Estulticia iconoclasta
![[Img #49994]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/06_2020/5084_104851688_10218280699797133_463266314159061009_o.jpg)
Suelo decir que, de las artes figurativas, es la escultura la de vocación más pública, la más abierta, la más popular. Para disfrutarla, no hace falta entrar en un museo, como ocurre con la pintura. Integradas en el paisaje urbano, las estatuas nos saludan todas las mañanas desde su puesto privilegiado en el centro de plazas y glorietas; nos sorprenden en rincones y jardines recoletos; nos salen al encuentro en las calles (así, la de Woody Allen en Oviedo); nos mandan su luminoso mensaje de armonía desde pórticos y fachadas… Ese carácter popular de la escultura tiene como contrapartida el que, muy a menudo, se ignore el nombre de sus artífices, los escultores. No creo que sean muchos, leoneses incluidos, los que sepan que el célebre Guzmán de la plaza es obra de Aniceto Marinas, o que el impresionante monumento de La Lastra, Los cuatro elementos, se le debe a nuestra primera escultora actual, Esperanza d’Ors.
Viven los monumentos a la intemperie, expuestos a las adversidades del clima, la polución y, sobre todo, a las agresiones de los vándalos. La cosa no es de ahora. El David de Miguel Ángel, desde su erección en la Piazza della Signoria de Florencia, a principios del siglo xvi, sufrió numerosos destrozos hasta que, a finales del xix, se decidió su traslado a la Galería de la Academia. Fuera terminaron poniendo una réplica. Tampoco hace falta irse tan lejos. Muchos astorganos recordarán lo ocurrido con la estatua de Leopoldo Panero que esculpió Marino Amaya. Emplazada en un lugar discreto de Eduardo de Castro, al arrimo de la catedral, hubo de retirarse no mucho después de su inauguración. Un día amanecía con manchas de pintura, otro, con la nariz amputada. El gamberrismo y el sectarismo en felicísima concordia, pues muchos veían en el poeta –sin haber leído ni uno solo de sus versos, claro– a un representante de la cultura franquista al que había que golpear, vejar a título póstumo. Ahora la escultura, confinada en la casa del escritor, está a salvo de los bárbaros pero, por desgracia, fuera también de la mirada curiosa de transeúntes y caminantes, es decir, ajena al fin para el cual fue concebida por el artista.
El vandalismo no respeta espacios. En la madrileña Ciudad Universitaria, esa utopía urbanística creada en tiempos de Alfonso XIII y hoy convertida en gigantesco aparcamiento y cruce de carreteras, se levantan varias notables esculturas. Una, por ejemplo, frente a la Facultad de Medicina, es Los portadores de la antorcha, de Anna Hyatt Huntington. La estatua es un bello símbolo de la transmisión del saber, que un mal día quedó mutilada, pues algún imbécil decidió que la antorcha sobraba y se la llevó a su casa. Junto a mi facultad, la de Filosofía y Letras, se yergue otra de mis favoritas, la de quien ha sido su más ilustre profesor, don José Ortega y Gasset. Creación de Juan de Ávalos, luce discreta, a un lado de la fachada, pero los finos intelectuales del derribo le dedicaban todos los días pintadas llenas de gratitud y cariño, hasta que las autoridades universitarias han tenido que poner una valla protectora a su alrededor.
Y es que los iconoclastas de toto tiempo y lugar parecen ver tras la piedra, la madera, el bronce o el aluminio de las estatuas la carne y el hueso de los personajes que las inspiraron y a los que es preciso dar muerte; una segunda y definitiva muerte, la del olvido total. En agosto de 1936, milicianos republicanos «fusilaron», literalmente, la imagen de Cristo dentro del conjunto del Sagrado Corazón que fuera esculpido por el ya citado Aniceto Marinas en el getafeño Cerro de los Ángeles. Se sabe que, luego de la sacrílega ceremonia, aquellos valientes se dispusieron a destruirla a base de martillazos, pero ante la dureza del material optaron por dinamitarla, sin duda un procedimiento mucho más efectivo. Es, por cierto, el mismo que aplicaron los talibanes afganos en 2001 a los colosales Budas de Bamiyán. Más de mil quinientos años de vida espiritual y de pacífico simbolismo espiritual en aquellas montañas quedaron así borrados de cuajo.
La estulticia iconoclasta no entiende de religiones ni de ideologías. Desde los Estados Unidos hasta muchos países de la América Latina y, por supuesto, la cultísima Europa, ha llegado la moda. Para protestar contra el racismo no se ha encontrado medio mejor que profanar y derribar estatuas: Cristóbal Colón, Abraham Lincoln, Theodore Roosevelt, Winston Churchill, y hasta el mismísimo don Miguel de Cervantes y Saavedra, este último a buen seguro por haber perdido su brazo en «la más alta ocasión que vieron los siglos», es decir defendiendo la civilización occidental frente a la expansión otomana, algo de todo punto imperdonable. Con ello, estos terroristas de la piedra no solo consiguen hacer añicos obras en ocasiones de gran belleza, sino la propia historia de la humanidad, a cuyo progreso todos los nombrados, con sus grandezas y también con sus miserias (la perfección solo está al alcance de los neoinquisidores de la Corrección Política), han contribuido de un modo a veces decisivo.
Naturalmente, España no escapa a la pandemia iconoclasta. Algunos ya proponen hacer caer al gran Almirante de Castilla de sus altísimos pedestales tanto en Barcelona, donde luce frente al Mediterráneo desde 1888, año de la Exposición Universal, como en Madrid, donde preside la Plaza del Descubrimiento, en un feliz diálogo entre el clasicismo del monumento de Arturo Mélida y la propuesta vanguardista de Vaquero Turcios. Otro ejemplar español de la empresa americana, san Junípero Serra, víctima de atentados en diferentes lugares de Estados Unidos, sobre todo, en California, lo acaba de ser también en la capital de su patria chica, Palma de Mallorca. Sobre su efigie, debida a Horacio de Eguía, han pintado la palabra «racista». Es de suponer que el energúmeno, antes de cometer la fechoría, no se preocupó de documentarse acerca de la personalidad de este franciscano ilustrado que no solo se dedicó a la evangelización sino a la protección de los indígenas.
Menos mal que ciertos políticos están para ensuciar aún más las cosas. Una concejala mallorquina ha escrito el siguiente tuit: «Las ciudades hablan mediante los nombres de sus calles, monumentos y estatuas. Cuentan una historia política de élites y oligarquías. Los habitantes toman la palabra en San Francisco y tiran la estatua de Junípero Serra. En Palma, pacíficamente, debería ser igual». Como ven, toda una invitación a ejercer el derecho a practicar el delicado arte de la iconoclastia. Y, en fin, subiendo un escalón más en la ignominia y, por supuesto, en la indigencia intelectual, la ministra de Igualdad del actual gobierno se ha negado a condenar el hecho vandálico, porque lo importante –la sintaxis es suya– es «no cometer como sociedad aquello que fueran errores».
A este paso, me temo que cada vez van a ser más las estatuas y monumentos públicos a los que haya que someter a un rígido confinamiento, para protegerlos de un virus más dañino y peligroso que el COVI, el de la estulticia.
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Suelo decir que, de las artes figurativas, es la escultura la de vocación más pública, la más abierta, la más popular. Para disfrutarla, no hace falta entrar en un museo, como ocurre con la pintura. Integradas en el paisaje urbano, las estatuas nos saludan todas las mañanas desde su puesto privilegiado en el centro de plazas y glorietas; nos sorprenden en rincones y jardines recoletos; nos salen al encuentro en las calles (así, la de Woody Allen en Oviedo); nos mandan su luminoso mensaje de armonía desde pórticos y fachadas… Ese carácter popular de la escultura tiene como contrapartida el que, muy a menudo, se ignore el nombre de sus artífices, los escultores. No creo que sean muchos, leoneses incluidos, los que sepan que el célebre Guzmán de la plaza es obra de Aniceto Marinas, o que el impresionante monumento de La Lastra, Los cuatro elementos, se le debe a nuestra primera escultora actual, Esperanza d’Ors.
Viven los monumentos a la intemperie, expuestos a las adversidades del clima, la polución y, sobre todo, a las agresiones de los vándalos. La cosa no es de ahora. El David de Miguel Ángel, desde su erección en la Piazza della Signoria de Florencia, a principios del siglo xvi, sufrió numerosos destrozos hasta que, a finales del xix, se decidió su traslado a la Galería de la Academia. Fuera terminaron poniendo una réplica. Tampoco hace falta irse tan lejos. Muchos astorganos recordarán lo ocurrido con la estatua de Leopoldo Panero que esculpió Marino Amaya. Emplazada en un lugar discreto de Eduardo de Castro, al arrimo de la catedral, hubo de retirarse no mucho después de su inauguración. Un día amanecía con manchas de pintura, otro, con la nariz amputada. El gamberrismo y el sectarismo en felicísima concordia, pues muchos veían en el poeta –sin haber leído ni uno solo de sus versos, claro– a un representante de la cultura franquista al que había que golpear, vejar a título póstumo. Ahora la escultura, confinada en la casa del escritor, está a salvo de los bárbaros pero, por desgracia, fuera también de la mirada curiosa de transeúntes y caminantes, es decir, ajena al fin para el cual fue concebida por el artista.
El vandalismo no respeta espacios. En la madrileña Ciudad Universitaria, esa utopía urbanística creada en tiempos de Alfonso XIII y hoy convertida en gigantesco aparcamiento y cruce de carreteras, se levantan varias notables esculturas. Una, por ejemplo, frente a la Facultad de Medicina, es Los portadores de la antorcha, de Anna Hyatt Huntington. La estatua es un bello símbolo de la transmisión del saber, que un mal día quedó mutilada, pues algún imbécil decidió que la antorcha sobraba y se la llevó a su casa. Junto a mi facultad, la de Filosofía y Letras, se yergue otra de mis favoritas, la de quien ha sido su más ilustre profesor, don José Ortega y Gasset. Creación de Juan de Ávalos, luce discreta, a un lado de la fachada, pero los finos intelectuales del derribo le dedicaban todos los días pintadas llenas de gratitud y cariño, hasta que las autoridades universitarias han tenido que poner una valla protectora a su alrededor.
Y es que los iconoclastas de toto tiempo y lugar parecen ver tras la piedra, la madera, el bronce o el aluminio de las estatuas la carne y el hueso de los personajes que las inspiraron y a los que es preciso dar muerte; una segunda y definitiva muerte, la del olvido total. En agosto de 1936, milicianos republicanos «fusilaron», literalmente, la imagen de Cristo dentro del conjunto del Sagrado Corazón que fuera esculpido por el ya citado Aniceto Marinas en el getafeño Cerro de los Ángeles. Se sabe que, luego de la sacrílega ceremonia, aquellos valientes se dispusieron a destruirla a base de martillazos, pero ante la dureza del material optaron por dinamitarla, sin duda un procedimiento mucho más efectivo. Es, por cierto, el mismo que aplicaron los talibanes afganos en 2001 a los colosales Budas de Bamiyán. Más de mil quinientos años de vida espiritual y de pacífico simbolismo espiritual en aquellas montañas quedaron así borrados de cuajo.
La estulticia iconoclasta no entiende de religiones ni de ideologías. Desde los Estados Unidos hasta muchos países de la América Latina y, por supuesto, la cultísima Europa, ha llegado la moda. Para protestar contra el racismo no se ha encontrado medio mejor que profanar y derribar estatuas: Cristóbal Colón, Abraham Lincoln, Theodore Roosevelt, Winston Churchill, y hasta el mismísimo don Miguel de Cervantes y Saavedra, este último a buen seguro por haber perdido su brazo en «la más alta ocasión que vieron los siglos», es decir defendiendo la civilización occidental frente a la expansión otomana, algo de todo punto imperdonable. Con ello, estos terroristas de la piedra no solo consiguen hacer añicos obras en ocasiones de gran belleza, sino la propia historia de la humanidad, a cuyo progreso todos los nombrados, con sus grandezas y también con sus miserias (la perfección solo está al alcance de los neoinquisidores de la Corrección Política), han contribuido de un modo a veces decisivo.
Naturalmente, España no escapa a la pandemia iconoclasta. Algunos ya proponen hacer caer al gran Almirante de Castilla de sus altísimos pedestales tanto en Barcelona, donde luce frente al Mediterráneo desde 1888, año de la Exposición Universal, como en Madrid, donde preside la Plaza del Descubrimiento, en un feliz diálogo entre el clasicismo del monumento de Arturo Mélida y la propuesta vanguardista de Vaquero Turcios. Otro ejemplar español de la empresa americana, san Junípero Serra, víctima de atentados en diferentes lugares de Estados Unidos, sobre todo, en California, lo acaba de ser también en la capital de su patria chica, Palma de Mallorca. Sobre su efigie, debida a Horacio de Eguía, han pintado la palabra «racista». Es de suponer que el energúmeno, antes de cometer la fechoría, no se preocupó de documentarse acerca de la personalidad de este franciscano ilustrado que no solo se dedicó a la evangelización sino a la protección de los indígenas.
Menos mal que ciertos políticos están para ensuciar aún más las cosas. Una concejala mallorquina ha escrito el siguiente tuit: «Las ciudades hablan mediante los nombres de sus calles, monumentos y estatuas. Cuentan una historia política de élites y oligarquías. Los habitantes toman la palabra en San Francisco y tiran la estatua de Junípero Serra. En Palma, pacíficamente, debería ser igual». Como ven, toda una invitación a ejercer el derecho a practicar el delicado arte de la iconoclastia. Y, en fin, subiendo un escalón más en la ignominia y, por supuesto, en la indigencia intelectual, la ministra de Igualdad del actual gobierno se ha negado a condenar el hecho vandálico, porque lo importante –la sintaxis es suya– es «no cometer como sociedad aquello que fueran errores».
A este paso, me temo que cada vez van a ser más las estatuas y monumentos públicos a los que haya que someter a un rígido confinamiento, para protegerlos de un virus más dañino y peligroso que el COVI, el de la estulticia.






