Javier Huerta
Sábado, 30 de Mayo de 2020

El abrazo

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Quizá no fuera su obra mejor, pero terminó por convertirse en la más famosa y personal suya, por haber sabido trascender la categoría de obra individual para alcanzar la de símbolo de toda una época. Algo parecido a lo que sucedió con el Guernica, de Picasso, o con El grito, de Munch, o antes aún con el Duelo a garrotazos, de Goya, soberbias creaciones artísticas que devinieron en nobles emblemas al denunciar los males de cualquier tiempo: el apocalipsis de la guerra, la angustia del ser humano ante lo incierto, la lucha a muerte por la vida… El abrazo, de Juan Genovés, fallecido hace unos días, fue la mejor representación de las ganas de libertad, de la necesidad de un perdón que pusiera punto final a la barbarie y que fuera el punto de partida hacia el nuevo país soñado. Pero, ante todo, resumió, como ninguna otra imagen, aquel momento histórico en que, tras la inacabable dictadura, las dos Españas enfrentadas en la guerra se pusieron de acuerdo para afrontar el futuro de un modo sosegado y respetuoso. Y así El abrazo, o sea, el milagro de la Transición, hermosa palabra nunca antes tan usada en el lenguaje político, y que valdría de santo y seña para politólogos de todo el mundo: transigir, esa era, en efecto, la cuestión, y a fe que los unos y los otros (ya sin las haches unamunianas) supieron transigir, esto es, ceder, conceder, contemporizar, avenirse, tolerar… Gratificante la retahíla de sinónimos que nos brinda el diccionario y que Genovés, un «resistente», como gustaba calificarse, supo narrar en aquella pintura que hoy, sobre todo hoy, nos emociona como nunca.

           

El relato es muy simple. Hombres de espaldas, esperando con los brazos abiertos a los que vienen de frente. Agitarse de abrigos, gabardinas, jerséis. Pies ligeramente levantados para el impulso decisivo que permita abrazar al otro o al uno, quién sabe. Manos aún cerradas que esperan abrirse de inmediato para tocar al más próximo. Manos que vuelan abiertas como pájaros a ras del suelo. Manos que se posan como pájaros confiados en las espaldas y los hombros del compañero. Todos hombres, salvo una mujer que parece abrazar al aire, ‘el futuro’, decía Genovés cuando se le preguntaba por este sonado incumplimiento de la ‘cuota’ en su escena. Todo movimiento, todo acción, y ningún rostro que identifique a cada uno de los abrazantes, ningún color en la ropa que delate partidos, ideologías. Todos anónimos, pues anónima fue aquella entrega colectiva que hizo posible el futuro, nuestro hoy. Todos espoleados por la alegría del encuentro, pisando sobre una nada blanca y pura, que pudiera significar algo así como al ideal más alto, la felicidad por todos compartida. Todos, en fin, partícipes de un coro esperanzado, tras la anagnórisis que precede al desenlace de toda buena tragedia.

           

Contemplar El abrazo, de Genovés, en este tiempo de confinamiento, de silencio, de desconfianza hacia el otro, es un ejercicio de reparadora nostalgia. La política española –en manos de caínes más que de abeles– ha venido a conjuntarse de modo diabólico con esta peste que nos asola y que ha creado una distopía que ya solo creíamos posible en los narradores de mente más calenturienta. Es posible que medicamentos y vacunas logren que nosotros, los apestados del siglo xxi, volvamos a abrazarnos algún día con el calor y la fuerza con que, hasta hace unos meses, lo hacíamos. No veo tan seguro, por el contrario, que, en la lid política, los españolitos de una y otra acera se abracen como se abrazaron nuestros mayores hace cuarenta años, y la culpa recaerá, sin duda, sobre esta mediocre casta política de juan nadies que padecemos.

 

Mas el artista ha cumplido su misión; nos ha dejado su bello, entrañado testamento, y cosa diferente es lo que hagamos con él sus legatarios. ¿Seremos capaces, como los buenos lectores y espectadores, de poner fin a la obra bien hecha, de culminar este hermoso símbolo de entendimiento? «Cuando no hablemos en clave de malos y buenos, El abrazo se habrá completado». Palabra de Genovés.

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