A propósito del universalismo
![[Img #49921]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/06_2020/4707_josee-manuel-alumnos-creacion-087.jpg)
“También nacer es arribar a un país extranjero”
(Plutarco)
“Bailamos sobre el abismo, pero cogidos de la mano”
(Fernando Savater)
Sobre el hombre y su vida, sobre lo que es y cómo ha de vivir, y convivir, sobre lo que, en fin, es mejor para él, se ha pensado mucho. Pero de entre todas las reflexiones que se han hecho, hay una que, aunque en estos tiempos posmodernos se ha pasado de moda, no estaría mal volver a apostar por ella y tratar, como se dice ahora, de implementarla todavía más. No estaría mal reactivarla, ensayarla de nuevo, porque, pese a haber sido llevada a la práctica tan solo de manera tímida y poco decidida, ha cosechado algunos éxitos que no se pueden considerar menores. Este pensamiento, que es un pensamiento moderno cuyas raíces llegan hasta la Antigüedad, bien se podría llamar universalismo. Vaya por delante que es posible que con el universalismo se esté pensando no como Sócrates sino como Platón. Se esté pensando para la utopía y no para la realidad. Aun así, merece la pena, porque las utopías están no para ser realizadas sino para acercarse cada vez más a ellas sabiendo que nunca se podrán alcanzar del todo. Están para orientarnos, para señalarnos el fin hacia donde debemos caminar. Son nuestro horizonte.
El universalismo consiste en reconocer que la humanidad que hay en nosotros es la misma que la que encontramos en los otros hombres. Además, consiste también en poner esto que reconocemos, esto que los hombres tenemos en común, por encima de lo que nos diferencia y nos singulariza. Lo que nos une por encima de lo que nos separa. Con todo, esto no nos impide reconocer a su vez el hecho de que somos diferentes. Sin duda, somos diferentes, pero al mismo tiempo el ser diferentes, o sea, únicos e irrepetibles, forma parte de lo que compartimos. Claro que no todos los hombres compartimos la misma cultura –costumbres, creencias, valores– ni la misma ideología, pero sí compartimos problemas existencialmente significativos, sobre todo los derivados de nuestra condición de mortales o de la relación de unos con otros. Sí, hay muchas y diversas culturas, y morales, y religiones, e ideologías. Y sí, lo que está bien en una moral puede que esté mal en otra. Pero esto no hace que las culturas sean paradigmas inconmensurables. No, las culturas se pueden medir. Hay una vara de medir las culturas. Los problemas vitales –eso que nos une, que tenemos en común, que compartimos todos– son la vara de medir. Al medirlas con esta vara, al compararlas, se ve que unas resuelven mejor estos problemas que otras. De esta manera, las que lo resuelven mejor tienen mayor legitimidad ética que las otras y se puede decir que son mejores.
Ciertamente, hay culturas diferentes, paradigmas axiológicos e ideológicos distintos, pero también existe un marco común, que no es un mito, como dice Popper, sino una realidad, reconocida ya desde antiguo. Es el marco común del mundo. En el mundo vivimos todos los hombres. Este reconocimiento lo encontramos en Demócrito, cuando dice que “el sabio es ante todo un ciudadano del mundo bien ordenado” y en Diógenes de Sinope, al declararse cosmopolita; pero también, y sobre todo, en el poeta y filósofo Meleagro de Gádara, quien cien años antes de Cristo compuso para sí mismo un epitafio que dice: “Sirio soy. ¿Qué te asombra, extranjero, si el mundo es la patria en que todos vivimos, paridos por el Caos?” Así es, el mundo es nuestra patria y por lo tanto todos somos compatriotas. La patria en la que todos vivimos, el mundo, es la misma aquí que allá, en el centro que en la periferia, en la ciudad que en el campo, siempre la misma, de donde nadie puede escapar y todos podemos sentirnos igualmente localizados. Donde todos somos por igual huéspedes los unos de los otros. Cualquier lugar es patria y todas las patrias son la misma. Son la tierra que pisamos y nos sostiene.
Además de tener la misma patria, tenemos idéntico origen, el caos, lo impreciso, lo ininteligible. En el fondo, todos venimos del mismo sitio, lo desconocido, y al mismo sitio volvemos. Nuestra vida se halla entre dos caos, entre dos abismos, y todos estamos hermanados tanto en la ausencia de sentido de origen como de destino. Por ello, lo que cuenta es que hemos nacido y que hemos nacido humanos. Decir humano es decir consciente de que se ha de morir, volver al caos. Lo humano, la humanidad, es la verdadera patria, la patria de todos. Si esto es así, ¿qué sentido puede tener menospreciarnos o maltratarnos por ser de este o de aquel lugar, hablar una lengua u otra, ser blanco o negro? Ningún sentido.
No tiene ningún sentido porque también se puede decir que el mundo es polis, la polis primigenia, la ciudad humana, la megalópolis, de la cual todos los hombres hemos de sabernos ciudadanos. Por eso, de lo que se trata es de convertir esta ciudad de origen en un ideal práctico. Si ya se ha globalizado la economía, la ciencia y la tecnología, no se ve por qué no se puede globalizar también la política. Por qué el mundo no puede ser una aldea plenamente global. Una aldea con un orden político universal que concilie la libertad del individuo con el respeto a la ley, y se evite, de esta manera, tanto la animal monotonía del rebaño uniformado como la brutal batalla de todos contra todos. Una aldea donde, no obstante, el reconocimiento de la libertad y de la igualdad del individuo, de su ciudadanía, se haga no porque pertenece a cierto grupo sino por su condición de humano. Por qué no puede ser, como dice Kant en su bello opúsculo Idea de una historia universal en sentido cosmopolita, “una sociedad en que se encuentre unida la máxima libertad bajo leyes exteriores con el poder irresistible, es decir, una constitución perfectamente justa”. Una sociedad en la que los hombres hacen dejación de su brutal libertad para buscar la tranquilidad y seguridad en las leyes. Donde prime la civilización sobre las culturas; el esfuerzo único de todos los hombres por salir del caos, de la naturaleza, del instinto, de lo mecánico, de la vida animal sobre el empeño que tienen algunos en resaltar sus diferencias para distinguirse de los otros; lo que nos une sobre lo que nos separa. Donde, en lugar de un Leviatán, se dé una permanente federación de naciones independientes presidida por la concordia. Donde los sujetos de derecho no sean estas naciones, como ocurre con el derecho internacional que tenemos, sino los seres humanos concretos fueran de donde fueren.
Entonces, sí. Entonces, en este mundo ya no habrá guerras y la humanidad habrá alcanzado esa paz perpetua de la que hablaba Kant. El mundo sería una morada, una hospedería, en la que cabríamos todos. A nadie se dejaría fuera, durmiendo a la intemperie, porque habríamos interiorizado esa sentencia del cómico latino Terencio: “Soy un hombre, nada humano me es ajeno”. La habríamos asimilado además con los matices que el propio Unamuno le añadió al comienzo de su obra Del sentimiento trágico de la vida: “Y yo diría más bien, nullum hominem a me alienum puto; soy hombre, a ningún otro hombre estimo extraño”. Claro que no, no puede ser extraño “el hombre de carne y hueso, el que nace, sufre y muere –sobre todo muere–, el que come y bebe y juega y duerme y piensa y quiere, el hombre que se ve y a quien se oye, el hermano, el verdadero hermano”.
Y esto es el progreso, el verdadero progreso, la culminación del proyecto de la modernidad, lo que se ha prometido, lo que se ha de cumplir.
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“También nacer es arribar a un país extranjero”
(Plutarco)
“Bailamos sobre el abismo, pero cogidos de la mano”
(Fernando Savater)
Sobre el hombre y su vida, sobre lo que es y cómo ha de vivir, y convivir, sobre lo que, en fin, es mejor para él, se ha pensado mucho. Pero de entre todas las reflexiones que se han hecho, hay una que, aunque en estos tiempos posmodernos se ha pasado de moda, no estaría mal volver a apostar por ella y tratar, como se dice ahora, de implementarla todavía más. No estaría mal reactivarla, ensayarla de nuevo, porque, pese a haber sido llevada a la práctica tan solo de manera tímida y poco decidida, ha cosechado algunos éxitos que no se pueden considerar menores. Este pensamiento, que es un pensamiento moderno cuyas raíces llegan hasta la Antigüedad, bien se podría llamar universalismo. Vaya por delante que es posible que con el universalismo se esté pensando no como Sócrates sino como Platón. Se esté pensando para la utopía y no para la realidad. Aun así, merece la pena, porque las utopías están no para ser realizadas sino para acercarse cada vez más a ellas sabiendo que nunca se podrán alcanzar del todo. Están para orientarnos, para señalarnos el fin hacia donde debemos caminar. Son nuestro horizonte.
El universalismo consiste en reconocer que la humanidad que hay en nosotros es la misma que la que encontramos en los otros hombres. Además, consiste también en poner esto que reconocemos, esto que los hombres tenemos en común, por encima de lo que nos diferencia y nos singulariza. Lo que nos une por encima de lo que nos separa. Con todo, esto no nos impide reconocer a su vez el hecho de que somos diferentes. Sin duda, somos diferentes, pero al mismo tiempo el ser diferentes, o sea, únicos e irrepetibles, forma parte de lo que compartimos. Claro que no todos los hombres compartimos la misma cultura –costumbres, creencias, valores– ni la misma ideología, pero sí compartimos problemas existencialmente significativos, sobre todo los derivados de nuestra condición de mortales o de la relación de unos con otros. Sí, hay muchas y diversas culturas, y morales, y religiones, e ideologías. Y sí, lo que está bien en una moral puede que esté mal en otra. Pero esto no hace que las culturas sean paradigmas inconmensurables. No, las culturas se pueden medir. Hay una vara de medir las culturas. Los problemas vitales –eso que nos une, que tenemos en común, que compartimos todos– son la vara de medir. Al medirlas con esta vara, al compararlas, se ve que unas resuelven mejor estos problemas que otras. De esta manera, las que lo resuelven mejor tienen mayor legitimidad ética que las otras y se puede decir que son mejores.
Ciertamente, hay culturas diferentes, paradigmas axiológicos e ideológicos distintos, pero también existe un marco común, que no es un mito, como dice Popper, sino una realidad, reconocida ya desde antiguo. Es el marco común del mundo. En el mundo vivimos todos los hombres. Este reconocimiento lo encontramos en Demócrito, cuando dice que “el sabio es ante todo un ciudadano del mundo bien ordenado” y en Diógenes de Sinope, al declararse cosmopolita; pero también, y sobre todo, en el poeta y filósofo Meleagro de Gádara, quien cien años antes de Cristo compuso para sí mismo un epitafio que dice: “Sirio soy. ¿Qué te asombra, extranjero, si el mundo es la patria en que todos vivimos, paridos por el Caos?” Así es, el mundo es nuestra patria y por lo tanto todos somos compatriotas. La patria en la que todos vivimos, el mundo, es la misma aquí que allá, en el centro que en la periferia, en la ciudad que en el campo, siempre la misma, de donde nadie puede escapar y todos podemos sentirnos igualmente localizados. Donde todos somos por igual huéspedes los unos de los otros. Cualquier lugar es patria y todas las patrias son la misma. Son la tierra que pisamos y nos sostiene.
Además de tener la misma patria, tenemos idéntico origen, el caos, lo impreciso, lo ininteligible. En el fondo, todos venimos del mismo sitio, lo desconocido, y al mismo sitio volvemos. Nuestra vida se halla entre dos caos, entre dos abismos, y todos estamos hermanados tanto en la ausencia de sentido de origen como de destino. Por ello, lo que cuenta es que hemos nacido y que hemos nacido humanos. Decir humano es decir consciente de que se ha de morir, volver al caos. Lo humano, la humanidad, es la verdadera patria, la patria de todos. Si esto es así, ¿qué sentido puede tener menospreciarnos o maltratarnos por ser de este o de aquel lugar, hablar una lengua u otra, ser blanco o negro? Ningún sentido.
No tiene ningún sentido porque también se puede decir que el mundo es polis, la polis primigenia, la ciudad humana, la megalópolis, de la cual todos los hombres hemos de sabernos ciudadanos. Por eso, de lo que se trata es de convertir esta ciudad de origen en un ideal práctico. Si ya se ha globalizado la economía, la ciencia y la tecnología, no se ve por qué no se puede globalizar también la política. Por qué el mundo no puede ser una aldea plenamente global. Una aldea con un orden político universal que concilie la libertad del individuo con el respeto a la ley, y se evite, de esta manera, tanto la animal monotonía del rebaño uniformado como la brutal batalla de todos contra todos. Una aldea donde, no obstante, el reconocimiento de la libertad y de la igualdad del individuo, de su ciudadanía, se haga no porque pertenece a cierto grupo sino por su condición de humano. Por qué no puede ser, como dice Kant en su bello opúsculo Idea de una historia universal en sentido cosmopolita, “una sociedad en que se encuentre unida la máxima libertad bajo leyes exteriores con el poder irresistible, es decir, una constitución perfectamente justa”. Una sociedad en la que los hombres hacen dejación de su brutal libertad para buscar la tranquilidad y seguridad en las leyes. Donde prime la civilización sobre las culturas; el esfuerzo único de todos los hombres por salir del caos, de la naturaleza, del instinto, de lo mecánico, de la vida animal sobre el empeño que tienen algunos en resaltar sus diferencias para distinguirse de los otros; lo que nos une sobre lo que nos separa. Donde, en lugar de un Leviatán, se dé una permanente federación de naciones independientes presidida por la concordia. Donde los sujetos de derecho no sean estas naciones, como ocurre con el derecho internacional que tenemos, sino los seres humanos concretos fueran de donde fueren.
Entonces, sí. Entonces, en este mundo ya no habrá guerras y la humanidad habrá alcanzado esa paz perpetua de la que hablaba Kant. El mundo sería una morada, una hospedería, en la que cabríamos todos. A nadie se dejaría fuera, durmiendo a la intemperie, porque habríamos interiorizado esa sentencia del cómico latino Terencio: “Soy un hombre, nada humano me es ajeno”. La habríamos asimilado además con los matices que el propio Unamuno le añadió al comienzo de su obra Del sentimiento trágico de la vida: “Y yo diría más bien, nullum hominem a me alienum puto; soy hombre, a ningún otro hombre estimo extraño”. Claro que no, no puede ser extraño “el hombre de carne y hueso, el que nace, sufre y muere –sobre todo muere–, el que come y bebe y juega y duerme y piensa y quiere, el hombre que se ve y a quien se oye, el hermano, el verdadero hermano”.
Y esto es el progreso, el verdadero progreso, la culminación del proyecto de la modernidad, lo que se ha prometido, lo que se ha de cumplir.






