Raíces
![[Img #50166]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/07_2020/3252_sol-ancianos-santa-colomba-147.jpg)
Contemplo la parra de la casa familiar.
La parra ya existía cuando se vio la necesidad de hacer en el corral un cuarto de baño.
Recuerdo que en el momento de acometer la obra se barajaron dos opciones: anexar ese cuarto de baño a la vivienda sacrificando la parra que quedaba justo en medio, o levantarlo como un elemento independiente. Se optó por la última opción respetando la férrea voluntad de mi padre.
Mi padre era un hombre de otra época que prefirió salvar la planta trepadora a la incomodidad de pasar por el corral para ir al baño, y que sufrió las consecuencias de su error cuando los años, y más cosas, se le echaron encima. Hoy que mi padre ya no está, solo puedo decir que esa parra, su parra, es mucho más que un simple arbusto que da uvas, pues representa su voluntad, sus firmes convicciones, su forma de vivir.
En definitiva, le representa a él.
Hoy que mi padre ya no está solo puedo decir que la parra se queda.
Mientras contemplo un zarzillo de la parra de mi padre, me llega la noticia del fallecimiento de Martina Vallinas Álvarez, natural de Gordoncillo, de 93 años de edad, ocurrido en la casa de su hija, con la que vivía en los últimos tiempos, rodeada de los suyos. Martina, amiga de la familia, fue muchas cosas, pero como diría su hijo, Urbano Seco Vallinas, fue sobre todo una mujer de profundas raíces. Con 88 años y aquejada de demencia, en una visita que hicimos al Fuerte de San Cristóbal en Pamplona el 26 de julio de 2014, recordó, por esos vericuetos inextricables de la memoria, que ella había estado allí.
“Yo estuve aquí”, dijo, cuando cogida del brazo de su hermana Julia llegamos a ‘la sala de visitas’, un espacio separado por rejas y mallazo donde las manos de los presos y los familiares jamás se tocaban y el reflejo de la luz imposibilitaba ver de fuera adentro. Y así había sido, casi ocho décadas antes, gracias a la intermediación de un familiar que trabajaba en el ferrocarril, -entonces todo se conseguía por mediación de alguien-, acompañando a su madre para ver a su padre, Nunilo Vallinas Casado, de 37 años de edad, preso en el Fuerte.
El día antes, paseando por León, vi una escena: en la puerta lateral de la residencia la Virgen del Camino un anciano con mascarilla miraba desde el jardín a quienes supuse que sería su familia. Lo que más me sorprendió fue la enorme distancia entre el anciano y la pareja de mediana edad y el chaval joven que lo contemplaban a través de la puerta de hierro, como si el hombre mayor fuera un rehén de otro mundo.
No seré yo quien juzgue la situación de nuestros mayores dentro del sistema en el que vivimos: hay hijos que trabajan y la vorágine laboral no permite atender a sus padres, otros están lejos, otros son mayores o están enfermos, otros se desentienden, y también, también hay ancianos que necesitan atención y cuidados que dentro del entorno no se pueden prestar, los hay que eligen por propia voluntad ingresar en residencias o, simplemente, no tienen familia que les atienda. Cada caso es individual y único.
Sin embargo, creo que hay que mejorar el sistema de atención a los mayores. Invertir, preocuparse, ocuparse, crear redes de apoyo en el entorno y, sobre todo, humanizar. El mundo cambia y no precisamente para mejor, y tal vez por eso exija que lo reinventemos. Siempre que en mi trabajo doy información de residencias le digo a la gente que no se fijen en el suelo de mármol, que se fijen en el personal de que dispone, en la ratio.
Ellos, nuestros mayores, son la generación que cambio España y cimentó la democracia.
Nuestros mayores posibilitaron, con sus muchas privaciones y esfuerzo, nuestro ascenso social, pagándonos estudios que ellos no tuvieron. Y siguieron apoyándonos como avalistas de nuestras hipotecas, llevando, mientras pudieron, a nuestros hijos al colegio.
Nuestros mayores, portadores de una sabiduría que no se aprende en las aulas, nos acunaron con retahílas que aprendieron de los suyos, nos enseñaron respeto, nos hablaron de fuentes, de la diferencia entre el pedrisco y el granizo, nos mostraron, con su ejemplo, cómo enfrentarnos a la vida. Hay más sabiduría natural en nuestros mayores que en toda la Biblioteca Nacional junta.
Hemos estado tirando de ellos para todo y por eso se merecen la dignidad. Nuestros mayores son nuestros, asumámoslo para afrontar el futuro y, más que nada, porque sin raíces somos como yerbas sueltas que van de acá para allá, al arbitrio del viento.
![[Img #50166]](http://astorgaredaccion.com/upload/images/07_2020/3252_sol-ancianos-santa-colomba-147.jpg)
Contemplo la parra de la casa familiar.
La parra ya existía cuando se vio la necesidad de hacer en el corral un cuarto de baño.
Recuerdo que en el momento de acometer la obra se barajaron dos opciones: anexar ese cuarto de baño a la vivienda sacrificando la parra que quedaba justo en medio, o levantarlo como un elemento independiente. Se optó por la última opción respetando la férrea voluntad de mi padre.
Mi padre era un hombre de otra época que prefirió salvar la planta trepadora a la incomodidad de pasar por el corral para ir al baño, y que sufrió las consecuencias de su error cuando los años, y más cosas, se le echaron encima. Hoy que mi padre ya no está, solo puedo decir que esa parra, su parra, es mucho más que un simple arbusto que da uvas, pues representa su voluntad, sus firmes convicciones, su forma de vivir.
En definitiva, le representa a él.
Hoy que mi padre ya no está solo puedo decir que la parra se queda.
Mientras contemplo un zarzillo de la parra de mi padre, me llega la noticia del fallecimiento de Martina Vallinas Álvarez, natural de Gordoncillo, de 93 años de edad, ocurrido en la casa de su hija, con la que vivía en los últimos tiempos, rodeada de los suyos. Martina, amiga de la familia, fue muchas cosas, pero como diría su hijo, Urbano Seco Vallinas, fue sobre todo una mujer de profundas raíces. Con 88 años y aquejada de demencia, en una visita que hicimos al Fuerte de San Cristóbal en Pamplona el 26 de julio de 2014, recordó, por esos vericuetos inextricables de la memoria, que ella había estado allí.
“Yo estuve aquí”, dijo, cuando cogida del brazo de su hermana Julia llegamos a ‘la sala de visitas’, un espacio separado por rejas y mallazo donde las manos de los presos y los familiares jamás se tocaban y el reflejo de la luz imposibilitaba ver de fuera adentro. Y así había sido, casi ocho décadas antes, gracias a la intermediación de un familiar que trabajaba en el ferrocarril, -entonces todo se conseguía por mediación de alguien-, acompañando a su madre para ver a su padre, Nunilo Vallinas Casado, de 37 años de edad, preso en el Fuerte.
El día antes, paseando por León, vi una escena: en la puerta lateral de la residencia la Virgen del Camino un anciano con mascarilla miraba desde el jardín a quienes supuse que sería su familia. Lo que más me sorprendió fue la enorme distancia entre el anciano y la pareja de mediana edad y el chaval joven que lo contemplaban a través de la puerta de hierro, como si el hombre mayor fuera un rehén de otro mundo.
No seré yo quien juzgue la situación de nuestros mayores dentro del sistema en el que vivimos: hay hijos que trabajan y la vorágine laboral no permite atender a sus padres, otros están lejos, otros son mayores o están enfermos, otros se desentienden, y también, también hay ancianos que necesitan atención y cuidados que dentro del entorno no se pueden prestar, los hay que eligen por propia voluntad ingresar en residencias o, simplemente, no tienen familia que les atienda. Cada caso es individual y único.
Sin embargo, creo que hay que mejorar el sistema de atención a los mayores. Invertir, preocuparse, ocuparse, crear redes de apoyo en el entorno y, sobre todo, humanizar. El mundo cambia y no precisamente para mejor, y tal vez por eso exija que lo reinventemos. Siempre que en mi trabajo doy información de residencias le digo a la gente que no se fijen en el suelo de mármol, que se fijen en el personal de que dispone, en la ratio.
Ellos, nuestros mayores, son la generación que cambio España y cimentó la democracia.
Nuestros mayores posibilitaron, con sus muchas privaciones y esfuerzo, nuestro ascenso social, pagándonos estudios que ellos no tuvieron. Y siguieron apoyándonos como avalistas de nuestras hipotecas, llevando, mientras pudieron, a nuestros hijos al colegio.
Nuestros mayores, portadores de una sabiduría que no se aprende en las aulas, nos acunaron con retahílas que aprendieron de los suyos, nos enseñaron respeto, nos hablaron de fuentes, de la diferencia entre el pedrisco y el granizo, nos mostraron, con su ejemplo, cómo enfrentarnos a la vida. Hay más sabiduría natural en nuestros mayores que en toda la Biblioteca Nacional junta.
Hemos estado tirando de ellos para todo y por eso se merecen la dignidad. Nuestros mayores son nuestros, asumámoslo para afrontar el futuro y, más que nada, porque sin raíces somos como yerbas sueltas que van de acá para allá, al arbitrio del viento.






