Pilar Blanco
Sábado, 25 de Abril de 2020

Para oír el silencio

        [Img #49269]

 

                            

                                                                                 " La vida va en serio y es amarga."

                                                                                                                 August Strindberg

 

No hay periodo de crisis de la clase que sea que no aporte su enseñanza. Otra cosa es que los intereses que prevalecen en cada momento permitan asimilarla y sacarle partido.

 

Vivimos sometidos al dios Mercado. Nuestros gustos, deseos, necesidades y proyectos están condicionados, consciente u ocultamente, por un concierto de órdenes que se concentran en una: ¡corre!  Corre a trabajar, a consumir, a reemplazar, a divertirte, a coleccionar estímulos y bienes que no te harán más feliz sino más dependiente; corre a sentir, leer, pensar… No te detengas nunca.

 

El criterio que durante siglos confería a ‘lo duradero’ prestigio de calidad lo ha cambiado por el de ‘lo último’. Y nada, desde la tecnología a los afectos sobrevive a ese alud implacable en el que el valor de cada cosa procede únicamente de su traducción económica: rentabilidad, números gélidos, posición en una cucaña intercambiable, da igual que hablemos de coches que de personas.

 

Una vida compulsiva siempre insatisfecha es una aberración, pero un sistema económico basado en esa urgencia consumista que nos condena a no parar, a estar constantemente conectados, al mero apurar sin saborear supone un fracaso en sí mismo. Porque cualquier parón forzoso como este nos devuelve a nuestros mezquinos límites y consigue que los ciclópeos pies de barro de la economía, que parece que lo es todo y nos habían dicho que lo podía todo, se tambaleen y amenacen con aplastarnos.

 

Si en tiempos de mayor inocencia era el espectáculo el que debía continuar, ahora es la producción la aquejada de esa incontinencia. Parar fábricas, transportes, festejos que son negocio, bullicio que también lo es. Parar carreras profesionales o académicas, parar el canto de los pájaros, el trepidar del tráfico, la ansiedad sonámbula… Detenerse es morir un poco, matar una economía siempre al límite (aunque no para todos), eso es lo único que no cambia.

 

Si los gobernantes del mundo, los visibles y los que mueven los hilos detrás del telón. Si los poderes fácticos, intelectuales, de escaparate, de talonario. Si los ciudadanos peones, si los movimientos sociales a caballo, si los reyes y reinas de altas torres llegaran a extraer alguna conclusión iluminadora de este estallido de muerte e impotencia (en el caso de que sea accidental y no estratégicamente programado) estaríamos ante otra tragedia humana, una más de las que a lo largo de la historia han servido para dar vigor al cuerpo enfermo y entablillar los desequilibrios de su crecimiento. Y al salir de ella con los ojos bien abiertos y más sabios podríamos diseñar entre todos un mundo más a medida de las personas, más lento y cordial, más volcado en el cómo que en el cuánto.

 

No será así, ya lo estamos viendo sin necesidad de tirar las cartas del tarot. Y es una pena.

 

Pero ¿en qué afecta todo esto a quienes escribimos, a los libros en cualquier formato, al arte y el pensamiento que analizan y dan fe de los vaivenes de la época en que se vive?

 

Es algo obvio que también la literatura ha pasado a formar parte de la vida efímera y urgente que exige más y más combustible para el horno insaciable del Baal de los mercados. Los lectores asiduos sufrimos porque la vida sea tan corta y colmada de obligaciones que nos impiden leer tanto como nos gustaría. Porque cualquier conversación con otros librófagos nos muestra, más que las coincidencias lectoras, el insondable océano de lo que aún desconocemos. Y una vida no basta.

 

Pero la mayoría de la gente vive de espaldas a esa necesidad, lo que se pone de manifiesto en situaciones de confinamiento como la que atravesamos. Hartos de la vida puertas adentro, se desarrollan otras maneras de volcarse hacia fuera y en común. Así vemos cómo se han multiplicado acciones conjuntas, coreografías, coros y gimnasios vecinales, recitales de gaita, cacerola o bocina rompetímpanos, disfraces, juegos, televisión por cable, cocina improvisada, exhibiciones de arte, surf-pasillo y actividades de toda índole que más parecen creadas para su exhibición a través de las redes que para el disfrute familiar o personal, porque si no se comparte nada tiene sentido. Sin embargo, ¡qué poco se combaten el tedio, la incertidumbre o el repicar lentísimo de las horas enfrascados en la lectura! ¡Qué pocos necesitamos su subversión y su consuelo!

 

Solo aquellos que no tememos los recintos cerrados si nos acompaña un buen libro, los que arañamos a la piel de los días momentos para pensar y escribir a solas sentimos que este tiempo desdichado y angustioso nos brinda, sin embargo, una oportunidad para recuperar el silencio. La certeza trágica del presente y la incertidumbre por lo que venga luego se atenúan mientras leemos y encontramos enseñanza, consuelo y acicate en las palabras de quienes desde el amanecer de la escritura se sobrepusieron a “la envidia y mentira me tuvieron encerrado”, “que ni sé cuándo es de día / ni cuándo las noches son”,  “destas prisiones cargado”, “verás el cuerpo en dura carçel triste”, “y otros penados como yo / en otro patio haciendo ronda” “y para responder me cubro el rostro con las manos / porque he agotado mis lágrimas y mis excusas”. “Considerad si es un hombre / quien trabaja en el fango. / Quien no conoce la paz. / Quien lucha por la mitad de un panecillo”, “allí, bajo la cárcel, la fábrica del llanto”.

 

Con tu cuenta registrada

Escribe tu correo y te enviaremos un enlace para que escribas una nueva contraseña.