Sol Gómez Arteaga
Miércoles, 20 de Mayo de 2020

La necesidad de contar

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Últimamente duermo mal, con pesadillas recurrentes de desmoronamiento y ruina que hacen que me despierte sobresaltada en mitad de la noche, consecuencia, sin duda, de la realidad distópica que estamos viviendo. Hoy desperté a las cuatro de la madrugada con el estruendo de una gran explosión. “Ya está”, “ya se acabó todo”, me dije. Después de un rato sentada en la cama me volví a dormir, y a las siete desperté como todos los días. Encendí el móvil, es lo primero que hago al levantarme, y leí el párrafo que me envía por wasap un amigo y gran lector. Pertenece al libro ‘El infinito en un junco’, de Irene Vallejo, que trata sobre la historia de los libros, dice así:

 

“Somos los únicos animales que ahuyentan la oscuridad con cuentos, que gracias a los relatos aprenden a convivir con el caos, que activan los rescoldos de las hogueras con el aire de sus palabras, que recorren largas distancias para llevar sus historias a los extraños. Y cuando compartimos los mismos relatos, dejamos de ser extraños”.

 

Estas frases han tenido un efecto balsámico, obrando el milagro de disipar de un plumazo el horror de la noche. He sonreído mentalmente y he pensado que despertar con un texto así, bien vale la vida. Se me han venido entonces a la cabeza las palabras de una antigua compañera de taller de escritura que decía que para ella contar historias era su lexatín, es decir, su forma, metafóricamente hablado, de mantener a raya el ánimo.

 

Es verdad. Contar ordena a quienes contamos, nos estructura como esos pilares que sostienen un edificio, consigue ahuyentar nuestros fantasmas (miedo, desconcierto, angustia, ansiedad), nos posiciona en el mundo.

 

Aunque para que esto ocurra es necesaria la confabulación de un tú, como receptor o depositario de eso que se cuenta. El 16 de febrero de 2018, en el contexto de una jornadas de salud mental en el hospital Gregorio Marañón, asistí a una conferencia  que impartió Rosa Montero y, entre las muchas cosas interesantes que dijo, uno al final se queda con lo que le toca, con lo que hace contacto con uno, es que cuando empezó a publicar, -escribir ya lo hacía desde mucho antes-, dejó de ser presa de la angustia existencial que la acuciaba. Y es que el escritor necesita proyectarse fuera, salir de sí mismo, sacar del cajón sus textos, ser reconocido de alguna manera por el otro, para ser realmente escritor.

 

Rosa Montero también apuntó, y esto me parece interesante rescatarlo en estos tiempos que corren, que los novelistas, esa especie rara en la que habitan muchos dentro del yo, son personas más disociadas que la media, -la novela, afirmó la periodista y escritora, es la autorización de la esquizofrenia-, más obsesionadas con el paso del tiempo y también con la muerte.

 

Y a juzgar por la cantidad de ríos de tinta que están cayendo desde que hace unos meses la vida se tambalea, bien parece que así es.

 

Las razones de contar son muchas y variadas, tantas como escritores hay. Se cuenta para entretener y entretenernos, para pasar el rato, por evasión. Se cuenta para desahogarnos. Se cuenta para apaciguarnos, para tranquilizarnos, para calmar las penas. Se cuenta por necesidad. Se cuenta para sobrellevar la realidad de forma más sostenible, se cuenta para vivir una vida paralela. Se cuenta para conocernos más y mejor. Se cuenta para entendernos y entender el mundo a través de las historias. Se cuenta para llegar a un tú. Se cuenta para rendir cuentas. Se cuenta para ser tenidos en cuenta. Se cuenta para dar sentido a la vida propia. Se cuenta para trascender y que cuando nos vayamos, libres de equipaje como los hijos de la mar, no se pierda ese rastro de humanidad que los hombres, como una estela o hilo invisible, arrastramos.  Se cuenta, como dijo la profesora de escritura Gloria Fernández Rozas, para buscar esas segundas oportunidades que a veces la vida no da. Se cuenta por tantas y tantas cosas.

 

Habida cuenta de que los argumentos de las historias son siempre los mismos, solo las formas cambian, somos acaso esos sembradores de palabras, portadores de esa semillas inmortal que, como dijo Sócrates a Fedro hace más de dos mil años, da felicidad al que la posee en el grado más alto posible para el hombre.

 

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