Sol Gómez Arteaga
Sábado, 06 de Junio de 2020

Sentir, vivir

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Vivimos un tiempo extraño, contenido. Un tiempo en el que, sumergidos aun en la burbuja de la incertidumbre, no nos damos permiso para sacar fuera todas las emociones que brotarían de poder dar rienda suelta al sentimiento. Pero el instinto de supervivencia es ahora la prioridad máxima y, como ocurre en las épocas de grandes desastres, veta las emociones. Aunque éstas, como me decía un día una compañera de trabajo que les había explicado un psiquiatra del Monte Sinai en un curso de mindfulness, más tarde o más temprano, están abocadas irremediablemente a salir.

 

Ayer, sin ir más lejos, lloré. Fue en el chat de un curso de poesía infantil, mientras la poeta y profesora Mar Benegas nos leía el poema titulado ‘El abuelo tortuga’, perteneciente al precioso libro ‘A lo bestia’ del que es autora. Sus últimas estrofas “cogiéndolo con cuidado/la muerte lo llevó al mar/yo siempre llevo mis gafas/por si lo puedo encontrar/ y en la orilla de la playa/ hago un castillo de arena/quiero que mi abuelo tenga/en el mar su casa nueva” tocaron esa tecla sensible que me rasgó por dentro e hizo aflorar un torrente de sentimientos asociados a la pérdida. Pensaba en mi padre que pertenece a una época anterior al virus, pues murió un mes antes de que éste irrumpiera en nuestras vidas. Pienso mucho en él. A diario.

 

Sentir dolor por la ausencia de aquellos que queremos y que ya nunca más volveremos a ver es humano y hay que darle su espacio. Blindar el dolor que va inherente a la pérdida de las relaciones humanas comprometidas y expuestas a la intemperie de la vida es como poner rejas al campo. La vida está llena de pérdidas -unas grandes, esenciales, insustituibles, otras más pequeñas-, que duelen. Lo mismo que duele y deslumbra la belleza cuando es excesiva, lo mismo que duele abandonar la infancia, lo mismo que duele levantarse cada día para enfrentar un nuevo trabajo, lo mismo que duele escribir, -escribir también duele-, lo mismo que duele realizar un esfuerzo físico, lo mismo que duele parir, lo mismo que duele esa tarea pendiente que tenemos y que nunca enfrentamos, lo mismo que duele pasar por delante de una casa derruida que un día conocimos en todo su esplendor, lo mismo que duele tener que exiliarnos de nuestros paisajes de apego, lo mismo que duele hacernos viejos y vernos limitados, lo mismo que duele llegar a la meta de un trayecto que recorrimos con gusto, aunque a ratos nos doliera. Vivir duele, eso es lo natural, lo que va implícito al hecho de ser, de  existir.  

 

Sin embargo, vivimos en una sociedad que anestesia las emociones, que pone vendas a la fealdad, que desdeña aquellas cosas que nos provocan tristeza, angustia, ansiedad, desasosiego, estrés, en definitiva, malestar. Y frente a ese malestar la respuesta que adopta es la misma que cuando aparece un dolor físico, es decir, medicando. Desde hace algunos años, con la psiquiatría cada vez más presente en los colegios, en las empresas, asistimos a un fenómeno de psiquiatrización de la vida cotidiana.

 

Estos días, vetados a las ceremonias del adiós, son acaso los más terribles que a nivel global muchos de nosotros hemos conocido y nos pasarán factura, como no puede ser de otra manera. Ver marchar a un ser querido por la puerta y recoger días más tarde sus restos dentro de un cofrecillo en forma de corazón es algo tan duro, tan extraordinario e inverosímil que precisará de un lento proceso de di-gestión e interiorización personales.

 

Por eso es bueno y sanador que lloremos, que llueva mucho de nuestros ojos, en recuerdo y amor a los seres queridos que ya no están pero que nos acompañan mientras nosotros estemos, -cada cual llevamos en nuestro interior un arrullo de muertos que nos hablan y aconsejan en las noches oscuras-.

 

Para bien o para mal somos lo que sentimos, “sensum ergo sum”. Sintamos sin reservas.  Otorguémonos la libertad inalienable, acaso la única libertad genuinamente nuestra, de sentir.

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