Ángel Alonso Carracedo
Sábado, 20 de Junio de 2020

Kilómetro cero

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Soy nacido, residente y censado en Madrid. Fuera de esta constatación mis sentimientos de patria chica apuntan a tierras leonesas, a la Astorga maragata fuera de los lindes comarcales. Sangre multigeneracional de esta tierra corre por mis venas. Y por si no fuera suficiente, el lugar es refugio predilecto de pasados, presentes y futuros.

 

Por seguir en las descripciones, mi faceta madrileña es la de un desclasado fuera de lugar. Vivo aquí por obligación sin devoción de cercanía sentimental. Encontré mi pan, pero no encajó nunca el dicho que uno es de dónde pace y no de dónde nace, aunque ambas circunstancias  marquen mi vida en la capital de España. Madrid es un sentimiento de pertenencia, aliñado en un sufrimiento por la lejanía física de Astorga, mientras que ésta es la turbación del tiempo a cuentagotas, traducción de la cuenta atrás hacia la marcha, que discurre desde el mismo momento de la llegada.

 

Sin embargo, me duele Madrid, y lo hace más con la acritud de la injusticia percibida desde los muchos sitios de esta España que la miran como apestada. El poblachón manchego, como la bautizó Camilo José Cela cuando era el referente de la vieja región de Castilla La Nueva, es ahora, para muchos españoles, la grafía de una inminente invasión de ultracuerpos malignos en sus territorios inmaculados de pandemias.

 

Son tiempos de lógicos miedos. La estela sanitaria que ha dejado el coronavirus tendrá continuación, no tardando mucho, en secuelas psicológicas individuales y colectivas. Estas, empiezan a enseñar la patita con el dedo inquisidor hacia Madrid y los madrileños, que señala a los capitalinos y su marca registrada como horda invasora de sus particulares edenes, apenas tocados por la maldición de la COVID-19, y que les conceden ventaja en los pasos adelante para edificar la nueva normalidad.

 

Madrid ha sido la gran zarandeada por esta pandemia. Quizá como penitencia de sus abusos y desmanes previos a la plena constatación del drama. También fue miedo. Estábamos a la cabeza en mortandad y a la zaga en el frágil optimismo de las enseñanzas tejidas para el día después. Pero esta ciudad es lo que es por haber sido el gran receptáculo de las miserias y grandezas del país.

 

Duele en lo más hondo a un madrileño, más de razón que de corazón, que una gran urbe pródiga en hospitalidad sea ahora el blanco de prejuicios histéricos que ponen el parche antes de hacerse la herida, cuando el dardo sirve también para aflorar los complejos de inferioridad del aldeanismo sobre el cosmopolitismo. Madrid ha sido tradicionalmente ciudad abierta, sin guetos, que acogió las inmigraciones del desarrollismo, hasta ese grado de que su gentilicio en dos o tres generaciones se mezcló con sangres de cualquier lugar del país que borraron toda denominación de origen. Un gato con sangre de cuatro generaciones genuinas del lugar es una especie de unicornio. A uno que viva aquí es imposible legitimarlo en ocho apellidos  enraizados en el lugar. Y nos sentimos ufanos de ello.

 

Madrid rezuma orgullo en barrios que han sintetizado razas, religiones, etnias, culturas. Al que reside en sus contornos le resulta de lo más cotidiano  un transporte público atiborrado de cromatismos cutáneos, de léxico indescifrable, de rostros diferentes y de atavíos exóticos.

 

Esta ciudad ha presumido del rol de foro concedido por las élites literarias. Ha servido de caja de resonancia a las reivindicaciones de todas las comunidades españolas. Demostraciones de protesta que han taponado calles céntricas, perjudicando en las movilidades, muchas bajo el sello de la urgencia, a miles de ciudadanos; que han desatado la incómoda visión de la violencia con las fuerzas del orden. Todo ello admitido desde el prisma de la comprensión solidaria hacia una causa más o menos justa. No ha cundido el despectivo que se manifiesten en la capital de su comunidad. No se ha apelado a la descentralización ya efectiva largo tiempo en este país. Madrid acoge lo grato y lo molesto porque es emblema de toda España. Hoy, en un momento difícil, solo pide una pizca de reciprocidad.

 

Los grandes patrimonios de Madrid anteponen la colectividad nacional a la particularidad ciudadana. Si el Louvre es un museo emblemático de París, el Prado lo es de toda España. Sus dos grandes equipos de fútbol, por ejemplo, en los grandes triunfos, no enarbolan la enseña de la ciudad, de la autonomía o del club, sino la rojigualda que debe representarnos a todos.

 

Madrid es el kilómetro cero de España, punto de partida, pero su generosidad hospitalaria, la convierte, a su vez, en punto de llegada. Está justo en una plaza que se llama la Puerta del Sol. Muchos otros lugares del callejero se identifican con el mismo sustantivo. Si se observa con atención todas están abiertas con el único límite del cielo. A los madrileños, aunque solo sea de nacencia, nos atrae la creencia de que la mejor puerta es la que siempre permanece abierta, bien para entrar, bien para salir.  

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