Mercedes Unzeta Gullón
Sábado, 13 de Junio de 2020

La desaparición de los rituales

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Me llega un dosier sobre este reciente libro publicado por el filósofo coreano Byung-Chul Han, La desaparición de los rituales. En este ensayo recién publicado el filósofo expone unas reflexiones sobre las relaciones humanas que me parecen tremendamente interesantes.

 

Para explicar su teoría de la importancia de los ritos parte de una realidad, la de que los ritos en la sociedad están desapareciendo (o ya han desaparecido) y en la que el ser humano está en un camino acelerado de convertirse (o ya se ha convertido) en un producto, en ‘una cosa’ con la que se puede mercadear.

 

Nos recuerda que la palabra ‘símbolo’ viene del griego y significaba ‘contraseña’, es decir, un medio de reconocimiento entre iguales que favorece la capacidad de crear nexos entre individuos.

 

Los ritos, afirma, son acciones simbólicas que unen a los individuos sin necesidad de mediar palabra, es decir que una comunidad, a través de sus ritos, está conectada y cohesionada sin necesidad de comunicación, “una comunidad sin comunicación”.

 

Existen muchas variaciones, categorías y esferas de comunidades, desde una comunidad nacional a una comunidad de amigos, existe un sinfín de posibilidades y capacidades de formar una comunidad. Por ejemplo, centrándonos en la faceta religiosa, que se entiende fácil: tenemos, entre otras muchas, las comunidades de los judíos, con sus particulares ritos, y la de los católicos y los musulmanes con los suyos. Pero Han asegura que lo que hoy predomina en el mundo en general es una “comunicación sin comunidad”.

 

Los rituales dan estabilidad a la vida, apunta el filósofo, y hacen que nuestra biografía pueda engarzarse con las de otros. Los ritos hacen posible que el tiempo sea habitable, que no todo se escape de entre las manos como arena de playa.

 

Para Han los ritos aportan sentido a la vida, a nuestra vida particular y a la vida de la comunidad. Pero, opina, que el objetivo prioritario del individuo contemporáneo es el de pasar su tiempo realizando actividades que no alteren el estado normal de inercia de su conciencia, de manera que no molesten, que no requieran reflexión, meditación: un alto en el camino. Y ¿qué otra cosa es la filosofía sino la creación de esos imprescindibles paréntesis?, afirma.

 

Nos hemos transfigurado en ‘sujetos de rendimiento’ que creen vivir en libertad, aunque la realidad es muy distinta: nos hallamos encadenados en una ‘sociedad del cansancio’.      

                                                                                                 

Debemos deshacernos de esa actitud que nos deja desarmados, aconseja el escritor en su ensayo, sin herramientas intelectuales y emocionales adecuadas para afrontar críticamente nuestro día a día. Y peor aún, nos aísla en nuestro interior desritualizándolo.

 

El diálogo interpersonal deja paso a la más vacía y estúpida palabrería que, al fin y al cabo, se parece mucho al silencio de los cementerios; solo importa hablar por hablar, hacer que el tiempo pase, desasirnos de nuestra condición finita y olvidar nuestros problemas, como si, obviándolos, dejaran de estar ahí, de habitarnos.

 

Hoy no solo consumimos las cosas, sino también las emociones, a través de un narcisismo que amenaza con destruir lo más propio del universo humano: el orden inmaterial, simbólico (ritual) que aporta sentido a nuestra vida singular y a la vida en comunidad Y es que “la presión para producir y para aportar rendimiento alcanza hoy todos los ámbitos vitales, incluso la sexualidad”, denuncia Han. “El juego de la seducción, que requiere mucho tiempo, se elimina hoy cada vez más a favor de la satisfacción inmediata del deseo sexual”.

 

Como explica Han en La desaparición de los rituales, también los valores sirven hoy como objeto del consumo individual. Se convierten en mercancías. Valores como la justicia, la humanidad o la sostenibilidad son desguazados económicamente para aprovecharlos: “Salvar el mundo bebiendo té”, dice el eslogan de una empresa de comercio justo. Cambiar el mundo consumiendo: eso sería el final de la revolución. También los zapatos o la ropa deberían ser veganos. A este paso pronto habrá smartphones veganos.

 

El neoliberalismo explota la moral de muchas maneras. Los valores morales se consumen como signos de distinción. Son apuntados a la cuenta del ego, lo cual hace que aumente la autovaloración. Incrementan la autoestima narcisista. A través de los valores uno no entra en relación con la comunidad, sino que solo se refiere a su propio ego. (Se me ocurre pensar en todos estos ricos y famosos que hacen gala y gran marketing de su imagen en ayudas humanitarias).

 

Existe excesivo narcisismo acompañado de la mercantilización de las relaciones humanas, mecanismo que, a la vez, nos asemeja cada vez más a los objetos, como si fuéramos piezas intercambiables que se metamorfosean en despiadados y deshumanizados ‘recursos humanos’.

 

Hasta aquí unas consideraciones del dosier de Filosofía&co sobre el ensayo La desaparición de los rituales.

 

Ahora yo reflexiono sobre la desaparición de los rituales que conformaron mi vida anterior a la adulta. Además de los rituales religiosos, que fueron intensos por tener una madre ‘ejerciente’  e ir a un colegio de monjas, vivía dentro de unos rituales (o costumbres)  familiares que conferían una entidad propia.

 

Los rituales de familia, podríamos decir ‘cultura familiar’, se ejercían con solidez en los grupos familiares hasta hace prácticamente dos generaciones. Pero, con gran aceleración, estos ritos han ido desapareciendo porque el sentido de familia como una pequeña comunidad con sus normas y sus costumbres (sus ritos particulares) se fueron disolviendo en pequeños reinos de taifas monoparentales, biparentales, triparentales, cuatriparentales… un totum revolutum de padres, madres, hijos y demás familia, todos dispersos y combinados, independientes y con ansiedad egoísta.

 

En fin, aquellas pequeñas colectividades familiares, con su entidad y costumbres particulares que conformaban y aportaban sus ritos (costumbres) al enriquecimiento propio y al de una comunidad mayor, la sociedad en la que vivían, se han ido fragmentando en unidades, en individuos independientes, egoístas, egocéntricos, mercantilistas… cuyo fin es claramente el bienestar y la ambición individual. Nada que ver con un pensamiento colectivo, ni familiar ni social.

 

Los ritos familiares, sociales, rurales… se los ha comido el mercantilismo. Hay que ganar mucho dinero para gastar mucho dinero, ganar para gastar, ganar y gastar, ganar, ganar, ganar, gastar, gastar, gastar, y que la noria del dinero gire y gire sin parar.

 

Para mantener los ritos hay que tener un cierto sosiego de vida, un cierto humanismo de vida que el sistema basado en una ansiosa  acumulación de riqueza se ha llevado por delante. El tiempo ya no es pausado, el tiempo se ha vuelto acelerado y nos arrastra en su vorágine de: usar y tirar, ganar y gastar, ganar y acumular. Ansiedades y depresiones.

 

Yo guardo en mi memoria, como casi todos los que nacimos antes de la invasión del credo individualista y mercantilista vital, infinidad de ritos familiares que ahora parecerían signos de siglos pasados. Eran las costumbres de la familia que se repetían ritualmente cada año, en cada acontecimiento, en cada día, en el día a día. La vida familiar tenía su cadencia, su ritmo, que no se cuestionaba (salvo en la adolescencia) porque era así, un ritual. El recuerdo de aquellos ritos, de aquellas costumbres que nos marcaban las relaciones interiores y exteriores de la familia, y el esfuerzo que hago por mantener con dificultad alguno de ellos, me reconfortan y me recolocan en la vida, en mi vida. Tiene razón Han, me hacen sentir en ‘mi casa’, entendiendo por ‘mi casa’ ‘mi pequeña y particular comunidad’ que me ha arropado y ha hecho que me sintiera segura en la vida frente a la vida. ¡Cómo añoro muchas cosas del pasado!

 

O témpora o mores

 

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