Aidan Mcnamara
Sábado, 30 de Mayo de 2020

Las distancias históricas

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Cuando uno es joven, experimenta con el mundo, luego es al revés: el mundo juega contigo. Te presenta sorpresas que no figuran en los libros de texto. Por eso tenemos hijos, para que nos expliquen todos los botones del mando de distancia. Bueno, es una percepción figurativa.

 

Son las seis y veintiséis de la mañana. Tengo un dilema bonito, un problemilla del primer mundo: cómo (y dónde) desayunar. El cielo está empezando a deshacerse del sayo negro. Descubre un azul de cobalto y todavía se oyen los pájaros más que los coches.

 

Las terrazas de mi barrio han vuelto a colocarse, con una distancia de dos metros entre las mesas magníficamente – matemáticamente – delineada, cumplida.

 

Ahora, cojo los prismáticos. Si calculo la distancia entre el respaldo de la silla de ésta que aún está en la sombra y el respaldo de la silla de la mesa contigua, concluyo que más me vale no girar la cabeza ni un ápice si acudo, para luego presentarme al nuevo reality de Telecinco, Neurótico del Año.

 

No obstante, hay mesas para una persona, es decir, una mesa con una sola silla…una manera de evitar pensar- si eres camarero inteligente - qué silla tienes que limpiar con lejía tras retirar la taza de café y su platillo.

 

Veo desde mi ventana, ahora sin ayuda, ya que son las seis y cuarenta y seis, a algunos viandantes: trabajadores rumbo a sus labores. Ninguno lleva la bandera nacional sobre sus hombros.

 

Casi todos van con mascarillas, pero los señoritos que han madrugado para pasear a sus hijos de moda: pit bull, cocker, y galgo, llevan a preguntarme: si tomo el café abajo y me lame algún can y me contagia…

 

Luego tengo la idea de patentar una mascarilla con pajita y guantes con descarga eléctrica y, a la vez, me acechan las ganas de googlear hijo de terrorista… en alemán. A ver si me centro.

 

Decido preparar el café en la cocina mediante el uso de un dispositivo sin botones, sin electricidad: la cafetera italiana de toda la vida. Me pregunto si los marqueses italianos se visten de la bandera italiana cuando preparan el café por la mañana para lucir un poco de orgullo nacional.

 

Dejo de observar la calle, cierro la ventana y abro otra, la pestaña del navegador. Ya son las siete y once. Me encanta madrugar en esta época del año.

 

Como me apetece seguir vivo y como soy adicto a la curiosidad, opto por tomar el café en Würzburg. Una ciudad que no conozco en absoluto. Resulta que tiene de todo: bella arquitectura, bodegas de vino blanco y buena compañía: está hermandada con Salamanca.

 

Su historia, por supuesto, es otra cosa. Matanzas de judíos askenazis (el siglo que quieras), cazas de brujas, (en el siglo XVII, se quemó un número estimado entre 600 y 900) y destrucción por bombas y fuego más devastadora que la de Dresde.

 

Aprendo una palabra. Trümmerfrauen significa “las mujeres de los escombros”. Leo la siguiente frase:

 

Los ciudadanos que reconstruyeron la ciudad inmediatamente después del final de la guerra fueron en su mayoría mujeres, porque los hombres estaban muertos o aún eran prisioneros de guerra.

 

Y pienso dos cosas:

 

 A) Los insultos, el cainismo, la banalidad obvia de la mala educación y el incivismo de los rifirrafes infantiles van a seguir si no sabemos acortar las distancias entre la memoria histórica y la inteligencia ética.

 

B) Hay algunos virus peores que otros.

 

Ya son las ocho y veinte. Ha salido el sol, sin fases. Igual necesito un pin filial para poder desayunar en paz.

 

 Buenos días, todavía.

   

 

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