Crueldad
![[Img #49271]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/04_2020/192_puerto-la-palabra-heredada-047.jpg)
Esta pandemia, como todas las que en la historia han sido, es una apología de la crueldad. Quizá sean términos sinónimos o con multitud de vectores coincidentes en mil formas de sufrimiento. De las del pasado, podemos narrar por las historias y documentos legados. La del presente, nos toca escribirla con el testimonio del padecimiento en nuestras carnes. Presumimos un final feliz, pero al igual que cualquier catástrofe, las heridas tardarán en cicatrizar y, cicatrizadas, dejarán la señal en la piel de la memoria, no se sabe si como didáctica, o como - atrocidad sobre atrocidad - amargura infinita de imposibles desquites.
Esta semana se han sumado los cuarenta días de confinamiento. Si hay un número bíblico que simbolice cábalas inquietantes este es el de la acumulación de las cuatro decenas. Todos sabemos los días y noches que sumó el diluvio hasta inundar la tierra conocida. Los años que vagó el pueblo elegido por el desierto al encuentro de la tierra prometida. Las jornadas de Jesús en el desierto, en el combate ético y estético de las tentaciones con el diablo, personificación del mal. Dejémoslo en la anécdota numérica. La Biblia no deja de ser una permanente moraleja atiborrada de simbología.
Lo que no es anécdota y menos aún, simbología, son esos ya más de cuarenta días que el mundo entero lleva paralizado en sus manifestaciones más humanas. Tremenda paradoja es la prisión en el hogar, concebido como refugio sagrado de los peligros externos que, ahora, con el óxido de la convivencia impuesta, penetran hasta nuestras alcobas contagiándonos el silencio para que las palabras no nos traicionen ni enciendan mechas explosivas de acritud. Afuera, en el supuesto recinto de los peligros, el silencio es la mortal guadaña del ocio, de la algarabía de los niños, de la solaz contemplación del arte y de la cultura, de la camaradería en bares y restaurantes. Este virus es casi más maligno en su sadismo, que en su poder destructor de salud y vida.
Tantos días de confinamiento impuesto y miradas a horizontes difusos, por mucho que luzca el sol joven de la primavera, hacen inevitables consultas que emergen de lo más profundo. Son peguntas sin dirección ni remite. Terminarán perdiéndose en el vacío de la desmemoria. Pero se me hace inevitable cuestionar si estas medidas preventivas previenen una patología, pero pueden fomentar otras. ¿Cómo quedaremos al final del trayecto en el aspecto psíquico y anímico? Se nos ha hurtado la cotidianidad de presencia, de besos, de abrazos, de sonrisas, de gestualidad elocuente en todos los lazos afectivos con hijos, padres, nietos y amigos. A esta pandemia seguirá otra, más de sofá que de laboratorio, sobre la que nadie advierte de plazos y consecuencias. Otra forma de sofisticada crueldad con la maldita denominación de origen coronavirus.
Supina impiedad es la que se posa en nuestros mayores. Prisioneros solitarios en las habitaciones de sus residencias domiciliarias o asistenciales; presa fácil de la voracidad de este gran cabrón. Soledad atrozmente penada por recuerdos largos y anchos dentro de futuros cortos y estrechos. Sin más compañía que las lágrimas que siguen a las ojeadas de fotografías del compañero/a que se fue, ahondando en la crueldad del abandono, o de la prole que espera ansiosa el retorno a los besos y abrazos tanto tiempo contenidos. Viejos, a los que los desalmados de exclusiva conciencia mercantil, consideran mejor muertos que vivos porque ya no producen y sustraen recursos a la Hacienda Pública. Si hay juicio tras la muerte, que la autoridad superior les trate con la ira evangélica que mereció aquel suceso de la cueva de ladrones en los aledaños de una casa de oración.
Si hay una faceta maligna de estos tiempos inhumanos es que la soledad de los muertos en el cementerio ya no para en barras y se extiende a los últimos momentos previos de sentida y necesaria compañía en el velatorio y en el entierro. Les tenemos que negar, porque complace al gran cabrón, la última y más necesaria compañía, la de la evocación de las bondades y la del olvido de los errores, la de los perdones sinceros.
Sobre estos pesares estamos edificando un futuro al que le imploramos generosidad con el sacrificio y pena de estos aconteceres. Que la travesía por el desierto culmine en la pedagogía de una mayor calidad humana; por ser más concretos: en una concienciación sin reservas sobre todo lo maravilloso que nos rodea, aunque esté escondido en la costumbre; en un cuidado concienzudo de nuestro hogar universal - que ha tenido que frenar para tomar aliento harto de abusos y pruebas de fuerza acerca de su resistencia -; en recobrar el valor de la persona en el entramado socioeconómico; en recuperar la preeminencia de la ética y de los valores anexos como principal verdad del mérito, apartando sucedáneos odiosos como el tamaño de la bolsa; y por encima de más consideraciones, en poner en valor esos besos tan caros (en la doble acepción de lo oneroso y lo querido) por su escasez obligada en la oferta afectiva. Si somos incapaces, no haremos más que añadir nuevas atrocidades a esta tamaña crueldad de enemigo invisible.
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Esta pandemia, como todas las que en la historia han sido, es una apología de la crueldad. Quizá sean términos sinónimos o con multitud de vectores coincidentes en mil formas de sufrimiento. De las del pasado, podemos narrar por las historias y documentos legados. La del presente, nos toca escribirla con el testimonio del padecimiento en nuestras carnes. Presumimos un final feliz, pero al igual que cualquier catástrofe, las heridas tardarán en cicatrizar y, cicatrizadas, dejarán la señal en la piel de la memoria, no se sabe si como didáctica, o como - atrocidad sobre atrocidad - amargura infinita de imposibles desquites.
Esta semana se han sumado los cuarenta días de confinamiento. Si hay un número bíblico que simbolice cábalas inquietantes este es el de la acumulación de las cuatro decenas. Todos sabemos los días y noches que sumó el diluvio hasta inundar la tierra conocida. Los años que vagó el pueblo elegido por el desierto al encuentro de la tierra prometida. Las jornadas de Jesús en el desierto, en el combate ético y estético de las tentaciones con el diablo, personificación del mal. Dejémoslo en la anécdota numérica. La Biblia no deja de ser una permanente moraleja atiborrada de simbología.
Lo que no es anécdota y menos aún, simbología, son esos ya más de cuarenta días que el mundo entero lleva paralizado en sus manifestaciones más humanas. Tremenda paradoja es la prisión en el hogar, concebido como refugio sagrado de los peligros externos que, ahora, con el óxido de la convivencia impuesta, penetran hasta nuestras alcobas contagiándonos el silencio para que las palabras no nos traicionen ni enciendan mechas explosivas de acritud. Afuera, en el supuesto recinto de los peligros, el silencio es la mortal guadaña del ocio, de la algarabía de los niños, de la solaz contemplación del arte y de la cultura, de la camaradería en bares y restaurantes. Este virus es casi más maligno en su sadismo, que en su poder destructor de salud y vida.
Tantos días de confinamiento impuesto y miradas a horizontes difusos, por mucho que luzca el sol joven de la primavera, hacen inevitables consultas que emergen de lo más profundo. Son peguntas sin dirección ni remite. Terminarán perdiéndose en el vacío de la desmemoria. Pero se me hace inevitable cuestionar si estas medidas preventivas previenen una patología, pero pueden fomentar otras. ¿Cómo quedaremos al final del trayecto en el aspecto psíquico y anímico? Se nos ha hurtado la cotidianidad de presencia, de besos, de abrazos, de sonrisas, de gestualidad elocuente en todos los lazos afectivos con hijos, padres, nietos y amigos. A esta pandemia seguirá otra, más de sofá que de laboratorio, sobre la que nadie advierte de plazos y consecuencias. Otra forma de sofisticada crueldad con la maldita denominación de origen coronavirus.
Supina impiedad es la que se posa en nuestros mayores. Prisioneros solitarios en las habitaciones de sus residencias domiciliarias o asistenciales; presa fácil de la voracidad de este gran cabrón. Soledad atrozmente penada por recuerdos largos y anchos dentro de futuros cortos y estrechos. Sin más compañía que las lágrimas que siguen a las ojeadas de fotografías del compañero/a que se fue, ahondando en la crueldad del abandono, o de la prole que espera ansiosa el retorno a los besos y abrazos tanto tiempo contenidos. Viejos, a los que los desalmados de exclusiva conciencia mercantil, consideran mejor muertos que vivos porque ya no producen y sustraen recursos a la Hacienda Pública. Si hay juicio tras la muerte, que la autoridad superior les trate con la ira evangélica que mereció aquel suceso de la cueva de ladrones en los aledaños de una casa de oración.
Si hay una faceta maligna de estos tiempos inhumanos es que la soledad de los muertos en el cementerio ya no para en barras y se extiende a los últimos momentos previos de sentida y necesaria compañía en el velatorio y en el entierro. Les tenemos que negar, porque complace al gran cabrón, la última y más necesaria compañía, la de la evocación de las bondades y la del olvido de los errores, la de los perdones sinceros.
Sobre estos pesares estamos edificando un futuro al que le imploramos generosidad con el sacrificio y pena de estos aconteceres. Que la travesía por el desierto culmine en la pedagogía de una mayor calidad humana; por ser más concretos: en una concienciación sin reservas sobre todo lo maravilloso que nos rodea, aunque esté escondido en la costumbre; en un cuidado concienzudo de nuestro hogar universal - que ha tenido que frenar para tomar aliento harto de abusos y pruebas de fuerza acerca de su resistencia -; en recobrar el valor de la persona en el entramado socioeconómico; en recuperar la preeminencia de la ética y de los valores anexos como principal verdad del mérito, apartando sucedáneos odiosos como el tamaño de la bolsa; y por encima de más consideraciones, en poner en valor esos besos tan caros (en la doble acepción de lo oneroso y lo querido) por su escasez obligada en la oferta afectiva. Si somos incapaces, no haremos más que añadir nuevas atrocidades a esta tamaña crueldad de enemigo invisible.






