Y de repente...Cataplún
    
   
	    
	
    
        
    
    
        
          
		
    
        			        			        			        			        			        			        			        			        			        
    
    
    
	
	
        
        
        			        			        			        			        			        			        			        	
                                
                    			        			        
        
                
        
           ![[Img #49768]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/06_2020/243_angel-dorothea-lange-art-490.jpg) 
                                           
 
 
Era la hora bruja de la caída de luz vespertina. Casa con ventanas abiertas, dejando entrar una brisilla aliviadora del sol plomizo de estos días anticipando verano atípico. Desde dentro, una amena lectura ponía sordina al murmullo de la gente en horas de recreo decretado. Caminares apresurados de urgente gimnasia y de escasez de refugios en terraza al fresco iban poniendo el candado de la resta al viejo día. 
 
Ensimismado estaba en la lectura del libro, cuando una voz joven, masculina, imposible de ponerla rostro, agitó la distracción. Hablaba por un móvil y decía: tuve mucha suerte; entré en el mejor momento, con la formación adecuada. Y de repente…cataplún. Una onomatopeya final que sonó explosiva. Juro que la secuencia es textual. Lamento tan sucinto, pero poderoso y descriptivo, es difícil de versionar en otra terminología, por muy aproximada que se haga. Era una voz singular encerrada en un clamor plural inaudible, el de una generación de jóvenes pinzada sin piedad entre dos malvadas crisis; la primera, económica; la segunda, sanitaria, pero ya dispuesta a recoger el testigo de las catástrofes sociales que impone sortear una pandemia que ha parado el mundo. La suma de ambas es el resultado de los más dignos valores humanos en estado de caos.
 
Mucho, y con tintes de drama, ha sido lo que nos hemos acordado en este difícil trámite de nuestros mayores, el colectivo más vulnerable a la rapacidad del bichejo. La proximidad de una cita con la parca despierta más que ninguna otra cosa turbaciones   profundas. Los tiempos de descuento en los más próximos, afectivamente hablando, dan vuelco a los más arraigados convencimientos. La impotencia ante lo que se avecina inminente dispara los miedos que se configuran en las preguntas sin respuestas. No se sigue el mismo comportamiento con los jóvenes. A ellos se les concede, quizá porque tenga que ser así,  el beneficio del largo trayecto. La capacidad para reponerse. Se da por hecho que crecer y madurar, exige el hierro candente para perpetuar una divisa de grandeza. Pero en aquellas palabras, escuchadas a ventana abierta y faz cerrada, creí oír una especie de claudicación.    
 
Pertenezco a una generación en última fase vital que perfectamente puede identificarse con el dios Jano, la divinidad pagana de los tránsitos, de la doble mirada simultanea al pasado y al futuro; por ello, se le representa con un doble rostro casi amorfo por desplegarse hacia adelante o hacia atrás, en permanente pose de perfil. Mis coetáneos miran, como Jano, hacia la creciente estadística de padres de vejez inmensa, casi imposible solo unas décadas atrás,  y hacia hijos de futuro incierto, por no decir pavoroso, a los que parece todo les hace cataplún, cuando mejor se han pertrechado para la disputa de la vida. Se nos ha condenado, con sangrante sincronía, a la absoluta ilógica de hacer de padres de nuestros padres  y de providencia intendente de una descendencia que tiene borrada la palabra porvenir de su escueto diccionario de ilusiones. Esa pertinaz alerta agobiante de mirar sin descanso a ambos lados, entiendo que nos ha sacado de quicio.
 
El examen final de cada generación consiste en la difícil prueba de dejar las cosas   mejor de lo que estaban. Tengo que reconocer que nuestros padres nos dejaron un mundo mejor que el que vivieron ellos. Y, a su vez, ellos narraron una idéntica percepción en el legado que recibieron. Confieso que a la hora de recapitular sobre lo que está en perspectiva respecto a nuestros hijos, no me salen las cuentas, siquiera de una mínima progresión en los eslabones de la cadena. El día después de esta pesadilla recorre hoy el sinuoso trayecto de nuestros miedos porque a los que nos suceden les dejamos en herencia un retumbante cataplún en oídos y conciencias.
 
Persiste algo tétrico en este país. Algo que desenfoca prioridades como dar el giro valiente hacia el siempre rentable objetivo de avalar la emancipación de los jóvenes. El mito, con tantas aristas de realidad, de las dos Españas, se creyó superado por el pacto social de la Transición. El secreto fue que todos cedieron en aras a un bien común: consolidar la ilusión del paisanaje pleno de vida en el sabor de la libertad y el olvido de las rencillas atávicas.  Muchos agitan ahora el avispero de negras pretensiones. Y lo hacen con la necrófaga intención de alimentarse más de muertos que de vivos, como macabra arma arrojadiza. Deplorable es que pesen más las momias o cadáveres que  legiones de jóvenes, ya mínimamente esperanzados, en dirigentes que muestren el camino de la digna existencia a la que tienen todo el derecho. No es de recibo que, para prosperar en lo más elemental, opten por lacras como la emigración para no verse prisioneros de otras peores, sea la explotación o el desempleo. Dejemos a los muertos en paz. El único mal que pueden provocar es la vil manipulación que de ellos hacen algunos vivos.             
        
        
    
       
            
    
        
        
	
    
                                                                                            	
                                        
                                                                                                                                                                                                    
    
    
	
    
   ![[Img #49768]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/06_2020/243_angel-dorothea-lange-art-490.jpg) 
                                           
Era la hora bruja de la caída de luz vespertina. Casa con ventanas abiertas, dejando entrar una brisilla aliviadora del sol plomizo de estos días anticipando verano atípico. Desde dentro, una amena lectura ponía sordina al murmullo de la gente en horas de recreo decretado. Caminares apresurados de urgente gimnasia y de escasez de refugios en terraza al fresco iban poniendo el candado de la resta al viejo día.
Ensimismado estaba en la lectura del libro, cuando una voz joven, masculina, imposible de ponerla rostro, agitó la distracción. Hablaba por un móvil y decía: tuve mucha suerte; entré en el mejor momento, con la formación adecuada. Y de repente…cataplún. Una onomatopeya final que sonó explosiva. Juro que la secuencia es textual. Lamento tan sucinto, pero poderoso y descriptivo, es difícil de versionar en otra terminología, por muy aproximada que se haga. Era una voz singular encerrada en un clamor plural inaudible, el de una generación de jóvenes pinzada sin piedad entre dos malvadas crisis; la primera, económica; la segunda, sanitaria, pero ya dispuesta a recoger el testigo de las catástrofes sociales que impone sortear una pandemia que ha parado el mundo. La suma de ambas es el resultado de los más dignos valores humanos en estado de caos.
Mucho, y con tintes de drama, ha sido lo que nos hemos acordado en este difícil trámite de nuestros mayores, el colectivo más vulnerable a la rapacidad del bichejo. La proximidad de una cita con la parca despierta más que ninguna otra cosa turbaciones profundas. Los tiempos de descuento en los más próximos, afectivamente hablando, dan vuelco a los más arraigados convencimientos. La impotencia ante lo que se avecina inminente dispara los miedos que se configuran en las preguntas sin respuestas. No se sigue el mismo comportamiento con los jóvenes. A ellos se les concede, quizá porque tenga que ser así, el beneficio del largo trayecto. La capacidad para reponerse. Se da por hecho que crecer y madurar, exige el hierro candente para perpetuar una divisa de grandeza. Pero en aquellas palabras, escuchadas a ventana abierta y faz cerrada, creí oír una especie de claudicación.
Pertenezco a una generación en última fase vital que perfectamente puede identificarse con el dios Jano, la divinidad pagana de los tránsitos, de la doble mirada simultanea al pasado y al futuro; por ello, se le representa con un doble rostro casi amorfo por desplegarse hacia adelante o hacia atrás, en permanente pose de perfil. Mis coetáneos miran, como Jano, hacia la creciente estadística de padres de vejez inmensa, casi imposible solo unas décadas atrás, y hacia hijos de futuro incierto, por no decir pavoroso, a los que parece todo les hace cataplún, cuando mejor se han pertrechado para la disputa de la vida. Se nos ha condenado, con sangrante sincronía, a la absoluta ilógica de hacer de padres de nuestros padres y de providencia intendente de una descendencia que tiene borrada la palabra porvenir de su escueto diccionario de ilusiones. Esa pertinaz alerta agobiante de mirar sin descanso a ambos lados, entiendo que nos ha sacado de quicio.
El examen final de cada generación consiste en la difícil prueba de dejar las cosas mejor de lo que estaban. Tengo que reconocer que nuestros padres nos dejaron un mundo mejor que el que vivieron ellos. Y, a su vez, ellos narraron una idéntica percepción en el legado que recibieron. Confieso que a la hora de recapitular sobre lo que está en perspectiva respecto a nuestros hijos, no me salen las cuentas, siquiera de una mínima progresión en los eslabones de la cadena. El día después de esta pesadilla recorre hoy el sinuoso trayecto de nuestros miedos porque a los que nos suceden les dejamos en herencia un retumbante cataplún en oídos y conciencias.
Persiste algo tétrico en este país. Algo que desenfoca prioridades como dar el giro valiente hacia el siempre rentable objetivo de avalar la emancipación de los jóvenes. El mito, con tantas aristas de realidad, de las dos Españas, se creyó superado por el pacto social de la Transición. El secreto fue que todos cedieron en aras a un bien común: consolidar la ilusión del paisanaje pleno de vida en el sabor de la libertad y el olvido de las rencillas atávicas. Muchos agitan ahora el avispero de negras pretensiones. Y lo hacen con la necrófaga intención de alimentarse más de muertos que de vivos, como macabra arma arrojadiza. Deplorable es que pesen más las momias o cadáveres que legiones de jóvenes, ya mínimamente esperanzados, en dirigentes que muestren el camino de la digna existencia a la que tienen todo el derecho. No es de recibo que, para prosperar en lo más elemental, opten por lacras como la emigración para no verse prisioneros de otras peores, sea la explotación o el desempleo. Dejemos a los muertos en paz. El único mal que pueden provocar es la vil manipulación que de ellos hacen algunos vivos.






