Javier Huerta
Sábado, 09 de Mayo de 2020

Muerte / 2

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«Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres según las últimas estadísticas». El tan traído y llevado versículo de Hijos de la ira, el poemario que Dámaso Alonso publicara en 1944, suena hoy casi como un sarcasmo, cuando los muertos, nuestros muertos (y nuestras muertas) de la epidemia siguen siendo solo cifras en las listas oficiales, cifras aún mal contadas, mas en ningún caso nombres, pues su número, el número de los muertos parece resultar insoportable para nuestra delicada sensibilidad posmoderna y, por eso, preferible es no nombrarlos. Ignoro si algún día las llamadas bellas artes sabrán rendirles homenaje o dejar testimonio de esta experiencia terrible. Como escribía en mi saeta anterior, no soy muy optimista respecto de la función purificadora que esta tragedia podría desempeñar en el mundo de hoy. Pero, a falta de esa más que nunca necesaria aunque imposible catarsis colectiva, habrá que conformarse con la que cada uno, en el sagrado ámbito de su intimidad, pueda activar mediante la lectura y la meditación –valga la redundancia– respecto de circunstancias parecidas del pasado: el siglo xv de Manrique y Rojas, del que hablábamos hace unas semanas, o, ¿por qué no?, el periodo amargo de la posguerra tanto nuestra como mundial, al menos en lo que tuvo de honda mirada sobre la muerte y los muertos caídos en ambas contiendas. Solo en eso parecidas las circunstancias, claro, porque no hay comparación posible, para nuestra suerte, entre la magnitud de aquel desastre y el actual.

           

“Alzad, alzad la muerte y el dolor sobre el mundo; / vuestro dolor sagrado, compadecido y libre, / vuestra muerte como un pórtico y como una corona», requería entonces de los poetas Dionisio Ridruejo, colgado ya su uniforme de soldado vencedor, y con la mano tendida a los vencidos de la otra España. Y, ante una minoría que se prodigaba en inanes deliquios y gorgoritos líricos, no fueron pocos los que siguieron su consejo. Y así, nuestras letras de posguerra se cubrieron de luto, y el tono elegiaco impregnó los mejores versos y las mejores prosas de aquella época, nacidos todos bajo la alargada sombra del ciprés que Miguel Delibes evocara en su primera novela de 1948, la historia de una amistad entre adolescentes truncada por la muerte.

 

“He nacido entre muertos, y mi vida / es tan solo el recuerdo de sus almas”, escribió el poeta santanderino José Luis Hidalgo, fallecido el mismo año en que vio la luz su libro Los muertos (1947). Cantando y contando ausencias se nos había ido también unos años antes Miguel Hernández; entre esas ausencias, la de su primer hijo, el que “vio turbio su mañana / y se quedó en su ayer”, aunque vivirá eterno gracias a la pluma de su padre: “De aquí al cementerio, todo / es azul, dorado, límpido. / Cuatro pasos, y los muertos. / Cuatro pasos, y los vivos”.

 

Como supieron ver Lope, Quevedo, el capitán Andrada y otros muchos poetas de nuestra Edad de Oro, la grandeza del poeta no solo se manifiesta en los rutilantes versos que celebran el amor y el goce sino también en los que surgen del dolor y la pena. En su destierro de Inglaterra, al Cernuda epicúreo de Los placeres prohibidos le inspiraban ahora los cementerios, y no para siniestras o macabras reflexiones sino para todo lo contrario, que es de lo que se trata al fin, o sea, para cantar la vida que, sin la muerte, no puede entenderse: “Piensas entonces cercana la frontera / Donde unida está ya con la muerte la vida, / Y adivinas los cuerpos iguales a simiente, / Que solo ha de vivir si muere en tierra oscura”.

 

Al igual que a tantos nos sucede ahora, quién no tenía alguna ausencia que llorar; más de jóvenes entonces, más de viejos hoy. Sombras, en cualquier caso, unas y otras que deambulan por la casa encendida de Luis Rosales (1949), como la de su amigo Juan Panero: “–Y tú, Juan, cómo estás? Y tú allí, ¿cómo estás?– / y tú seguías callado, / y tú callabas de una manera extraña como diciendo tu silencio, / y tú callabas volviéndote a morir para decirlo”. O las que habitaban la estancia vacía de nuestro Leopoldo, cuyos versos tan serenos como esperanzados de 1944 nos siguen conmmoviendo: “Despacio, muy despacio, van las horas / juntando las palabras de mi canto. / Las horas muertas tras las horas vivas / caminan y caminan en la sombra. / Despacio, muy despacio, el viento mueve / su dulce libertad. Y Dios escucha / palabras y palabras y palabras.”

 

En esta hora aciaga, en la que tantas palabras vanas, banales e inútiles se vocean desde los medios y las redes, les recomiendo la lectura de los poetas que supieron cantar el desgarro producido por la muerte de los seres queridos. En ellos podrán encontrar las palabras esenciales, las palabras justas, las que no sobran y tienen la virtud de consolar y transformarnos, las de la poesía, “la más extraña de todas las actividades humanas –como dijera Hermann Broch, el genial autor de La muerte de Virgilio, otra lectura imprescindible–, la única que sirve para el conocimiento de la muerte”.

 

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