Isabel Llanos
Miércoles, 20 de Mayo de 2020

Madrina

[Img #49552]

 

Creación publicada en el número especial cine en “La Fanzine” (2018)

https://lafanzine.blogspot.com/2018/04/rita-en-los-espejos-isabel-llanos.html

 

No existen las casualidades. Sin pensar en el día que era hoy, ayer la mencioné varias veces. Y hoy recordaba que hace años, a la pregunta que ¿quién era mi maestro de vida? por parte de mi otro gran Maestro, contra todos mis pronósticos y creencias previas, contesté que ella. Inevitable en el confinamiento, Netflix se abre hoy por “Hollywood”. Hoy, también, hace cuatro años que hablé con ella. Hace cuatro años también había otra coincidencia. El primer domingo de mayo era día 1, y día de la madre, por tanto. Y al igual que hay padres que son más padres que los biológicos, ella también es mi madre y por eso la llamé después de llamar a la mía.  Eran casi las tres de la tarde, subía Paseo de Sant Joan algo achispada después de tomar un vermut que llevaba postergando demasiado tiempo con un ejemplo de mujer y artista, Isabel Palomeque. Del contenido de la llamada apenas recuerdo que me recriminó que hacia días que no sabía de mí y que había quedado de llamar como siempre, y que luego nunca lo hacía. Después de comer fui al teatro Apolo a ver una zarzuela. Tampoco imaginaba que tres años más tarde yo también actuaría en ese mismo escenario. Tenía más de cuatro llamadas de mi padre al activar el móvil tras la función. Inevitablemente pensé que algo malo habría pasado. Ella se había ido. Sin querer molestar siquiera, con la misma discreción con que había vivido.

 

Desear ser olvidada

como si nunca hubieras sido.

Pasar, despacito y sin ruido

que nadie sepa que estuviste.

Irte, sin dejar legado

sin huella alguna

tan liviana como llegaste,

nada sin nada.

 

Esa maldición que tengo a veces de escribir sin pensar y sin saber a quién de manera premonitoria, hasta que más tarde el tiempo me dice a quién iba dirigido el texto. Lo escribí en diciembre, sucedió en mayo.

 

Se me llenan los ojos de lágrimas al pensar que nunca voy a encontrar un amor más incondicional que el suyo. Nunca un juicio, un reproche de verdad, sólo una entrega constante y permanente creo que desde el mismo momento en que me cogió en brazos por primera vez. Fue mi fanática compañera de aventuras y fantasías. Me cosió los imposibles disfraces de Carnaval que yo sacaba de un tebeo o de mi difícil imaginación. Dejó que le destrozase mil camisones reservados para ocasiones que a ella nunca la vida le brindaría, jugando a disfrazarme horas y horas delante del espejo en el armario de su habitación. Se contradecía a sí misma al hacerme cada año los buñuelos para Todos los Santos y una limonada para Semana Santa que me había jurado y perjurado que no me prepararía más porque yo era una protestona y exigente irascible si nada quedaba como yo quería, como yo soñaba: siempre ponía demasiado alto el listón en mi imaginación dificultando el llegar. Me compró la pistola de mistos que regalé al primer chico que me gustaba en el colegio, me echó talco en la insoportable varicela para que no me quedasen marcas, se negó a que me cortasen la melena por los piojos y me desliendró cabello a cabello con una paciencia infinita, me llevó al médico cuando me dio por meterme una esponja por la nariz; contó mil veces la anécdota de cuando, buscándome de niña, me encontraron toda silenciosa en la cocina habiendo cascado un cartón entero de huevos. Me enseñó a hacer roscón de yogurt, no desistió ante mi inutilidad en las labores de ganchillo, punto y costura. Fue mi cómplice en mis primeros guateques (que ella misma se encargaba de surtir de Licor 43) y hasta cuando me colaba por el tejado en la casa vacía de mi amor platónico, que vivía en Alemania, cuando estaba fuera. Curiosa casualidad que el amor de su vida también hubiese emigrado allí, y que fuese yo quien la llevase cuando tuve carné y mi primer coche a la Feria del Ajo de Veguellina del Órbigo, donde ella soñaba con hacerse la encontradiza cuando él regresaba cada verano. Nunca lo consiguió, como si fuera la protagonista de la canción ‘Lady’ de Los Bravos o ‘Sola’ de Maná.

 

Me queda el eco de su voz cantándome ‘Chiquitina’, las llamadas de teléfono en clave de los últimos tiempos dónde no imaginaba lo que la estaban haciendo hasta que mi padre la rescató, los recuerdos de las mañanas más bonitas en el pueblo casi sin construcciones aún, con el sol subiendo poco a poco al cielo por detrás de la única casa en los campos mientras ella tomaba café enfrente de mi abuelo y yo desayunaba las tostas con manteca, la casa de muñecas que fuimos a comprar a Valero contando las pesetas de todos sus ahorros de entonces, las lilas y las flores que cortaba del jardín en el mes de mayo para llevar a la Virgen del colegio. Me quedó un ajuar tan femenino, cargado de toallas con ribetes, baterías y tarros de cocina, sábanas, pijamas, camisones… Tenía más fe en que encontrase y viviese el amor que a ella se le había negado, que la que yo tengo. Ojalá pudiese llamarla por debajo de la puerta, como cada mañana en los recreos del colegio situado justo al otro lado de su casa: “¡Mariiiii! ¡Mariiii!” y que ella, más pendiente de la hora y de mí incluso que yo misma, cruzase la calle con las galletas para pasármelas de contrabando y ser una y otra vez mi hada madrina.

 

Cuando me subo a un escenario, cuando estoy en el camerino vistiéndome o entre cajas, justo justito antes de salir o antes de actuar donde quiera que el arte me lleve, siempre pienso en ella. Lo conseguimos, madrina, lo conseguimos. Lo soñábamos, pero no lo imaginábamos. Y hoy es. Y sigo mirando al mundo con tu preciosa ingenuidad, con la misma que nos quedábamos hasta las tantas, cuando todos se acostaban, viendo películas de musicales y de grandes divas de Hollywood en la galería iluminada únicamente por la televisión en blanco y negro como una fábula que sólo se vive en el celuloide, casi a modo de Cenicientas, como en esa misma serie. Lo soñábamos. Y espero, ser como tú, no perderla nunca. Gracias.

 

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