar devolverle la salud y las fuerzas.
Así quedamos largo rato; mi hermana suspirando y yo dando a entender que su mal era cosa de poco; ella cerrando los ojos como quien se despide de este Mundo y yo tomando sus manos en las mías, procurando aliviar su soledad, luchando por sembrar en ella la esperanza.
Poco tardó en saber nuestro capellán las nuevas de la casa. Bien presto se las hizo conocer el médico y tras mucho pensarlo acordaron, tal como procedía, pasar aviso a nuestros superiores.
Vano empeño, pues en la villa donde residían no debían pintar tiempos mejores. También allá el demonio debía andar sembrando su cosecha de males terrenales, la escasa fe, la olvidada caridad, la esperanza menguada por culpa de la seca.
Pues aunque en cuestión de fe Nuestro Señor nunca llegó a dejarnos de su mano, la lluvia nos olvidó invierno tras invierno, verano tras verano, no dejando mata de hierba en muchas leguas, ni arroyo a flor de tierra, ni surco brotado.
Era una de aquellas famosas plagas que el Santo Libro cuenta. El agua huyó de ríos y manantiales, y la lluvia de las nubes. El campo respiraba polvo, angustia y miseria. Era cosa triste de ver, según decían los que nos visitaban en busca de algo de pan y caldo, las espigas a punto de nacer y ya muertas al sol, ni maduras ni en sazón, los arrabales mustios y el ganado campando a su albedrío, buscando por veredas y trochas lo que el cielo y la tierra le negaban.
El camino real que antaño se animaba al caer del sol con el paso de las muías y caballos, con cortejos y carros, ahora a lo lejos, desde la celosía, aparecía desierto como un presagio de lo que había de acaecer tras breve tiempo.
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