Catalina Tamayo
Sábado, 25 de Abril de 2020

El puente

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“Sereno, contemplo fluir el agua del río; nunca un agua le había gustado tanto como aquella, nunca había percibido con tal fuerza y nitidez la voz y el sentido alegórico del agua que fluye. Le pareció que el río tenía algo muy especial que decirle, algo que él ignoraba todavía y lo estaba esperando” (Hermann Hesse. Siddartha)

 

El puente tiene muchos arcos, pero el río solo pasa por uno. Acodado en el pretil de piedra, venciendo el vértigo, me asomo. Abajo va el agua. Es agua que viene de la montaña. Agua clara y fría, puro cristal. Agua que ha brotado de las rocas y ha bajado cantando por pequeños arroyos hasta reunirse toda en el cauce de este río. Para llegar aquí ha tenido que precipitarse por barrancos profundos, cruzar choperas y huertos de manzanos, chocar contra los pilares de otros puentes, lamer mil raíces. Ha tenido que pasar por tantos lugares. Y ahora ya discurre despacio, perezosa, cansada, adormecida.

 

En su espejo se refleja el cielo, parte de la arcada, el pretil y mi cabeza. El río me mira. En la orilla, cerca de las espadañas y los juncos, el sol destella, y no se puede mirar, deslumbra, ciega. Casi en el centro, una trucha pasa rozándome la cara y se queda dentro de una nube aleteando apenas. Manchas oscuras, pequeñas sombras, se cruzan veloces en el azul del cielo. Atraviesan por mis ojos, por la nube. Por la trucha, que no se está quieta. Se pierden en el fuego del sol. Son las golondrinas que acaban de llegar. Están rematando los nidos de barro del año pasado que tienen bajo los arcos del puente, y no paran de entrar y de salir, siempre fugaces, como relámpagos.

 

En esto, se levanta un poco de aire y se riza el agua. Yo me ondulo, me quiebro, me borro. Lo mismo le pasa al cielo, a la nube, a la trucha. En un instante, apenas por nada, una leve brisa, el agua se enturbia, se torna opaca, y todo se desvanece. Todo es tan frágil, tan efímero.

    

Unos pocos metros más allá, el río se rompe; el agua cae en cascada y se hace espuma. Después, corre raudo por un lecho de piedras blancas. Es una carrera loca. Atropella, brinca, no hay quien lo pare. Ruge como una bestia. Se ha vuelto soberbio, incluso violento, y da miedo. De esta manera, incontenible, marcha por entre los chopos esqueléticos que se elevan al cielo a ambos lados del cauce. Pero no muy lejos, este se tuerce y el río ya no se ve, desaparece. Entonces, solo cabe ya imaginarlo. Imaginarlo corriendo siempre entre chopos y salgueros. Topándose con alguna mimosa encendida; con algunos almendros también en flor; con cerezos, aún cenicientos, pero que pronto serán nieve.

 

Pasando de nuevo bajo más puentes: puentes viejos, de piedra gastada; puentes de hormigón, de hierro, modernos. Puentes en los que tampoco faltará quien se detenga un momento a mirar la corriente del agua, a escuchar su sonido. A soñar. Sí, imaginarlo también en algún punto ensanchándose o haciéndose profundo. Calmándose otra vez. Otra vez reflejando el cielo, otro cielo, otras nubes. Por último, imaginarlo muriendo en un río más grande, o en el mar, ya lejos, lejos de todo.

    

Mientras tanto, la brisa cesa, y los cristales del agua, rotos, se van juntando, pegándose, hasta quedar el espejo completamente restaurado, como antes, incluso más bruñido. De nuevo, cada cosa vuelve. Y yo me vuelvo a ver, allá abajo, en lo hondo, sobre el cielo, entre las nubes; junto a la trucha, que sigue ondulándose.

 

Entonces, me parece que el río no solo me observa sino que también me quiere decir algo. Pero no alcanzo a descubrir qué. Me rindo, dejo de escrutar su fondo, y es en ese momento cuando lo veo. Me está diciendo que yo también soy río: agua que pasa. Y para saber más, cierro los ojos, abro el corazón, suspendo los deseos, y escucho. Escucho sus voces. Todas sus voces.

 

 

 

 

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