Aidan Mcnamara
Sábado, 02 de Mayo de 2020

Los gajes del orificio con trufitas de optimismo

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El cuerpo no miente: la prueba es el dolor. Si algo falla, el cuerpo habla. La manifestación de su tortura es tan causa-pregunta como efecto-respuesta. Lo que pasa es que desconozco los matices más finos del léxico del dolor, y menos aún, según mi madre, por nunca haber dado a luz…

-       ¿Y la epidural?

-       ¡Y los Epi y Blas! En mi época…

-       Vale, vale. Duele discutir contigo.

-       Sí, pero no te hacen falta puntos después … ¿te has visto esa cabeza tuya?

-       Ya. El amor duele también.

-       Ya lo creo. Y de tus hermanas trillizas ni te…

-       Nadie te pidió nunca poblar el planeta o reducir mi herencia y si sufriste tanto conmigo ¿por qué volviste a quedarte…?

-       ¿No te caen bien tus hermanas?

-       ¡Santo Job!

-       ¿Cómo?

-        Nada. ¿Te cuento lo del dentista?

-       ¿Habrá sangre?

-       No. Sólo pus y pastillas.

-       Ya te digo. No sabes nada sobre el dolor.

 

Ahora bien, como un niño pequeño o un dictador con suelas postizas en las botas, el cuerpo suelta la verdad según el tema y, a menudo, de manera escalonada. El tiempo del dolor rige las voces de su expresión según las pautas de la intensidad de su mensaje o las trampas concebidas por parte de la voluntad del cobarde que lo padece, por ejemplo, ésta: el abuso de pastillas.

 

Queridos lectores, disfruten de mi frustración: en tiempos de mascarilla, ¿quién te va a examinar la piñata?

 

La primera.

 

En la primera manifestación de dolor en este episodio nuevo del culebrón para mayores de 40 años Cuerpos Usados, me dolió una muela y la duración de esa verdad necesitaría dos tiempos para revelar la gravedad de la situación. De hecho, el nivel de responsabilidad madura provocada y luego convertida en acción dirigida en pos de solucionar tal coyuntura parecía depender de la relación entre mi tolerancia bastante indulgente hacia el dolor, y mi capacidad para ignorarlo por completo.

 

Pero me dolió, y mucho. Me tomé un paracetamol y, por supuesto, me dejé engañar por esa cosa de hombres criados en el machismo robado de las lágrimas necesarias, educados entre las pelis de vaqueros y los estoicismos tergiversados.

 

36 horas después, la muela me volvió a hacer mucho daño. El dolor era tan intenso que ya no podía hablar, al no saber cómo empezar una frase con vocablos coherentes ni siquiera el término SOCORRO, que sí impacta visualmente con sus tres vocales como tres bocas ‘Munchianas’ abiertas, perfectamente carentes de dientes. (¡Qué prolepsis más satisfactoria!). Un dolor del tipo que Dustin Hoffman padece en el thriller Marathon Man (1976) gracias a un ‘dentista’ (Lawrence Olivier) poco ortodoxo. Ya saben. No me gustan los spoilers pero si ustedes no la han visto, les puedo garantizar que los cubos de palomitas se abandonarán intactos como resultado de la veracidad lograda en ciertas escenas.

 

Además del dolor, ahora notaba que tenía una mandíbula nueva y rara como si Carmelo Gómez se hubiera tragado la calavera, dientes incluidos, de José Sazatornil, sin el consentimiento explícito por parte de los abogados de ambos.

 

Pasaron más días y, desde luego, el paracetamol sólo sirvió para anestesiar mi cuerpo entero y poblar mis sueños con las canciones más atrozmente pegadizas de los años ochenta. Al tercer día me levanté de la cama como un Jesús sin peluquero. Me miré otra vez. Me palpé la mejilla. Noté un dolor distinto al que salía del foco inicial: el primer aviso del PROBLEMA.

 

La segunda.

 

Empezó la segunda, es decir, el segundo aviso. El nuevo dolor era tan fresco y rudo como una palabrota en un convento tibetano dedicado al estudio de la afasia cósmica mediante el silencio…, en realidad, un quehacer del tipo pan comido.

 

Aunque en el caso de este segundo aviso puede que el dolor hubiera sido un efecto eco – uno de los trucos más taimados de la expresión del dolor, pero que sí tenía una explicación: esto aquí concretamente te duele, muchacho, pero en general estás hecho un carnaval de basura putrefacta.

 

Pues este segundo dolor sí me hizo llamar al dentista. Pero, por desgracia, saltó el coronacontestador. Me cago en Covid.

 

Entonces decidí, por fin, llamar a mi médica de cabecera, sabiendo perfectamente que si me mandara en seguida a la cantera para sacarme la(s) roca(s) molesta(s), podría pedir analgésicos más agresivos a modo de disculpa por perder su tiempo y por no querer entrar en un debate obvio sobre el tiempo que haría falta para mirar una boca antes de extraer un diente: no entiendo la relación entre la sanidad pública y la salud bucal (más allá de comprender el poder de las mafias privadas). Total, una boca es bastante esencial a la hora de comer, y si uno no come, acaba necesitando asistencia sanitaria. Pero la vida es así. Y la lógica es mero juego. Matan a Sócrates y dejan un pato en la Casa Blanca.

 

Pero que quede claro: estoy emocionado y de buen humor a pesar de las ganas que tengo de demandar a los fabricantes de pastas de dientes. Soy testigo de una revolución.

 

Expliqué el estado de mi boca y describí mi cara hinchada por teléfono e incluso ofrecí fotos, que rechazó la doctora sabiamente (ya tenemos todos pesadillas suficientes para esta época) diciéndome sin titubeos que tengo un flemón. Estado de alarma, estado de karma.

 

 - Con respeto, ¿no puedo pedirle una opinión al dentista?

 

- Es que el dentista no está.

 

- Más información - espeto como un oficial de la Gestapo.

 

- ¿Cómo que más información?

 

- ¿Estará mañana, por ejemplo?

 

- ¡Y yo qué sé!

 

En una realidad paralela habría seguido así:

 

-Tienes otro teléfono ahí en la mesa. Me refiero a tu móvil. Cógelo y llama a recepción o a quien sea para averiguar si el dentista está de baja o fuera de servicio por culpa del virus.

 

Aquí habría metido la pata (y, claro, la Gestapo ya me habría pegado un tiro. La tiranía se alimenta parasíticamente). Iría bien, pero me pasaría de imaginativo: le habría regalado sus respuestas A y B.

 

Ella fingiría llamar. Yo no oiría nada. Sólo el dolor. Y ella me habría dicho:

 

- (A) Me dicen que está de baja.

 

Yo habría seguido:

 

- ¿Me puede conseguir una cita con otro dentista, es decir, en otro ambulatorio? Es que el sector privado está en casa jugando con harina y masa madre.

 

Pensaría, habría pensado, que soy un pesetero, pero la urgencia me estaría protegiendo. No tendría que presenciar una lucha entre la dignidad humilde y la soberbia impaciente.

 

- (B) Llama a recepción.

 

No fue así. No soy tan grosero fuera de mis sueños. Pero he querido imaginar una escena en la cual Clint Eastwood tiene que llamar a su médico de familia.

En realidad, yo, tras cuatro días de dolor y una dieta de Humphrey Yogur y Lauren Bacalao hecho papillas, quedé encantado con la atención primaria. No tuve que bajar al ambulatorio porque mi médica envió una receta electrónica a la farmacia de mi barrio para que siguiera un tratamiento antibiótico. Y ha funcionado. Pero ahora me duele el hígado.

 

-       ¿No tienes más?

 

-       La moraleja está clara: no hace falta ir al médico si puedes hablar con el médico.

-       Y ¿si se equivoca?

 

-       Pues te cito mamá: hay que tener fe. Incluso en la ciencia.

 

-       Y ahora, ¿qué tal la boca?

 

-       Ya ves. No me callo. 

 

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