La leal oposición
![[Img #49607]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/05_2020/1588_004.jpg)
Raro es ver en los países de larga tradición democrática que la Oposición al Gobierno no se identifique con el calificativo de leal. Tienen asumido, de siglos, que las opciones alejadas de la gobernanza son tan legítimas y necesarias como el Ejecutivo mismo. Cualquier sistema político, dictaduras incluidas, enarbolan un gobierno, no puede ser de otra manera, pero la Oposición es el sello de genuina naturaleza de una democracia. Estamos ante la auténtica línea fronteriza de un régimen de libertades, en el que el verbo oponer arrastra tanto valor como el de gobernar. Esa lealtad concedida de inmediato por el cuerpo social tiene el mismo peso que la eficacia y la justicia que se exigen cuando se trata de mandar.
España es un país que alcanzó ante el mundo la categoría de democracia solo con el hecho de reconocer el papel institucional de una oposición, con la misma vocación de licitud en el ejercicio de la autoridad, que los gobiernos. Cuarenta años de dictadura liquidaron un uso monopolístico del poder y de los poderes y, liberados del error, parece que todavía no hemos cogido el punto al verdadero significado político de contraponer.
Este es un país que pone el foco del aplauso o de la crítica en la labor regidora y deja a la oposición en un limbo, en algo parecido a un raíl para decir NO, cuando los que mandan dicen SÍ, o viceversa. La bancada opositora en nuestra mentalidad de electores solo parece sumarse al juego de predicar sin dar trigo, y a fe que tiene que darlo, porque oponerse también forma parte del arte de la gobernanza.
Hubo un político de altura que, saliendo al paso del tópico el poder desgasta, invirtió términos en la visión de que el desgaste verdadero está en la oposición. Puede que tuviera razón, porque nuestra ramplona y dominante visión de la alta política concentra toda la exigencia emocional y moral en las tareas ejecutivas y coloca en papel más vaporoso el de la oposición: ésta, solo parece estar para repeler sin más.
Un ejemplo es la reiterada estrategia de grupos que en la etapa de oposición proponen reformas de hondo contenido institucional, que caen en el olvido en cuanto reciben el encargo popular, vía urnas, de formar Consejo de Ministros. A muchos nos ilusiona la corrección de los desfases representativos de la actual Ley Electoral, recurso continuo de oposición, con tufo de engaño, porque arde de inmediato en la leña pragmática y acomodaticia de las poltronas, una vez en el gobierno. Que el uno y su contrario hablen idiomas diferentes es totalmente legítimo, pero lo es mucho menos que los compromisos adquiridos en una bancada huyan en el traslado a la otra. Nuestras oposiciones, a la hora de hacerse gobiernos, han abusado sobremanera de tal práctica, amparados en el cómplice silencio social.
Se acepta que gobernar es una labor ecuménica; es decir, no puede limitarse a acciones benéficas de exclusiva militancia. Pero, oponerse, si bien por una mayor fragmentación de sensibilidades, se dispersa en la hojarasca de propuestas variopintas, también debe afrontar el mandato de la oportunidad y los tiempos políticos.
La mayoría de las democracias formales y reales del mundo, las que presumen de leal Oposición, en las grandes urgencias han coordinado los dos pivotes sobre los que gira la actuación de sus instituciones. Uno y otra se han fundido en una gobernanza colectiva de objetivo único. Quien interprete esa acción como seguidismo cae en el error. Las cuentas deberán ajustarse, en aciertos y errores de unos y otros, cuando se perciba superada la angustia social. En el después, nunca en el durante.
Viene esto a cuento por la estrategia perfilada en España desde la Oposición mayoritaria actual, en relación a la crisis sanitaria del coronavirus. En esta columna no ha salido ni una sigla de partido ni un nombre propio de gobernantes españoles. No es tirar la piedra y esconder la mano. Lo que aquí se expone es lo que entiendo una carencia de nuestro sistema, que tiene su origen en la visión errónea y parcial de los ciudadanos, que también cometemos errores, no solo los políticos. Parece no haber ojos para las actuaciones de los antagónicos como los hay para las del mando. Se ha debido demandar una unidad de acción, y el deseo ha derivado en la realidad de conservar o conquistar el poder como primera urgencia con sus respectivos palmeros de la calle. No hacen falta concreciones. Tiempos hubo de otros Ejecutivos en los que sus adversarios operaron con la misma cortedad de miras e idénticos mecanismos en crisis menos virulentas y más políticas que ésta. Da lo mismo. A nuestras Oposiciones les faltan hervores para ganarse ese laurel de la lealtad, no con la política, sino con los ciudadanos. No otra cosa que el ejercicio de la coherencia consigo mismos y con los desafíos que sobrepasan el ámbito de la militancia partidista.
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Raro es ver en los países de larga tradición democrática que la Oposición al Gobierno no se identifique con el calificativo de leal. Tienen asumido, de siglos, que las opciones alejadas de la gobernanza son tan legítimas y necesarias como el Ejecutivo mismo. Cualquier sistema político, dictaduras incluidas, enarbolan un gobierno, no puede ser de otra manera, pero la Oposición es el sello de genuina naturaleza de una democracia. Estamos ante la auténtica línea fronteriza de un régimen de libertades, en el que el verbo oponer arrastra tanto valor como el de gobernar. Esa lealtad concedida de inmediato por el cuerpo social tiene el mismo peso que la eficacia y la justicia que se exigen cuando se trata de mandar.
España es un país que alcanzó ante el mundo la categoría de democracia solo con el hecho de reconocer el papel institucional de una oposición, con la misma vocación de licitud en el ejercicio de la autoridad, que los gobiernos. Cuarenta años de dictadura liquidaron un uso monopolístico del poder y de los poderes y, liberados del error, parece que todavía no hemos cogido el punto al verdadero significado político de contraponer.
Este es un país que pone el foco del aplauso o de la crítica en la labor regidora y deja a la oposición en un limbo, en algo parecido a un raíl para decir NO, cuando los que mandan dicen SÍ, o viceversa. La bancada opositora en nuestra mentalidad de electores solo parece sumarse al juego de predicar sin dar trigo, y a fe que tiene que darlo, porque oponerse también forma parte del arte de la gobernanza.
Hubo un político de altura que, saliendo al paso del tópico el poder desgasta, invirtió términos en la visión de que el desgaste verdadero está en la oposición. Puede que tuviera razón, porque nuestra ramplona y dominante visión de la alta política concentra toda la exigencia emocional y moral en las tareas ejecutivas y coloca en papel más vaporoso el de la oposición: ésta, solo parece estar para repeler sin más.
Un ejemplo es la reiterada estrategia de grupos que en la etapa de oposición proponen reformas de hondo contenido institucional, que caen en el olvido en cuanto reciben el encargo popular, vía urnas, de formar Consejo de Ministros. A muchos nos ilusiona la corrección de los desfases representativos de la actual Ley Electoral, recurso continuo de oposición, con tufo de engaño, porque arde de inmediato en la leña pragmática y acomodaticia de las poltronas, una vez en el gobierno. Que el uno y su contrario hablen idiomas diferentes es totalmente legítimo, pero lo es mucho menos que los compromisos adquiridos en una bancada huyan en el traslado a la otra. Nuestras oposiciones, a la hora de hacerse gobiernos, han abusado sobremanera de tal práctica, amparados en el cómplice silencio social.
Se acepta que gobernar es una labor ecuménica; es decir, no puede limitarse a acciones benéficas de exclusiva militancia. Pero, oponerse, si bien por una mayor fragmentación de sensibilidades, se dispersa en la hojarasca de propuestas variopintas, también debe afrontar el mandato de la oportunidad y los tiempos políticos.
La mayoría de las democracias formales y reales del mundo, las que presumen de leal Oposición, en las grandes urgencias han coordinado los dos pivotes sobre los que gira la actuación de sus instituciones. Uno y otra se han fundido en una gobernanza colectiva de objetivo único. Quien interprete esa acción como seguidismo cae en el error. Las cuentas deberán ajustarse, en aciertos y errores de unos y otros, cuando se perciba superada la angustia social. En el después, nunca en el durante.
Viene esto a cuento por la estrategia perfilada en España desde la Oposición mayoritaria actual, en relación a la crisis sanitaria del coronavirus. En esta columna no ha salido ni una sigla de partido ni un nombre propio de gobernantes españoles. No es tirar la piedra y esconder la mano. Lo que aquí se expone es lo que entiendo una carencia de nuestro sistema, que tiene su origen en la visión errónea y parcial de los ciudadanos, que también cometemos errores, no solo los políticos. Parece no haber ojos para las actuaciones de los antagónicos como los hay para las del mando. Se ha debido demandar una unidad de acción, y el deseo ha derivado en la realidad de conservar o conquistar el poder como primera urgencia con sus respectivos palmeros de la calle. No hacen falta concreciones. Tiempos hubo de otros Ejecutivos en los que sus adversarios operaron con la misma cortedad de miras e idénticos mecanismos en crisis menos virulentas y más políticas que ésta. Da lo mismo. A nuestras Oposiciones les faltan hervores para ganarse ese laurel de la lealtad, no con la política, sino con los ciudadanos. No otra cosa que el ejercicio de la coherencia consigo mismos y con los desafíos que sobrepasan el ámbito de la militancia partidista.






